lunes, 28 de febrero de 2022

Moral social III

  

IV.- La vida internacional

Las diferentes sociedades políticas, organizadas en Estados, son sociedades perfectas. Pero no se sigue de ahí que puedan vivir aisladas unas de otras. El aislamiento no sería compatible con su interés ni con su deber. Los diversos Estados mantienen, en efecto, relaciones comerciales y culturales, que crean toda una red estrecha y compleja de recíprocas obligaciones, reguladas y garantizadas por el derecho internacional público y privado (derecho de gentes).

Además la autonomía de los Estados no es absoluta, a pesar de lo que pretenden las concepciones nacionalistas del Estado. En efecto, los Estados están, en primer lugar, sometidos como tales a la moral internacional, que impone el respeto de su mutua independencia, y al cumplimiento de los tratados, y que funda al mismo tiempo, para los Estados que pudieran ser objeto de una injusta agresión, el derecho de ser ayudados, protegidos y defendidos por los otros Estados igualmente interesados en el mandamiento de la justicia entre las naciones. Por otra parte, y por el mismo hecho, existe un bien internacional, que es el de la comunidad humana en toda su extensión, cuyas diversas sociedades políticas son todas solidarias y que exige una autoridad superior a los Estados, si bien esta autoridad no es todavía reconocida universalmente ni está suficientemente organizada (la Sociedad de las Naciones, hoy, la Organización de las Naciones Unidas).

 

V.- La sociedad religiosa

El hombre tiene deberes para con Dios que están sobre todos los demás deberes, y que no puede cumplir sino como miembro de una sociedad religiosa. Esta tiene por objeto el culto exterior, la oración pública, así como la perfección moral de los hombres, y finalmente su salud eterna. Aún cuando no hubiera existido la revelación y la religión sobrenatural, los hombres se hubieran debido reunir en un cuerpo religioso, distinto del cuerpo político.

La sociedad religiosa se compone, en efecto, de hombres y no de espíritus. Es exterior, visible y perfecta, por poseer todos los órganos esenciales de una sociedad completa: poderes de administrar, de legislar y de juzgar.

El poder religioso es independiente y esta independencia deriva  de su misma naturaleza. Por su fin propio, este poder es superior a todos los poderes civiles: por eso, en forma alguna puede depender de él, mientras que ellos, dentro de los límites que señalaremos, dependen de aquel. Por tanto, la sociedad religiosa puede, con absoluta independencia, enseñar, fundar órdenes y congregaciones y poseer los bienes temporales necesarios para el ejercicio del culto y demás funciones sociales.

*La relación con el poder civil: Si la subordinación de los fines impone al poder civil la obligación de trabajar por el bien moral de sus miembros, ¿cómo podría hacerlo mejor que colaborando con el poder religioso, favoreciendo sus iniciativas y concediéndole protección y respeto? En ese sentido, el poder civil está indirectamente subordinado al poder religioso. En efecto, el fin temporal de la actividad humana está subordinado al fin espiritual de la felicidad en la otra vida. Para ayudar al hombre a conseguir cada uno de estos fines, Dios instituyó dos sociedades distintas, la sociedad civil y la sociedad religiosa. Pues bien, el mismo orden de los fines y su esencial subordinación determina un orden de dependencia entre las dos sociedades encargadas de procurar la felicidad del hombre.

En las cuestiones temporales (trabajos públicos, organización de los transportes, etc.) el poder civil es independiente. En las cuestiones espirituales el poder religioso es absolutamente soberano. En las cuestiones mixtas (legislación familiar, organización del trabajo, etc.) en que intervienen intereses espirituales y temporales a la vez, el poder civil depende indirectamente del poder religioso, en cuanto las medidas temporales de que echa mano tienen repercusiones morales y espirituales.

(Regis Jolivet, Curso de Filosofía)

Moral social II

 

III.- La sociedad civil

La sociedad familiar es la primera de todas, cronológica y lógicamente, y todas las otras sociedades civiles le están en cierta manera subordinadas, en el sentido de que están normalmente ordenadas al bien material y moral de la familia.

El estado social es natural al hombre, que es un ser eminentemente social. Está sujeto a mil diversas necesidades, igualmente imperiosas, de orden físico, intelectual y moral, que no pueden encontrar su plena satisfacción sino en y por la sociedad. Además, por instinto y por reflexión busca la compañía de sus semejantes. De modo que la perfección humana está relacionada con el estado social; fuera de la sociedad no hay sino esterilidad, degradación y muerte.

Hobbes y Rousseau han sostenido la teoría de que la sociedad sería el efecto de una convención o contrato entre individuos (contrato social). Para el primero, la sociedad habría estado al principio en un estado de anarquía y de guerra; este estado es el estado natural de los hombres. Para remediar los males que ese estado trae, los hombres decidieron vivir en sociedad y abdicar de sus derechos individuales en las manos de un déspota. Rousseau, sostiene que la humanidad, en sus orígenes y naturalmente, se habría encontrado en un estado en que el hombre, abandonado a su libre naturaleza, era bueno y pacífico. La institución social, resultado de una convención entre los individuos, habría tenido por efecto corromper al hombre enseñándole el egoísmo y la injusticia.

Estas teorías están en contradicción a la vez con los hechos establecidos y con todo lo que sabemos de la naturaleza humana. El hombre es un ser social por naturaleza, en razón de su debilidad original y de sus necesidades; forma parte necesariamente de una sociedad doméstica, que naturalmente se prolonga en el clan, tribu o Estado, mediante las asociaciones de las familias. Por mucho que descendamos hacia los orígenes humanos, comprobamos siempre la existencia de una sociedad civil, al menos rudimentaria. En cuanto a que el hombre es bueno por naturaleza y que la sociedad lo corrompe, es anunciar una visión utópica que la experiencia no justifica en modo alguno.

 En cuanto al fin de la sociedad, se puede distinguir un fin principal y un fin secundario, que deriva del primero. El fin propio y dominante de la sociedad civil, que es esencialmente una sociedad temporal, no puede ser otro que el bienestar de esta vida y por tanto el bienestar de sus miembros, porque el bienestar de la sociedad se compone, en definitiva, del bienestar de cada individuo, de su suma, en cierto modo y mejor aún, de su armonía.

El hombre no está hecho para la sociedad o el Estado, como lo proclaman ciertas teorías políticas, que divinizan al Estado y le subordinan todas las actividades individuales. La sociedad es la que está hecha para la persona humana, a fin de ayudarle a cumplir su destino, que es de orden moral y espiritual.

