III.- La sociedad
civil
La sociedad familiar es
la primera de todas, cronológica y lógicamente, y todas las otras sociedades
civiles le están en cierta manera subordinadas, en el sentido de que están
normalmente ordenadas al bien material y moral de la familia.
El estado social es
natural al hombre, que es un ser eminentemente social. Está sujeto a mil
diversas necesidades, igualmente imperiosas, de orden físico, intelectual y
moral, que no pueden encontrar su plena satisfacción sino en y por la sociedad.
Además, por instinto y por reflexión busca la compañía de sus semejantes. De
modo que la perfección humana está relacionada con el estado social; fuera de
la sociedad no hay sino esterilidad, degradación y muerte.
Hobbes y Rousseau han
sostenido la teoría de que la sociedad sería el efecto de una convención o
contrato entre individuos (contrato social). Para el primero, la sociedad
habría estado al principio en un estado de anarquía y de guerra; este estado es
el estado natural de los hombres. Para remediar los males que ese estado trae,
los hombres decidieron vivir en sociedad y abdicar de sus derechos individuales
en las manos de un déspota. Rousseau, sostiene que la humanidad, en sus
orígenes y naturalmente, se habría encontrado en un estado en que el hombre,
abandonado a su libre naturaleza, era bueno y pacífico. La institución social,
resultado de una convención entre los individuos, habría tenido por efecto
corromper al hombre enseñándole el egoísmo y la injusticia.
Estas teorías están en
contradicción a la vez con los hechos establecidos y con todo lo que sabemos de
la naturaleza humana. El hombre es un ser social por naturaleza, en razón de su
debilidad original y de sus necesidades; forma parte necesariamente de una
sociedad doméstica, que naturalmente se prolonga en el clan, tribu o Estado,
mediante las asociaciones de las familias. Por mucho que descendamos hacia los
orígenes humanos, comprobamos siempre la existencia de una sociedad civil, al
menos rudimentaria. En cuanto a que el hombre es bueno por naturaleza y que la
sociedad lo corrompe, es anunciar una visión utópica que la experiencia no
justifica en modo alguno.
En cuanto al fin de la sociedad, se puede
distinguir un fin principal y un fin secundario, que deriva del primero. El fin
propio y dominante de la sociedad civil, que es esencialmente una sociedad
temporal, no puede ser otro que el bienestar de esta vida y por tanto el
bienestar de sus miembros, porque el bienestar de la sociedad se compone, en
definitiva, del bienestar de cada individuo, de su suma, en cierto modo y mejor
aún, de su armonía.
El hombre no está hecho
para la sociedad o el Estado, como lo proclaman ciertas teorías políticas, que
divinizan al Estado y le subordinan todas las actividades individuales. La
sociedad es la que está hecha para la persona humana, a fin de ayudarle a
cumplir su destino, que es de orden moral y espiritual.
La sociedad tiene,
pues, como fin, no sólo la prosperidad y felicidad materiales de sus miembros,
sino que, secundariamente, su bien moral y espiritual. Este fin deriva del
primero, porque no existe felicidad digna de ese nombre sin la virtud; y la
prosperidad material de la ciudad terrestre no puede establecerse y durar sino
por las virtudes individuales de sus miembros.
La sociedad civil, por
otro lado, puede ser contemplada bajo el
aspecto económico o bajo el aspecto político. El punto de vista económico
concierne a la producción, la circulación y la distribución de las riquezas, y
da origen a lo que se llama la cuestión social. El punto de vista político se
refiere al gobierno de los miembros de la sociedad en vista del bien común.
a) La vida económica
*La economía política:
Se llama así a la ciencia que establece las leyes de la actividad humana en el
dominio de la producción y la distribución de las riquezas materiales. Y, dado
que se trata de una actividad humana y de actos humanos, la economía política
depende de las leyes de la moral. Sin duda que supone todo un conjunto de leyes
naturales: pero estas leyes, que no son otra cosa que los hechos económicos,
pueden y deben ser dirigidas en vista del bien común de la sociedad de la misma
manera que las leyes fisicoquímnicas son puestas por la ciencia al servicio del
hombre.
