Tercer principio: La subsidiaridad
Es imposible promover la dignidad de la persona
si no se cuidan la familia, los grupos, las asociaciones, las realidades
territoriales locales, en definitiva, aquellas expresiones agregativas de tipo
económico, social, cultural, deportivo, recreativo, profesional, político, a
las que las personas dan vida espontáneamente y que hacen posible su efectivo
crecimiento social. Es éste el ámbito de la sociedad civil, entendida como el
conjunto de las relaciones entre individuos y entre sociedades intermedias, que
se realizan en forma originaria y gracias a la subjetividad creativa del
ciudadano. La red de estas relaciones forma el tejido social y constituye la
base de una verdadera comunidad de personas, haciendo posible el reconocimiento
de formas más elevadas de sociabilidad.
Como no se puede quitar a los individuos y
darlo a la comunidad lo que ellos pueden realizar con su propio esfuerzo e
industria, así tampoco es justo, constituyendo un grave perjuicio y
perturbación del recto orden, quitar a las comunidades menores e inferiores lo
que ellas pueden hacer y proporcionar y dárselo a una sociedad mayor y más
elevada, ya que toda acción de la sociedad, por su propia fuerza y naturaleza,
debe prestar ayuda a los miembros del cuerpo social, pero no destruirlos y
absorberlos.
Conforme a este principio, todas las sociedades
de orden superior deben ponerse en una actitud de ayuda («subsidium») —por tanto de apoyo, promoción, desarrollo— respecto a
las menores. De este modo, los cuerpos sociales intermedios pueden desarrollar
adecuadamente las funciones que les competen, sin deber cederlas injustamente a
otras agregaciones sociales de nivel superior, de las que terminarían por ser
absorbidos y sustituidos y por ver negada, en definitiva, su dignidad propia y
su espacio vital.
A la subsidiaridad entendida en sentido
positivo, como ayuda económica, institucional, legislativa, ofrecida a las
entidades sociales más pequeñas, corresponde una serie de implicaciones en
negativo, que imponen al Estado abstenerse de cuanto restringiría, de hecho, el
espacio vital de las células menores y esenciales de la sociedad. Su
iniciativa, libertad y responsabilidad, no deben ser suplantadas.
El principio de subsidiaridad protege a las
personas de los abusos de las instancias sociales superiores e insta a estas
últimas a ayudar a los particulares y a los cuerpos intermedios a desarrollar
sus tareas. Este principio se impone porque toda persona, familia y cuerpo
intermedio tiene algo de original que ofrecer a la comunidad. La experiencia
constata que la negación de la subsidiaridad, o su limitación en nombre de una
pretendida democratización o igualdad de todos en la sociedad, limita y a veces
también anula, el espíritu de libertad y de iniciativa.
Con el principio de subsidiaridad contrastan
las formas de centralización, de burocratización, de asistencialismo, de
presencia injustificada y excesiva del Estado y del aparato público. La
ausencia o el inadecuado reconocimiento de la iniciativa privada, incluso
económica, y de su función pública, así como también los monopolios,
contribuyen a dañar gravemente el principio de subsidiaridad.
A la actuación del principio de subsidiaridad
corresponden: el respeto y la promoción efectiva del primado de la persona y de
la familia; la valoración de las asociaciones y de las organizaciones
intermedias, el impulso ofrecido a la iniciativa privada, a fin que cada
organismo social permanezca, con las propias peculiaridades, al servicio del
bien común; la descentralización burocrática y administrativa; el equilibrio
entre la esfera pública y privada, con el consecuente reconocimiento de la
función social del sector privado; una adecuada responsabilización del
ciudadano para ser parte activa de la realidad política y social del país.
Diversas circunstancias pueden aconsejar que el
Estado ejercite una función de suplencia. Piénsese, por ejemplo, en las
situaciones donde es necesario que el Estado mismo promueva la economía, a
causa de la imposibilidad de que la sociedad civil asuma autónomamente la
iniciativa; piénsese también en las realidades de grave desequilibrio e
injusticia social, en las que sólo la intervención pública puede crear
condiciones de mayor igualdad, de justicia y de paz. A la luz del principio de
subsidiaridad, sin embargo, esta suplencia institucional no debe prolongarse y
extenderse más allá de lo estrictamente necesario, dado que encuentra
justificación sólo en lo excepcional de la situación. En todo caso, el bien
común correctamente entendido, cuyas exigencias no deberán en modo alguno estar
en contraste con la tutela y la promoción del primado de la persona y de sus principales
expresiones sociales, deberá permanecer como el criterio de discernimiento
acerca de la aplicación del principio de subsidiaridad.
LA PARTICIPACIÓN. Consecuencia
característica de la subsidiaridad es la participación, que se expresa,
esencialmente, en una serie de actividades mediante las cuales el ciudadano,
como individuo o asociado a otros, directamente o por medio de los propios
representantes, contribuye a la vida cultural, económica, política y social de
la comunidad civil a la que pertenece. La participación es un deber que todos
han de cumplir conscientemente, en modo responsable y con vistas al bien común.