La sociedad tiene, pues, como fin, no sólo la prosperidad y felicidad materiales de sus miembros, sino que, secundariamente, su bien moral y espiritual. Este fin deriva del primero, porque no existe felicidad digna de ese nombre sin la virtud; y la prosperidad material de la ciudad terrestre no puede establecerse y durar sino por las virtudes individuales de sus miembros.

La sociedad civil, por otro lado,  puede ser contemplada bajo el aspecto económico o bajo el aspecto político. El punto de vista económico concierne a la producción, la circulación y la distribución de las riquezas, y da origen a lo que se llama la cuestión social. El punto de vista político se refiere al gobierno de los miembros de la sociedad en vista del bien común.

    

a)       La vida económica

*La economía política: Se llama así a la ciencia que establece las leyes de la actividad humana en el dominio de la producción y la distribución de las riquezas materiales. Y, dado que se trata de una actividad humana y de actos humanos, la economía política depende de las leyes de la moral. Sin duda que supone todo un conjunto de leyes naturales: pero estas leyes, que no son otra cosa que los hechos económicos, pueden y deben ser dirigidas en vista del bien común de la sociedad de la misma manera que las leyes fisicoquímnicas son puestas por la ciencia al servicio del hombre.

*La división del trabajo: La vida económica moderna tiende a dividir más y más el trabajo, es decir a especializar de una manera cada vez más estrechas las diversas funciones económicas, a fin de obtener una producción más rápida y menos costosa. Los métodos de racionalización y de estandarización han dado por resultado el aumentar inmensamente el rendimiento del trabajo, sobre todo si se tiene en cuenta que el maquinismo, cada día más desarrollado, ha conseguido a la vez simplificar el trabajo humano, disminuir la mano de obra necesaria en la fabricación industrial y aumentar considerablemente el ritmo de la producción.

Estos hechos económicos tienen su contra. La especialización forzada tiende a atrofiar las facultades intelectuales del obrero y a suprimir todo espíritu de iniciativa por la repetición mecánica de los mismos gestos. El trabajo en cadena agrava estos inconvenientes y peligros. Por otra parte, el maquinismo, al favorecer la estandarización, tiende a provocar la sobreproducción de las mercancías industriales y agrícolas y a dar lugar a la plaga social del paro generalizado y permanente.

En presencia de estos peligros, ciertos moralistas han querido condenar el maquinismo. Esto es una exageración. La máquina debe ser el auxiliar del hombre y contribuir al bien general de la sociedad. Para esto sería preciso que el orden económico no cayera en la anarquía, sino que fuera regulado de una manera racional, en la nación y a la vez en la sociedad internacional.

*La cuestión social: Es el conjunto de los problemas sociales, y abarca las desigualdades sociales, el régimen del trabajo y en particular las relaciones del capital y del trabajo.

El capital y el trabajo. El capital y el trabajo son los dos factores de la producción. El capital puede definirse como un bien económico real, de cualquier naturaleza, que se aplica a la producción (una cantera, un bosque, una viña, etc.), o cualquier riqueza acumulada y que produce una renta (alquiler, interés, etc.) a su propietario. El trabajo es la actividad humana que da al capital un nuevo valor económico.

El trabajo es el factor más importante de la producción. Más no es el único factor del valor económico, contra lo que enseña la teoría de Marx, quien pretende que el provecho que se entrega al capital (o a los capitalistas, o sea aquellos que han puesto los materiales o los medios de la producción distintos del trabajo) es un robo que se hace al obrero. Hay en esto un grave error, que vicia toda la teoría de Marx. El capital se valoriza merced al trabajo del obrero (director, ingeniero, especialista, mano de obra); pero ya de por sí representa, como materia de producción o como herramientas, un valor económico real que merece ser remunerado según su importancia.

No hay pues por qué condenar el principio del capitalismo. En sí, el capitalismo no es injusto: el capital es, en efecto, el resultado de la economía o de la acumulación de los frutos del trabajo, por el ahorro, el provecho legítimo o la herencia.

Sin embargo el capitalismo adolece de abusos que la moral social reprueba. El capital tiende a veces a acaparar la mayor parte de los provechos, en detrimento de los derechos del trabajador. Sobre todo, el capitalismo es responsable cuando, por medio de los trusts, de las sociedades de crédito y de los bancos, de las sociedades anónimas y de la especulación, llega a poner enormes fortunas en manos de unos pocos hombres, que disponen de ese modo de una potencia formidable e invisible a la vez sobre los organismos públicos de un país y hasta sobre las relaciones internacionales. El capitalismo requiere, pues, para ser moral, la fiscalización activa del Estado, encargado del bien común de la sociedad.

Este derecho y este deber del Estado ha sido completamente ignorado y negado, en los siglos XVIII y XIX, por las doctrinas económicas y sociales de Adam Smith, Federico Bastiat y J.  B. Say. Estos economistas parten del hecho de que las leyes económicas son tan necesarias y fatales como las del mundo fisicoquímico, y que no hay por qué intervenir en su desenvolvimiento. La regla será, pues, según la fórmula de Quesnay, la de: dejad hacer, dejad pasar,  es decir, de libertad ilimitada del trabajo, de la producción y de la concurrencia, del comercio y del cambio. Automáticamente, las leyes económicas, abandonadas a su propio impulso, producirán efectos favorables a la prosperidad material de la sociedad y al bien general de los individuos. De ahí el nombre de liberalismo económico dado a estas doctrinas.  

El error fundamental del liberalismo consiste en la confusión de la ley física y la ley moral. Que existan leyes económicas irremediables es cosa muy cierta. Pero eso no son sino hechos, como los de la naturaleza, y no se sigue de ahí que no deba intervenir el hombre en su desenvolvimiento, lo mismo que interviene en el de las leyes naturales para orientarlas en provecho propio. El hombre, como ser moral, es superior a la naturaleza y a él corresponde hacerla servir a sus fines morales.

Por otra parte, la libertad de hacer y de obrar no es un absoluto y está limitada por la justicia y los derechos ajenos. Abandonada a sí misma, sin control ni contrapeso, no podría engendra sino iniquidad y anarquía. El derecho del más débil se vería constantemente oprimido, y en nombre de la libertad gobernaría un régimen autoritario y de fuerza. Es cosa muy cierta que el liberalismo es el responsable en gran parte en las perturbaciones sociales actuales y de la anarquía económica en que se debate el mundo contemporáneo.