*La división del
trabajo: La vida económica moderna tiende a dividir más y más el trabajo, es
decir a especializar de una manera cada vez más estrechas las diversas
funciones económicas, a fin de obtener una producción más rápida y menos
costosa. Los métodos de racionalización y de estandarización han dado por
resultado el aumentar inmensamente el rendimiento del trabajo, sobre todo si se
tiene en cuenta que el maquinismo, cada día más desarrollado, ha conseguido a
la vez simplificar el trabajo humano, disminuir la mano de obra necesaria en la
fabricación industrial y aumentar considerablemente el ritmo de la producción.
Estos hechos económicos
tienen su contra. La especialización forzada tiende a atrofiar las facultades
intelectuales del obrero y a suprimir todo espíritu de iniciativa por la
repetición mecánica de los mismos gestos. El trabajo en cadena agrava estos
inconvenientes y peligros. Por otra parte, el maquinismo, al favorecer la
estandarización, tiende a provocar la sobreproducción de las mercancías industriales
y agrícolas y a dar lugar a la plaga social del paro generalizado y permanente.
En presencia de estos
peligros, ciertos moralistas han querido condenar el maquinismo. Esto es una
exageración. La máquina debe ser el auxiliar del hombre y contribuir al bien
general de la sociedad. Para esto sería preciso que el orden económico no
cayera en la anarquía, sino que fuera regulado de una manera racional, en la
nación y a la vez en la sociedad internacional.
*La cuestión social: Es
el conjunto de los problemas sociales, y abarca las desigualdades sociales, el
régimen del trabajo y en particular las relaciones del capital y del trabajo.
El capital y el trabajo. El capital y el trabajo son los dos factores de la
producción. El capital puede definirse como un bien económico real, de
cualquier naturaleza, que se aplica a la producción (una cantera, un bosque,
una viña, etc.), o cualquier riqueza acumulada y que produce una renta
(alquiler, interés, etc.) a su propietario. El trabajo es la actividad humana
que da al capital un nuevo valor económico.
El trabajo es el factor
más importante de la producción. Más no es el único factor del valor económico,
contra lo que enseña la teoría de Marx, quien pretende que el provecho que se
entrega al capital (o a los capitalistas, o sea aquellos que han puesto los
materiales o los medios de la producción distintos del trabajo) es un robo que
se hace al obrero. Hay en esto un grave error, que vicia toda la teoría de
Marx. El capital se valoriza merced al trabajo del obrero (director, ingeniero,
especialista, mano de obra); pero ya de por sí representa, como materia de
producción o como herramientas, un valor económico real que merece ser
remunerado según su importancia.
No hay pues por qué
condenar el principio del capitalismo. En sí, el capitalismo no es injusto: el
capital es, en efecto, el resultado de la economía o de la acumulación de los
frutos del trabajo, por el ahorro, el provecho legítimo o la herencia.
Sin embargo el
capitalismo adolece de abusos que la moral social reprueba. El capital tiende a
veces a acaparar la mayor parte de los provechos, en detrimento de los derechos
del trabajador. Sobre todo, el capitalismo es responsable cuando, por medio de
los trusts, de las sociedades de crédito y de los bancos, de las sociedades
anónimas y de la especulación, llega a poner enormes fortunas en manos de unos
pocos hombres, que disponen de ese modo de una potencia formidable e invisible
a la vez sobre los organismos públicos de un país y hasta sobre las relaciones
internacionales. El capitalismo requiere, pues, para ser moral, la
fiscalización activa del Estado, encargado del bien común de la sociedad.
Este derecho y este
deber del Estado ha sido completamente ignorado y negado, en los siglos XVIII y
XIX, por las doctrinas económicas y sociales de Adam Smith, Federico Bastiat y
J. B. Say. Estos economistas parten del
hecho de que las leyes económicas son tan necesarias y fatales como las del
mundo fisicoquímico, y que no hay por qué intervenir en su desenvolvimiento. La
regla será, pues, según la fórmula de Quesnay, la de: dejad hacer, dejad
pasar, es decir, de libertad ilimitada
del trabajo, de la producción y de la concurrencia, del comercio y del cambio.
Automáticamente, las leyes económicas, abandonadas a su propio impulso, producirán
efectos favorables a la prosperidad material de la sociedad y al bien general
de los individuos. De ahí el nombre de liberalismo económico dado a estas
doctrinas.