La participación en la vida comunitaria no es
solamente una de las mayores aspiraciones del ciudadano, llamado a ejercitar
libre y responsablemente el propio papel cívico con y para los demás, sino
también uno de los pilares de todos los ordenamientos democráticos, además de
una de las mejores garantías de permanencia de la democracia. El gobierno
democrático, en efecto, se define a partir de la atribución, por parte del
pueblo, de poderes y funciones, que deben ejercitarse en su nombre, por su
cuenta y a su favor; es evidente, pues, que toda democracia debe ser
participativa. Lo cual comporta que los diversos sujetos de la comunidad civil,
en cualquiera de sus niveles, sean informados, escuchados e implicados en el
ejercicio de las funciones que ésta desarrolla.
Cuarto principio: La solidaridad
La solidaridad confiere particular relieve a la
intrínseca sociabilidad de la persona humana, a la igualdad de todos en
dignidad y derechos, al camino común de los hombres y de los pueblos hacia una
unidad cada vez más convencida. Nunca como hoy ha existido una conciencia tan
difundida del vínculo de interdependencia entre los hombres y entre los
pueblos, que se manifiesta a todos los niveles. La vertiginosa multiplicación
de las vías y de los medios de comunicación en tiempo real, como las telecomunicaciones,
los extraordinarios progresos de la informática, el aumento de los intercambios
comerciales y de las informaciones son testimonio de que por primera vez desde
el inicio de la historia de la humanidad ahora es posible, al menos
técnicamente, establecer relaciones aun entre personas lejanas o desconocidas.
Junto al fenómeno de la interdependencia y de
su constante dilatación, persisten, por otra parte, en todo el mundo,
fortísimas desigualdades entre países desarrollados y países en vías de desarrollo,
alimentadas también por diversas formas de explotación, de opresión y de
corrupción, que influyen negativamente en la vida interna e internacional de
muchos Estados. El proceso de aceleración de la interdependencia entre las
personas y los pueblos debe estar acompañado por un crecimiento en el plano
ético-social igualmente intenso, para así evitar las nefastas consecuencias de
una situación de injusticia de dimensiones planetarias, con repercusiones
negativas incluso en los mismos países actualmente más favorecidos.
LA SOLIDARIDAD COMO
PRINCIPIO SOCIAL Y COMO VIRTUD MORAL. Las nuevas relaciones
de interdependencia entre hombres y pueblos, que son, de hecho, formas de
solidaridad, deben transformarse en relaciones que tiendan hacia una verdadera
y propia solidaridad ético-social, que es la exigencia moral ínsita en todas
las relaciones humanas. La solidaridad se presenta, por tanto, bajo dos
aspectos complementarios: como principio social y como virtud moral.
La solidaridad debe captarse, ante todo, en su
valor de principio social ordenador de las instituciones, según el cual las “estructuras
de pecado”, que dominan las relaciones entre las personas y los pueblos, deben
ser superadas y transformadas en estructuras de solidaridad, mediante la
creación o la oportuna modificación de leyes, reglas de mercado, ordenamientos.
La solidaridad es también una verdadera y
propia virtud moral, no un sentimiento superficial por los males de tantas
personas, cercanas o lejanas. Al contrario, es la determinación firme y
perseverante de empeñarse por el bien común; es decir, por el bien de todos y
cada uno, para que todos seamos verdaderamente responsables de todos. La
solidaridad se eleva al rango de virtud social fundamental, ya que se coloca en
la dimensión de la justicia, virtud orientada por excelencia al bien común.
SOLIDARIDAD Y CRECIMIENTO COMÚN DE LOS HOMBRES.
El mensaje de la doctrina social acerca de la solidaridad pone en evidencia el
hecho de que existen vínculos estrechos entre solidaridad y bien común,
solidaridad y destino universal de los bienes, solidaridad e igualdad entre los
hombres y los pueblos, solidaridad y paz en el mundo. El término solidaridad
expresa en síntesis la exigencia de reconocer en el conjunto de los vínculos
que unen a los hombres y a los grupos sociales entre sí, el espacio ofrecido a
la libertad humana para ocuparse del crecimiento común, compartido por todos.
El compromiso en esta dirección se traduce en la aportación positiva que nunca
debe faltar a la causa común, en la búsqueda de los puntos de posible entendimiento
incluso allí donde prevalece una lógica de separación y fragmentación, en la
disposición para gastarse por el bien del otro, superando cualquier forma de
individualismo y particularismo.
El principio de solidaridad implica que los
hombres de nuestro tiempo cultiven aún más la conciencia de la deuda que tienen
con la sociedad en la cual están insertos: son deudores de aquellas condiciones
que facilitan la existencia humana, así como del patrimonio, indivisible e
indispensable, constituido por la cultura, el conocimiento científico y
tecnológico, los bienes materiales e inmateriales, y todo aquello que la
actividad humana ha producido. Semejante deuda se salda con las diversas
manifestaciones de la actuación social, de manera que el camino de los hombres
no se interrumpa, sino que permanezca abierto para las generaciones presentes y
futuras, llamadas unas y otras a compartir, en la solidaridad, el mismo don.
(Extraído del Compendio de Doctrina Social de la Iglesia, del Pontificio Consejo de Justicia y Paz)
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