El liberalismo no asegura, pues, sino la libertad del capital, pero reduce el trabajo a servidumbre. La expresión “mercado del trabajo”, que tanto se emplea en nuestros días, caracteriza muy bien a un régimen en el que el trabajo, tratado como una mercancía, es sometido a la ley del más fuerte, so pena de quedar excluido del “mercado”. No existirá la verdadera libertad del trabajo sino cuando se restablezca una suficiente igualdad entre el patrono y el trabajador. El sistema de contrato colectivo contribuye en cierto modo a asegurar esa igualdad, pero de una manera muy mecánica. La solución racional parece estar con la instauración de un régimen comunitario en que los instrumentos de trabajo sean propiedad común de la profesión organizada.  La prudente y juiciosa administración colectiva de los instrumentos de trabajo tendrá como efecto suprimir la anarquía de la producción y con eso garantizar a los obreros el derecho al trabajo y a los jefes de empresa el libre ejercicio de sus facultades creadoras, mientras que el régimen liberal hace de ellos, así como de los obreros, los servidores del dinero y los esclavos del provecho.

Este régimen sería, como se ve, totalmente diferente del régimen colectivista que, al transferir al Estado los instrumentos de la producción (en forma de “nacionalización”), acentúa la esclavitud proletaria, y o bien pone en manos del Estado los medios para ejercer la más dura de las tiranías, o bien le somete (por la huelga de servicios públicos) a presiones que comprometen su independencia.

La cuestión de la propiedad. Los abusos del régimen capitalista (acumulación de las riquezas o de los símbolos de la riqueza en pocas manos, desenfrenada concurrencia que trae como consecuencia los salarios bajos y la huelga, etc.) han llevado a los socialistas (Marx, Proudhon, Lassalle, Guesde, etc.) a acusar ya a la propiedad privada. Ya simplemente al régimen actual de propiedad privada, de ser las causas del malestar que aqueja a las sociedades modernas. De hecho, la palabra socialismo se aplica a concepciones bastante diferentes entre sí, y que van del comunismo al simple socialismo de Estado.

El colectivismo comunista es la forma más radical de socialismo. Condena toda suerte de propiedad privada y quiere que todos los bienes sean puestos en común, de modo que todos puedan tomar lo que necesitan, pero no más. Esto, en teoría. De hecho tal comunismo no ha existido jamás y no sería viable dadas las condiciones comunes de la humanidad, porque supondría en los miembros más activos de la comunidad tan grande espíritu de abnegación a favor de los miembros menos activos o improductivos (por pereza o incapacidad física), que el heroísmo sería la regla general de tal comunidad.

El comunismo, a pesar de sus principios, tiende, pues, hacia formas menos radicales y, en general, hacia el socialismo de Estado. Cada vez que ha habido un intento de aplicarlo, ya sea parcialmente, bajo la forma colectivista (como en la Rusia soviética, de 1917 a 1920), se han producido tales desórdenes (despilfarro, hambre y miseria universales, anarquía, disolución de la familia, etc.) que hubo que renunciar a él inmediatamente y recurrir a la tiranía más despótica para no ver caer a la sociedad en la ruina más completa.

Veamos ahora qué se entiende por socialismo de Estado. Se llama así a la concepción social que atribuye al Estado la propiedad o el control directo de las grandes empresas de interés público (correos, ferrocarriles, carreteras, armamentos, etc.), de las principales industrias (tabacos, minas, etc.) y de los organismos de crédito y de seguros.

En general, esta forma de socialismo reconoce la legitimidad y la necesidad de la propiedad privada, pero tiene la pretensión de reglamentar sus modalidades, a fin de conseguir, primero, impedir la constitución de muy grandes fortunas, mediante la supresión de la herencia, al menos en línea colateral, y la estricta limitación de la herencia en línea directa (por los impuestos progresivos sobre la fortuna adquirida, etc.); y luego a fin de extender a todos el beneficio de la propiedad privada fundada únicamente sobre el trabajo.

El derecho de propiedad privada es una consecuencia de la misma naturaleza del hombre, y se manifiesta por la inclinación innata a apropiarse de las cosas. La propiedad privada es, en efecto, necesaria al individuo para asegurar su subsistencia de manera regular y estable; al padre de familia para educar a sus niños y procurarles los medios de proveer a su propia subsistencia; al hombre como persona, es decir como individuo racional y libre, para asegurar su independencia real frente a los demás; y, en fin, al ciudadano, que no trabaja activa y perseverantemente sino en la medida que puede gozar personalmente del fruto de su trabajo.

De este principio se sigue que el Estado no puede pretender suprimir la propiedad individual, sino que, al contrario, debe favorecer el acceso del mayor número posible de ciudadanos a la propiedad privada, garantía de seguridad, de libertad y de dignidad; y que a él pertenece regular las modalidades de acceso a la propiedad, de fijar sus condiciones de goce y de prevenir y reprimir sus abusos.

El comunismo y el colectivismo van evidentemente contra las exigencias del derecho natural, contra las más profundas tendencias de la naturaleza humana y, por consiguiente, contra el bien de los individuos y de la sociedad.

En cuanto al socialismo de Estado, no es tan pernicioso como el anterior, a causa de las atenuaciones que introduce en el principio colectivista; no obstante encierra graves inconvenientes. En primer lugar, se inspira en ideas materialistas y profesa erróneamente que la sociedad no exige,  para ser perfecta, sino transformaciones de carácter económico. El vicio y la virtud, la salud pública, el arte son, tal como los concibe el socialismo, rigurosamente funciones del estado económico, como si la primera fuente del desorden social no fueran el egoísmo y las ansias de gozar, es decir factores de naturaleza moral. Por otra parte, el socialismo se funda en una teoría errónea del valor económico, que ya hemos discutido, y que acaba por ignorar los derechos del capital, es decir, de los frutos acumulados y economizados del trabajo. Además, al transformar a la mayor parte de los trabajadores en funcionarios, el Estado-Patrón, al que tanta devoción tiene el socialismo, se daría a sí mismo tareas de extrema complicación, que es poco apto para cumplir, y suprimiría uno de los factores más eficaces de la producción, que es el interés personal del trabajador. En fin, un tal Estado se expondría, en conflicto con la enorme masa de asalariados que emplea, al peligro de ver gravemente comprometida la marcha regular de los servicios públicos y de las industrias esenciales a la economía del país.