El error fundamental
del liberalismo consiste en la confusión de la ley física y la ley moral. Que
existan leyes económicas irremediables es cosa muy cierta. Pero eso no son sino
hechos, como los de la naturaleza, y no se sigue de ahí que no deba intervenir
el hombre en su desenvolvimiento, lo mismo que interviene en el de las leyes naturales
para orientarlas en provecho propio. El hombre, como ser moral, es superior a
la naturaleza y a él corresponde hacerla servir a sus fines morales.
Por otra parte, la
libertad de hacer y de obrar no es un absoluto y está limitada por la justicia
y los derechos ajenos. Abandonada a sí misma, sin control ni contrapeso, no
podría engendra sino iniquidad y anarquía. El derecho del más débil se vería
constantemente oprimido, y en nombre de la libertad gobernaría un régimen
autoritario y de fuerza. Es cosa muy cierta que el liberalismo es el
responsable en gran parte en las perturbaciones sociales actuales y de la
anarquía económica en que se debate el mundo contemporáneo.
El liberalismo no
asegura, pues, sino la libertad del capital, pero reduce el trabajo a
servidumbre. La expresión “mercado del trabajo”, que tanto se emplea en
nuestros días, caracteriza muy bien a un régimen en el que el trabajo, tratado
como una mercancía, es sometido a la ley del más fuerte, so pena de quedar
excluido del “mercado”. No existirá la verdadera libertad del trabajo sino
cuando se restablezca una suficiente igualdad entre el patrono y el trabajador.
El sistema de contrato colectivo contribuye en cierto modo a asegurar esa
igualdad, pero de una manera muy mecánica. La solución racional parece estar
con la instauración de un régimen comunitario en que los instrumentos de
trabajo sean propiedad común de la profesión organizada. La prudente y juiciosa administración
colectiva de los instrumentos de trabajo tendrá como efecto suprimir la
anarquía de la producción y con eso garantizar a los obreros el derecho al
trabajo y a los jefes de empresa el libre ejercicio de sus facultades
creadoras, mientras que el régimen liberal hace de ellos, así como de los
obreros, los servidores del dinero y los esclavos del provecho.
Este régimen sería,
como se ve, totalmente diferente del régimen colectivista que, al transferir al
Estado los instrumentos de la producción (en forma de “nacionalización”),
acentúa la esclavitud proletaria, y o bien pone en manos del Estado los medios
para ejercer la más dura de las tiranías, o bien le somete (por la huelga de
servicios públicos) a presiones que comprometen su independencia.
La cuestión de la propiedad. Los abusos del régimen capitalista (acumulación de
las riquezas o de los símbolos de la riqueza en pocas manos, desenfrenada
concurrencia que trae como consecuencia los salarios bajos y la huelga, etc.)
han llevado a los socialistas (Marx, Proudhon, Lassalle, Guesde, etc.) a acusar
ya a la propiedad privada. Ya simplemente al régimen actual de propiedad
privada, de ser las causas del malestar que aqueja a las sociedades modernas.
De hecho, la palabra socialismo se aplica a concepciones bastante diferentes
entre sí, y que van del comunismo al simple socialismo de Estado.
El colectivismo
comunista es la forma más radical de socialismo. Condena toda suerte de
propiedad privada y quiere que todos los bienes sean puestos en común, de modo
que todos puedan tomar lo que necesitan, pero no más. Esto, en teoría. De hecho
tal comunismo no ha existido jamás y no sería viable dadas las condiciones
comunes de la humanidad, porque supondría en los miembros más activos de la
comunidad tan grande espíritu de abnegación a favor de los miembros menos
activos o improductivos (por pereza o incapacidad física), que el heroísmo
sería la regla general de tal comunidad.
El comunismo, a pesar
de sus principios, tiende, pues, hacia formas menos radicales y, en general,
hacia el socialismo de Estado. Cada vez que ha habido un intento de aplicarlo,
ya sea parcialmente, bajo la forma colectivista (como en la Rusia soviética, de
1917 a 1920), se han producido tales desórdenes (despilfarro, hambre y miseria
universales, anarquía, disolución de la familia, etc.) que hubo que renunciar a
él inmediatamente y recurrir a la tiranía más despótica para no ver caer a la
sociedad en la ruina más completa.
Veamos ahora qué se
entiende por socialismo de Estado. Se llama así a la concepción social que
atribuye al Estado la propiedad o el control directo de las grandes empresas de
interés público (correos, ferrocarriles, carreteras, armamentos, etc.), de las
principales industrias (tabacos, minas, etc.) y de los organismos de crédito y
de seguros.