Las precedentes observaciones no significan que la propiedad colectiva se haya de excluir en todos los casos y en todos los aspectos. De hecho, la propiedad colectiva pública está muy extendida (bosques comunales, edificios públicos, etc.). De derecho, esta propiedad es, por muchas razones, favorable al bien común.

Por una parte parece razonable que el Estado se reserve la fiscalización de los grandes medios de producción y de crédito (minas, transporte, transmisiones, bancos), que, al dar un poder económico tan amplio, podrían, si estuvieran sin reservas en manos de las personas privadas, ser un peligro para el bien público. Pero parece que más que el régimen de estatización (propiedad pura y simple y gestión directa del Estado) sería conveniente el régimen de propiedad colectiva privada vigilada por el Estado. La propiedad colectiva pública debería ser una excepción.

Por otra parte, en cuanto a las otras empresas, la participación de los obreros en la gestión de estas conduciría a generalizar un régimen de propiedad colectiva privada de las empresas, que bajo muchos aspectos sería favorable a la prosperidad y a la paz públicas. En efecto, la indudable inferioridad de la propiedad colectiva podría quedar muy atenuada y aún suprimida en las pequeñas empresas en las que el bien de todos se convierte tan fácilmente en el bien de cada uno; y en las empresas más importantes se vería compensada con el aumento del valor humano del trabajo y de la dignidad del trabajador, sustraído así a los residuos de servidumbre que as grandes explotaciones capitalistas continúan haciendo pesar sobre él.    

 

b)       La vida política

*Naturaleza del poder civil: El poder civil es el poder moral, e independiente en su orden, de dirigir los actos de los ciudadanos al bien común de la sociedad.

En efecto, la autoridad civil es un poder moral y no una fuerza física, porque tiene su principio en la razón y en ella debe fundarse siempre. Por lo tanto, colocar el poder sea en la ley del número, sea en el capricho de uno sólo, es confundir la autoridad con la violencia y el derecho con la arbitrariedad. Este poder, decimos, es independiente en su orden, es decir que no está sometido a ningún otro poder del mismo género. Mas este poder puede estar sometido, y de hecho lo está, a un poder superior: debe obedecer a la ley moral y, en una medida que puede variar, a la autoridad específicamente moral.

*Origen del poder: Toda autoridad viene de Dios. La sociedad civil es natural en su origen y en su naturaleza, según queda demostrado más arriba. Aunque muchas sociedades particulares se han formado por la libre asociación de sus miembros, como el estado social es necesario al hombre, las sociedades así formadas no son menos naturales, y queridas de Dios. Por consiguiente la autoridad, sin la cual no hay sociedad posible, viene siempre de Dios como de su primera fuente.

*Estado, Nación, Patria: Estas tres palabras no son rigurosamente sinónimas. En efecto, designan realidades que pueden ser materialmente idénticas, pero que no lo son necesariamente ni siempre.

El Estado es una agrupación de familias sometidas a leyes comunes, bajo un gobierno autónomo y viviendo en un territorio propio e independiente. Este es el aspecto material del Estado. En un sentido más formal, el Estado designa al mismo gobierno y a la sede del poder político, así como los servicios generales necesarios al gobierno del país.

La Nación representa más bien una unidad moral que proviene de la comunidad de raza o al menos de tradiciones, de costumbres y de lengua. Diversas naciones pueden formar juntas un solo Estado, que generalmente tiende al federalismo, que garantizan mejor a cada nacionalidad el respeto y el mantenimiento de las cosas que la caracterizan.

La Patria, etimológicamente tierra paterna, es la nación considerada como una gran familia, que se enraíza en la lejanía de las edades pasadas y se prolonga hacia el porvenir, y cuyos miembros están unidos entre sí por especiales lazos de mutua afección y solidaridad.

*Funciones especiales del poder civil: El poder civil ejerce tres clases de funciones: establece las leyes (poder legislativo), ordena y dirige su ejecución (poder ejecutivo) y juzga los diversos delitos (poder judicial).

*Las diversas formas del poder civil: Se suelen distinguir tres formas o tipos de gobierno: el tipo monárquico, cuando el poder reside en una sola persona; el tipo aristocrático, cuando el poder es ejercido en común por diversas personas; el tipo democrático, cuando el poder es ejercido por el mismo pueblo, sea directamente, sea indirectamente, por medio de sus representantes.

El poder civil es de ordinario de naturaleza mixta, es decir, una combinación más o menos equilibrada de las tres formas: ciertas constituciones monárquicas son verdaderas democracias (el rey reina, pero no gobierna),  algunas constituciones democráticas admiten, en diversas formas, una parte de aristocracia (cámara de los lores, de los pares, senadores vitalicios, etc.), otras se acercan más a la monarquía electiva.

Las antiguas dictaduras consistían en poner en las manos de un hombre todos los poderes del Estado durante un período limitado y en interés de la salud pública. La dictadura moderna es un sistema político en el que el poder absoluto queda delegado de por vida en las manos de un solo hombre, como representante de un partido o de una clase, que se consideran como los únicos capacitados para asegurar la prosperidad del Estado. La mayor parte de estas dictaduras tienden al totalitarismo. La tendencia totalitaria no es, desde luego, extraña a ciertas democracias, en las que las mayorías se convierten, conculcando el derecho, en verdaderos instrumentos de tiranía. 

 (Regis Jolivet, Curso de Filosofía)

Moral social I

 

La moral social tiene por fin resolver los problemas morales que conciernen a los tres grados de la vida social, a saber: la sociedad doméstica, la sociedad civil y la sociedad internacional.

 

I.- Noción de la sociedad

De una manera general, una sociedad humana es una unión moral estable, bajo una misma autoridad, de varias personas, físicas o morales, que tienden a un fin común. Sólo con gran impropiedad se habla de sociedades de animales, porque entre ellos no puede haber autoridad, por carecer de razón.

Toda sociedad supone dos elementos, que son:

-Los miembros que la componen (materia de la sociedad)

-El fin común que naturalmente tienen, o que se han dado libremente (forma de la sociedad). Este fin común, y por tanto la autoridad que asegura su realización, es lo que especifica la sociedad.

Existen diferentes tipos de sociedades:

*Sociedades naturales: Son las que resultan de una necesidad natural (sociedad doméstica y sociedad civil). La sociedad civil tiene por fin realizar la seguridad y la prosperidad material y moral de sus miembros (bien común temporal).

*Sociedades contractuales: Son las que resultan de una libre convención entre personas físicas o morales (sociedades artísticas, sociedades de socorros mutuos, sociedades industriales, etc.).

*Sociedad religiosa: Su objetivo esencial es conducir a cada uno de sus miembros a su fin último personal.

Siendo el hombre a la vez miembro de una familia, miembro de una sociedad civil y miembro de una sociedad religiosa, tiene, desde este triple punto de vista, deberes que cumplir.

 

II.- La sociedad doméstica

La sociedad doméstica se subdivide en sociedad conyugal entre esposos y en sociedad paterna, entre padres e hijos, formando estos dos elementos la familia, que podemos definir como la sociedad del marido y la mujer, así como de sus hijos que todavía no han formado un hogar. La familia es también un grupo de personas que se ayudan mutuamente, haciendo frente unidas a las necesidades comunes de la vida, comiendo en la misma mesa y calentándose en el mismo hogar. En un sentido más amplio, la familia reúne a todos los miembros de una misma parentela, y esta se basa en los lazos de la sangre.

 

a)       La sociedad conyugal

El matrimonio se puede definir como la unión del hombre y de la mujer, formando una comunidad de vida y una sola persona moral, para la procreación y la educación de los hijos y la mutua asistencia física y moral.

El matrimonio es de derecho natural por ser el único medio por el que el hombre puede realizar los fines de su naturaleza: propagación de la especie y asistencia mutua entre el hombre y la mujer.

El matrimonio no es obligatorio. Es evidente, en efecto, que el matrimonio es un bien social, más que individual; si bien es un deber para la mayor parte, sigue siendo optativo para muchos. No todos tienen la aptitud, el gusto, los medios, la salud o las virtudes que exige este estado. Otros tienen aspiraciones más altas y más absorbentes hacia el arte, la ciencia y sobre todo hacia la religión y la caridad, y su celibato está no sólo justificado sino que puede ser digno de los mayores elogios.  

El matrimonio debe ser monogámico: no puede existir legítimamente sino entre un solo hombre y una sola mujer, porque la monogamia es la que cumple con mayor seguridad los fines de la sociedad conyugal.

El matrimonio, además, debe ser indisoluble. El divorcio, en efecto, se opone a la perfecta realización de los fines del matrimonio: fundación y estabilidad de la familia, educación de los niños y mutuo sostén de los esposos. Es pues contrario al derecho natural, al menos en sus prescripciones secundarias.

Por último, los esposos tienen, mutuamente, deberes que pueden reducirse a tres principales. Se deben mutuamente: amor y fidelidad, colaboración generosa y perseverante en la constitución y prosperidad del hogar, apoyo mutuo en las pruebas y dificultades de la vida. Bien que los esposos pueden abstenerse de tener hijos, mientras esto se haga de común acuerdo y guardando la continencia; es, no obstante, conforme a su estado tenerlos; y al tenerlos, prestan un eminente servicio a la sociedad.

 

b)       La sociedad paterna

La sociedad paterna crea a los padres deberes para con sus hijos y a los hijos deberes para con sus padres. Así, los padres están obligados por la ley natural a dar a sus hijos la educación física, moral e intelectual que les es necesaria para hacer frente a las obligaciones de la vida. Los derechos de los padres derivan de sus deberes. Tienen el derecho de dar a sus hijos, sea por sí mismos, sea por maestros que ellos elijan, la educación física, moral e intelectual. Es eso un derecho natural que el Estado no puede reivindicar; porque el niño pertenece a sus padres antes de pertenecer al Estado.

No obstante, el Estado debe ayudar a los padres a cumplir convenientemente su deber natural de educadores, subvencionando a las escuelas, velando por el cumplimiento de las reglas de higiene, de moralidad, de capacidad profesional en los educadores, tomando a su cuidado a los niños sin familia y, llegado el caso, supliendo a los padres indignos y deficientes. Mas el Estado usurparía los derechos esenciales de los padres si se atribuyera el monopolio de la enseñanza y de la educación.

Los hijos deben a sus padres: amor y agradecimiento, por ser ellos sus primeros bienhechores; obediencia, porque los padres son los delegados naturales de Dios para dirigir a los niños en el camino del deber; asistencia y piedad filial, cuando sus padres, ya ancianos, tienen necesidad de su auxilio.

 

 (Regis Jolivet, Curso de Filosofía)

Humanismo cristiano contemporáneo 3


 Un humanismo cristiano para el siglo XXI


Dr. Francesc Torralba Roselló

Universitat Ramon Llull (Barcelona)

 

 

Barcelona, octubre de 2013

 

 

 

 

6. La reconstrucción del humanismo cristiano

 El antihumanismo, el biocentrismo y el posthumanismo constituyen tres anillos de una misma cadena que tiene como objetivo disolver el humanismo tradicional y la idea de hombre que está latente en él. La emergencia de estos tres sistemas de pensamiento no es nada marginal y la reconstrucción del humanismo debe tener a tales ideologías como interlocutores válidos. 

 

La reformulación del humanismo cristiano exige, por un lado, la recuperación de figuras filosóficas del siglo XX que fueron sistemáticamente ignoradas por la cultura oficial. Durante décadas de hegemonía del marxismo y del existencialismo, se ignoraron de manera persistente, las aportaciones de filósofos cristianos que edificaron un humanismo creíble y razonable. 

 

En este sentido, tal reconstrucción no puede partir ex nihilo, sino que debe partir de la labor ignorada de tales pensadores. La memoria del pasado no debe ser un excusa para encerrarse en él, sino una ocasión para ir más allá de él, para trascenderlo, pero recuperando sus fuentes originales. 

 Según nuestro modo de ver, la reconstrucción de tal humanismo pivota sobre tres ideas-clave que unidas constituyen un triángulo que actúa a modo de pilar. Estas tres tesis latentes e irrenunciables del humanismo cristiano son: la sublime dignidad de la persona humana, la equidad en la dignidad y la idea de interdependencia y la contingencia que emana del concepto bíblico de creación. 


 

4. 1. La sublime dignidad de la persona humana

No se trata, en esta fase final, de esgrimir los argumentos a favor de la dignidad de la persona humana, puesto que tal ejercicio exigiría un desarrollo muy exhaustivo. Se trata, simplemente, de identificar las tareas ineludibles que se tienen que desarrollar para fundamentar racionalmente un humanismo cristiano en el siglo XXI. 