En general, esta forma
de socialismo reconoce la legitimidad y la necesidad de la propiedad privada,
pero tiene la pretensión de reglamentar sus modalidades, a fin de conseguir,
primero, impedir la constitución de muy grandes fortunas, mediante la supresión
de la herencia, al menos en línea colateral, y la estricta limitación de la
herencia en línea directa (por los impuestos progresivos sobre la fortuna
adquirida, etc.); y luego a fin de extender a todos el beneficio de la
propiedad privada fundada únicamente sobre el trabajo.
El derecho de propiedad
privada es una consecuencia de la misma naturaleza del hombre, y se manifiesta
por la inclinación innata a apropiarse de las cosas. La propiedad privada es,
en efecto, necesaria al individuo para asegurar su subsistencia de manera
regular y estable; al padre de familia para educar a sus niños y procurarles
los medios de proveer a su propia subsistencia; al hombre como persona, es
decir como individuo racional y libre, para asegurar su independencia real
frente a los demás; y, en fin, al ciudadano, que no trabaja activa y
perseverantemente sino en la medida que puede gozar personalmente del fruto de
su trabajo.
De este principio se
sigue que el Estado no puede pretender suprimir la propiedad individual, sino
que, al contrario, debe favorecer el acceso del mayor número posible de
ciudadanos a la propiedad privada, garantía de seguridad, de libertad y de
dignidad; y que a él pertenece regular las modalidades de acceso a la
propiedad, de fijar sus condiciones de goce y de prevenir y reprimir sus
abusos.
El comunismo y el
colectivismo van evidentemente contra las exigencias del derecho natural,
contra las más profundas tendencias de la naturaleza humana y, por
consiguiente, contra el bien de los individuos y de la sociedad.
En cuanto al socialismo
de Estado, no es tan pernicioso como el anterior, a causa de las atenuaciones
que introduce en el principio colectivista; no obstante encierra graves
inconvenientes. En primer lugar, se inspira en ideas materialistas y profesa
erróneamente que la sociedad no exige,
para ser perfecta, sino transformaciones de carácter económico. El vicio
y la virtud, la salud pública, el arte son, tal como los concibe el socialismo,
rigurosamente funciones del estado económico, como si la primera fuente del
desorden social no fueran el egoísmo y las ansias de gozar, es decir factores
de naturaleza moral. Por otra parte, el socialismo se funda en una teoría
errónea del valor económico, que ya hemos discutido, y que acaba por ignorar
los derechos del capital, es decir, de los frutos acumulados y economizados del
trabajo. Además, al transformar a la mayor parte de los trabajadores en
funcionarios, el Estado-Patrón, al que tanta devoción tiene el socialismo, se
daría a sí mismo tareas de extrema complicación, que es poco apto para cumplir,
y suprimiría uno de los factores más eficaces de la producción, que es el
interés personal del trabajador. En fin, un tal Estado se expondría, en
conflicto con la enorme masa de asalariados que emplea, al peligro de ver
gravemente comprometida la marcha regular de los servicios públicos y de las
industrias esenciales a la economía del país.
Las precedentes
observaciones no significan que la propiedad colectiva se haya de excluir en
todos los casos y en todos los aspectos. De hecho, la propiedad colectiva
pública está muy extendida (bosques comunales, edificios públicos, etc.). De
derecho, esta propiedad es, por muchas razones, favorable al bien común.
Por una parte parece
razonable que el Estado se reserve la fiscalización de los grandes medios de
producción y de crédito (minas, transporte, transmisiones, bancos), que, al dar
un poder económico tan amplio, podrían, si estuvieran sin reservas en manos de
las personas privadas, ser un peligro para el bien público. Pero parece que más
que el régimen de estatización (propiedad pura y simple y gestión directa del
Estado) sería conveniente el régimen de propiedad colectiva privada vigilada
por el Estado. La propiedad colectiva pública debería ser una excepción.