 

La defensa de la sublime dignidad de la persona humana se puede desarrollar desde un punto de vista teológico y desde un punto de vista filosófico. En nuestro contexto cultural, la argumentación más plausible es la filosófica, puesto que la misma afirmación de Dios es objeto de discusión y derivar la dignidad humana de su condición de criatura Dei es un punto de partida que muchos interlocutores contemporáneos no admiten. Se debe, pues, argumentar partiendo de la misma riqueza y complejidad ontológica de la persona humana, de su valor entitativo, más allá de sus orígenes divinos. Esto no significa negar su condición de criatura, pero la astucia de la razón exige un tipo de argumentación que pueda ser admitida por un interlocutor secularizado. 

 

En esta argumentación es fundamental ahondar en la diferencia entre la persona y los brutos, así como en la diferencia entre la persona y el artefacto técnico. Más allá de los intentos de nivelar y de confundir, de homologar y de deconstruir las jerarquías, resulta esencial articular un discurso racional a favor de la riqueza de la persona y justificar su valor ético y jurídico especial. En esta tarea, no basta con identificar las propiedades de los brutos que más se asemejan al ser humano y establecer puentes y analogías, sino observar, cuál es la esencia del fenómeno humano, sus propiedades más íntimas y como aquéllas explican el desarrollo científico, cultural, religioso y tecnológico de la especie humana en el mundo. 


 

4. 2. Equidad en la dignidad. Contra el clasismo

Como expresa lúcidamente Edith Stein: para el cristiano no hay extranjeros. La equidad entre todos los seres humanos, más allá de sus diferencias patentes de raza, género, edad, inteligencia o cualesquiera que sean, constituye una tesis fundamental del humanismo cristiano que le sitúa a las antípodas de toda forma de clasismo, elitismo, racismo o gremialismo. La historia enseña cuáles son las consecuencias de aquellas ideologías que abren una zanja entre los seres humanos, que levantan un muro entre los que se consideran persona y los que no alcanzan tal nivel. 

 

La tesis de la equidad, que está bellamente expresada en el primer y segundo artículo de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre (1948), cuya redacción fue liderada por el mismo Jacques Maritain, tampoco es una evidencia para muchos de nuestros contemporáneos. Para algunos, tal equidad debe extenderse también a los artefactos y a los grandes simios, pues observan en ellos rasgos muy similares a la humana conditio; mientras que para otros, tal equidad no debe reconocerse a determinados grupos humanos, por ejemplos, a los seres humanos no-nacidos. 

 

Desde el humanismo cristiano, todo ser humano, por el mero hecho de serlo, tiene una dignidad inherente que emana de su ser y que tiene que ser respetada más allá de sus expresiones culturales, sociales, sexuales y físicas. Si este ser es vulnerable, por causa de su desarrollo incipiente o de una enfermedad que mutila sus capacidades inherentes, debe ser más respetado y amado que cualquier otro, puesto que necesita de la atención de los otros para poder sobrevivir a la dureza de la existencia. La vulnerabilidad física, psicológica, social o espiritual no son un pretexto para descartar el valor de un ser humano, sino un motivo para tener más cuidado de él. 

 

La fundamentación de tal equidad no resulta nada fácil, puesto que lo que se vislumbra a priori entre los seres humanos son grandes desemejanzas.  Sin embargo, más allá de las apariencias, existe una extraña raíz común, un sistema de necesidades y de posibilidades persistentes, una naturaleza humana que se expresa, analógicamente, en los distintos individua.  

 

Sólo se puede argumentar filosóficamente a favor de tal equidad si se buscan estos lugares comunes, estos rasgos universales que trascienden las apariencias. Ello exige recuperar para el siglo XXI la metafísica, como aquel discurso que va más allá de lo físico, de lo que se manifiesta a los sentidos externos. 


 

4. 3. Idea de creación. Interdependencia y contingencia

Una tercera idea está en la base del humanismo cristiano es la interdependencia de todos los seres que configuran el cosmos y su contingencia ontológica. Esta tesis emana del concepto de creatio, pero también está presente en otros universos espirituales, como en el Budismo, en el Taoísmo y, antes, en el Brahmanismo. Desde concepciones no religiosas, esta tesis es comúnmente aceptada. Desde la astrofísica hasta la ecología, se concibe el universo como un entorno donde todo afecta a todo y nada subsiste por sí mismo. La tesis se puede formular del siguiente modo: todo cuanto es, podría no haber existido nunca. Todo cuanto es, dejará de ser. Es, por lo tanto, contingente. 

 

De tal afirmación se deriva una idea clara: el ser humano no se ha dado a sí mismo la existencia, ni tampoco él ha dado la existencia a los otros seres vivos del Gran Teatro del Mundo. Se halla en él, pero podría no haber existir nunca. Esta contingencia tiene sus consecuencias éticas. El mundo no le pertenece, como no le pertenece la vida de ningún ser humano, ni siquiera la propia. La existencia es don y, como tal, debe ser cuidada y amada. Esta idea exige respeto y atención hacia toda forma de vida y cuidado por su ser. 

 

Esta tercera idea incluye una segunda versión: todo cuanto hay es interdependiente, lo que significa que una pequeña alteración en una parte afecta al Todo. La interdependencia se contrapone directamente a la idea de autosuficiencia. El ser humano depende del entorno, del agua, del aire, en definitiva, del equilibrio ecológico del mundo. Del mismo modo, las otras especies dependen también del círculo de la vida y de la acción humana. Si todo es interdependiente, la acción no puede percibirse de modo individualista, porque tiene siempre efectos para otros, ya sea a corto o a largo plazo. 

 

La idea de interdependencia exige cura por el mundo, equilibrio en las acciones, responsabilidad en los comportamientos. Sin embargo, de la idea de interdependencia y de equidad no se deriva la idea de igualdad ontológica o igualdad jurídica. Todos los seres son contingentes e interdependientes, pero cada uno tiene su naturaleza, sus propiedades, su complejidad y su riqueza inherente. El ser humano, precisamente, porque puede llegar a ser consciente de su presencia en el mundo, tiene un grado de responsabilidad mayor a la hora de gestionar su libertad en él. 


 

5. A modo de conclusión

En definitiva, la tarea de reconstruir el humanismo cristiano en el siglo XXI no es baladí. Hay mucho en juego. Las traducciones políticas, sociales y educativas de un humanismo sin el hombre, del posthumanismo o del biocentrismo radical son nefastas para la especie humana y pueden acarrear un grave retroceso social. El argumento consecuencialista enseña que cuando se olvida el principio de la eminente dignidad de toda persona, todo es posible. La historia avala en muchos casos tal aseveración. 