Por otra parte, en
cuanto a las otras empresas, la participación de los obreros en la gestión de
estas conduciría a generalizar un régimen de propiedad colectiva privada de las
empresas, que bajo muchos aspectos sería favorable a la prosperidad y a la paz
públicas. En efecto, la indudable inferioridad de la propiedad colectiva podría
quedar muy atenuada y aún suprimida en las pequeñas empresas en las que el bien
de todos se convierte tan fácilmente en el bien de cada uno; y en las empresas
más importantes se vería compensada con el aumento del valor humano del trabajo
y de la dignidad del trabajador, sustraído así a los residuos de servidumbre
que as grandes explotaciones capitalistas continúan haciendo pesar sobre él.
b) La vida política
*Naturaleza del poder
civil: El poder civil es el poder moral, e independiente en su orden, de
dirigir los actos de los ciudadanos al bien común de la sociedad.
En efecto, la autoridad
civil es un poder moral y no una fuerza física, porque tiene su principio en la
razón y en ella debe fundarse siempre. Por lo tanto, colocar el poder sea en la
ley del número, sea en el capricho de uno sólo, es confundir la autoridad con
la violencia y el derecho con la arbitrariedad. Este poder, decimos, es
independiente en su orden, es decir que no está sometido a ningún otro poder
del mismo género. Mas este poder puede estar sometido, y de hecho lo está, a un
poder superior: debe obedecer a la ley moral y, en una medida que puede variar,
a la autoridad específicamente moral.
*Origen del poder: Toda
autoridad viene de Dios. La sociedad civil es natural en su origen y en su
naturaleza, según queda demostrado más arriba. Aunque muchas sociedades
particulares se han formado por la libre asociación de sus miembros, como el
estado social es necesario al hombre, las sociedades así formadas no son menos
naturales, y queridas de Dios. Por consiguiente la autoridad, sin la cual no
hay sociedad posible, viene siempre de Dios como de su primera fuente.
*Estado, Nación,
Patria: Estas tres palabras no son rigurosamente sinónimas. En efecto, designan
realidades que pueden ser materialmente idénticas, pero que no lo son
necesariamente ni siempre.
El Estado es una agrupación
de familias sometidas a leyes comunes, bajo un gobierno autónomo y viviendo en
un territorio propio e independiente. Este es el aspecto material del Estado.
En un sentido más formal, el Estado designa al mismo gobierno y a la sede del
poder político, así como los servicios generales necesarios al gobierno del
país.
La Nación representa más
bien una unidad moral que proviene de la comunidad de raza o al menos de
tradiciones, de costumbres y de lengua. Diversas naciones pueden formar juntas
un solo Estado, que generalmente tiende al federalismo, que garantizan mejor a
cada nacionalidad el respeto y el mantenimiento de las cosas que la
caracterizan.
La Patria, etimológicamente
tierra paterna, es la nación considerada como una gran familia, que se enraíza
en la lejanía de las edades pasadas y se prolonga hacia el porvenir, y cuyos miembros
están unidos entre sí por especiales lazos de mutua afección y solidaridad.
*Funciones especiales
del poder civil: El poder civil ejerce tres clases de funciones: establece las
leyes (poder legislativo), ordena y dirige su ejecución (poder ejecutivo) y
juzga los diversos delitos (poder judicial).
*Las diversas formas
del poder civil: Se suelen distinguir tres formas o tipos de gobierno: el tipo
monárquico, cuando el poder reside en una sola persona; el tipo aristocrático,
cuando el poder es ejercido en común por diversas personas; el tipo
democrático, cuando el poder es ejercido por el mismo pueblo, sea directamente,
sea indirectamente, por medio de sus representantes.
El poder civil es de
ordinario de naturaleza mixta, es decir, una combinación más o menos
equilibrada de las tres formas: ciertas constituciones monárquicas son
verdaderas democracias (el rey reina, pero no gobierna), algunas constituciones democráticas admiten,
en diversas formas, una parte de aristocracia (cámara de los lores, de los
pares, senadores vitalicios, etc.), otras se acercan más a la monarquía
electiva.
Las antiguas dictaduras
consistían en poner en las manos de un hombre todos los poderes del Estado
durante un período limitado y en interés de la salud pública. La dictadura
moderna es un sistema político en el que el poder absoluto queda delegado de
por vida en las manos de un solo hombre, como representante de un partido o de
una clase, que se consideran como los únicos capacitados para asegurar la
prosperidad del Estado. La mayor parte de estas dictaduras tienden al
totalitarismo. La tendencia totalitaria no es, desde luego, extraña a ciertas
democracias, en las que las mayorías se convierten, conculcando el derecho, en
verdaderos instrumentos de tiranía.
(Regis
Jolivet, Curso de Filosofía)