 

En tal reconstrucción se debe partir de un diálogo con todas las tendencias humanistas, sean o no de corte cristiano o de genealogía religiosa. A pesar de que no existen ya ismos filosóficos, sí que existen figuras que defiende el valor de lo humano y su dignidad frente a la tecnolatría y al biocentrismo. El humanismo cristiano del siglo XXI será permeable o no será. Dicho de otro modo, tendrá que establecer alianzas con otros humanismos emergentes ya sea de signo confesional o no, pues lo más relevante es la defensa de la persona humana, más allá de los modos de argumentar. 

 

El progreso de los pueblos y de las naciones depende del humanismo, de un humanismo que trascienda la idolatría de lo humano, el antropocentrismo miope y radical que convierte al ser humano en autosuficiente, pero también la destrucción de toda jerarquía ontológica, que sitúa al ser humano en el mismo plano del simio o el orangután. Para tal tarea, la aportación filosófica y teológica de la filósofa judía Edith Stein puede jugar un papel decisivo, pues sus argumentaciones a favor de la eminente dignidad de la persona humana en el conjunto del cosmos y su visión de la contingencia y de la creación tienen plena vigencia. 

 

Los interlocutores han cambiado y los contextos se han transformado, pero la filosofía de Edith Stein es semilla creativa para el futuro. 

 

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Humanismo cristiano contemporáneo 2

 

Un humanismo cristiano para el siglo XXI

 

Dr. Francesc Torralba Roselló

Universitat Ramon Llull (Barcelona)

 

Barcelona, octubre de 2013

 

 

 

3. La eclosión del antihumanismo 

Si desde el humanismo se ubica al ser humano en el centro del cosmos y se le dota de un valor cualitativamente superior a cualquier otra entidad; desde el antihumanismo, su tesis opuesta, el ser humano es una expresión más de la naturaleza, una manifestación tardía y destructiva, pero carente de relevancia. Lo más irónico es que el antihumanismo también es un producto humano, el resultado de la reflexión filosófica sobre la propia condición humana. 

 

Una de las corrientes filosóficas que decididamente adopta una posición antihumanista es el estructuralismo. Se trata de una tendencia filosófica que surge en los años sesenta del siglo pasado, especialmente, en Francia. Es un estilo de pensar que reúne personalidades muy diferentes entre sí, sobresalientes en los terrenos de las ciencias humanas, tales como LéviStrauss, Roland Barthes, Jacques Lacan, Michel Foucault y Louis Althusser, entre otros.

 Este grupo heterogéneo e influyente de pensadores comparten, entre otras ideas, una actitud general de rechazo al humanismo y, de manera especial, al humanismo existencialista representado, en Francia, por Jean Paul Sartre y el mismo Albert Camus. Los estructuralistas estudian el ser humano desde afuera, como cualquier fenómeno natural, “como se estudia a las hormigas”, según expresión de Lévi-Strauss. Tratan de elaborar comprensiones que expliquen los comportamientos humanos a partir de sistemas y, más particularmente, de estructuras. 

 

De este modo, el ser humano es la resultante de una serie de estructuras, pero carece de una identidad en sí mismo. Se trata de estructuras que no son evidentes, ni superficiales, que no se perciben conscientemente  y que limitan y coaccionan la acción humana. Independientemente del objeto de estudio, la filosofía estructuralista tiende a hacer resaltar lo inconciente y los condicionamientos en vez de la consciencia o la libertad humana que es lo que subraya propiamente el existencialismo ateo. 


Lévi-Strauss, uno de los pensadores más críticos con el humanismo occidental y moderno, define la sociedad moderna como un “cataclismo monstruoso” que amenaza con deglutir a todo el planeta, y en este sentido anticipa muchos de los temas de los movimientos ecológicos que surgirán a finales del siglo XX. Para él, el progreso ha sido posible sólo a costa de la violencia, la esclavitud, el colonialismo, la destrucción de la naturaleza; por lo cual es sólo una visión etnocéntrica de nuestra civilización, un mito. A su juicio, el progreso no existe, ni siquiera la idea de historia. 

 

Para Lévi-Strauss, no existe un sujeto individual, ni tampoco un sujeto colectivo. Según su particular punto de vista, nuestra sociedad funciona como una máquina termodinámica, que produce un alto nivel de orden a costa de un gran consumo de energía y de desigualdades internas, en otras palabras, una máquina que genera entropía: un desorden global mayor que el orden interno. Por el contrario, las sociedades primitivas son frías porque tratan de limitar los cambios, tratan de evitar la historia. Lo hacen manteniendo un bajo standard de vida, tratando de controlar el crecimiento demográfico y basando el poder en el consenso. 

 

Como dice el pensador francés, “el fin último de las ciencias humanas no es construir al hombre, sino disolverlo”. En efecto, el ser humano se convierte en un objeto parcelado por las ciencias. Cada cual describe de él un fragmento, una particularidad, pero se pierde definitivamente la visión integral y aquellas definiciones clásicas sobre su esencia se convierten en problemáticas, casi en tópicos inercialmente repetidos a lo largo de siglos. 

 

Según Michel Foucault uno de los obstáculos más graves con los que se enfrenta el pensamiento actual es la idea de humanismo. Por ello, una de las tareas principales de su obra es la de depurar el campo filosófico de tal idea. A juicio de Foucault, los trabajos de Lévi-Strauss, Lacan i Dumézil borran no sólo la imagen tradicional que se tenía del hombre, sino que, tienden a convertir en inútil para la investigación y el pensamiento, la misma idea del hombre. Desde su punto de vista, la herencia más gravosa que hemos recibido del siglo XIX y de la que ha llegado la hora de desembarazarse es el humanismo. 

 

En Las palabras y las cosas, Michel Foucault sugiere que es hora de despertar de este sueño antropológico, parafraseando a Immanuel Kant y a su sueño dogmático (dogmatisches Traum). Es hora de que el pensamiento se libere de este tipo de humanismo. Se refiere directamente a la muerte del hombre, de una esencia humana. Según su punto de vista, a medida que se desarrollan investigaciones sobre el ser humano en concreto, se disuelve la idea de una esencia humana compartida por todos. 

 

El hombre desaparece en filosofía no tanto como objeto de saber cuanto como sujeto de libertad y de existencia, ya que el hombre sujeto, el hombre sujeto de su propia consciencia y de su propia libertad es, en el fondo, una imagen correlativa de Dios. El hombre del siglo XIX es el Dios encarnado en la humanidad. Se produce una especie de teologización del hombre, un retorno de Dios a la tierra. 

 

La muerte de Dios conduce, inevitablemente, a la muerte del hombre. Si hombre no es una constante del pensamiento humano, sino una creación reciente, que surge del interior de la ciencia particular de la cultura europea, su derrumbe tiene graves consecuencias. Michel Foucault, al final de Las palabras y las cosas, parece presentir una suerte de terremoto que va a destruir las antiguas formas de pensar, abriendo paso a un pensamiento nuevo. 


 

4. La emergencia del biocentrismo

El ser humano es concebido, por el biocentrismo, como una expresión tardía y destructiva de la vida. En este planteamiento, la vida es el centro de gravedad, lo que realmente tiene valor y el ser humano una expresión efímera y tardía de la vida. Desde esta perspectiva, el antropocentrismo nos ha conducido a una comprensión instrumental de la naturaleza, a la explotación indiscriminada de la misma y a una situación de saturación de consecuencias irreversibles. El error fue situar al ser humano en el centro del universo, como la medida de todas las cosas, en palabras de Protágoras. 

 

Lo que postura el biocentrismo, es la defensa de la vida, de toda forma y expresión de vida, en un plano de igualdad ontológica. La expresión militante del biocentrismo se halla en la ecología profunda. Ésta se define a sí misma como tal, por considerar que es profunda al promover un giro copernicano, revirtiendo la forma de entender el mundo al promover una igualdad intrínseca de todos los seres vivientes, incluidos los humanos. Por lo mismo, rechaza lo que considera una de las causas de la crisis medioambiental: la superioridad del ser humano sobre la naturaleza surgida, supuestamente, del mandato bíblico. 

 

El gran giro de esta forma de pensar consiste en desplazar a la persona humana como centro de la creación en función de otras especies de la naturaleza. Por deducción lógica, sus partidarios concluyen que, dado que la naturaleza ha sido dañada por la acción del ser humano, es necesario compensar esta situación permitiendo el florecimiento de otras especies. 

 

Más allá del biocentrismo radical, está el biocentrismo moderado, desde donde se considera que todos los seres vivos son dignos de consideración moral, aunque pueda jerarquizarse sin caer en el especieísmo a través del respeto por el telos de cada organismo. 

 

Frente al biocentrismo extremo, el moderado es capaz de operacionalizar la ética y de establecer una manera de resolver las problemáticas derivadas de la ponderación en la importancia de la vida de seres diferentes. Si bien es cierto que el ser humano no puede pasar por la vida sin aniquilar a otros seres vivos, hay múltiples vías para minimizar el daño y la devastación que causa. El ser humano es portador de una especial responsabilidad moral en virtud de su capacidad técnica y científica de destruir la vida de la tierra. 

 

No cabe duda que desde el humanismo, sea o no cristiano, no pueden compartirse tales posiciones que implican un desprecio por la dignidad de la persona humana. Desde el humanismo se trata de poner todo el empeño posible, con todos los recursos disponibles, en el desarrollo de políticas medioambientales que contemplen las necesidades de las personas concretas, especialmente de los más vulnerables. 

 

Del humanismo emerge una política que tiene como fin promover un desarrollo con justicia y equidad, satisfaciendo las necesidades de millones de seres humanos que requieren educación, salud y bienestar general, y asegurando una adecuada protección del medioambiente para éstas y las generaciones venideras. 


 

5. La emergencia del posthumanismo

Posthumanismo es un término vago usado de manera plural en esta primera década del siglo XXI. Es el resultado de metamorfosis filosóficas, tecnológicas e históricas.   

 

Desde el humanismo clásico, el yo es ontológicamente distinto del cuerpo y posee libertad y capacidad para conocer verdades absolutas. En contraste, el posthumanismo o también denominado transhumanismo, parte de la tesis que el yo es histórico y que se construye socialmente mediante las relaciones sociales, las prácticas, los discursos y las instituciones y que está inmerso en la realidad social. Para los posthumanistas, la técnica es un medio para conseguir un mayor control sobre el mundo natural, sobre nuestros cuerpos y para la misma evolución, garantizando mayores opciones para nuestra vida y permitiéndonos diseñar nuestros cuerpos, nuestro mundo y la dirección del desarrollo de la especie. 

 

Uno de los máximos representantes de esta corriente, que ve en la técnica una herramienta de liberación y de progreso, capaz de transformar la estructura más íntima del ser humano y hacerle cualitativamente mejor de lo que ha sido hasta el presente, es el filósofo alemán Peter Sløterdijk. Pone en entredicho el valor de los libros y de la educación para cambiar la faz del ser humano e insinúa cómo a través de las técnicas aplicadas a la vida será posible vencer barreras y superar límites que el viejo humanismo no permitía ni siquiera contemplar. El hombre deja de ser sacra res, bella expresión de Séneca, para convertirse en un objeto moldeable, que puede programarse y diseñarse para conseguir fines nobles. 

 

El posthumanismo de Peter Sløterdijk abandona el teocentrismo antiguo, propio del Medievo, pero también se separa del humanismo antropológico de la Modernidad, heredero del Renacimiento, y toma otros ejes: suplanta la diferencia entre lo natural y lo cultural, plantea los derechos civiles de las máquinas y se refiere a un código antropotécnico para la selección de nuevas formas del ser humano a través de la manipulación genética. 

 

El provocativo pensador alemán que suscita ahí donde expone su pensamiento tanto filias como fobias, rompe tabúes y se refiere directamente a la crianza de seres humanos y al diseño de sus estructuras genéticas. Ésta es la idea que sugiere sutilmente en su conocido ensayo, Normas para el parque humano, un comentario a la Carta sobre el humanismo del Martin Heidegger, que suscitó un intenso debate en Alemania y una dura polémica intelectual con Jürgen Habermas. Ésta fue, quizás, la polémica filosófica más mediática de los últimos veinte años. 

 

Desde el posthumanismo, se concibe al ser humano como un equipo técnico y se cree que las nuevas herramientas tecnológicas pueden promover un pensamiento en comunidad. Según Peter Sløterdijk, se debe prescindir de una interpretación humanista del mundo estructurada sobre la dicotomía sujetoobjeto, porque los hombres necesitan relacionarse entre ellos, pero también con las máquinas, los animales, las plantas y deben aprender a tener una relación polivalente con el entorno.  

 

(continúa)

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