jueves, 24 de marzo de 2022

 

¿Qué dice la Doctrina Social de la Iglesia sobre

la economía?



La actividad económica y el progreso material deben ponerse al servicio del hombre y de la sociedad: dedicándose a ellos con la fe, la esperanza y la caridad de los discípulos de Cristo, la economía y el progreso pueden transformarse en lugares de salvación y de santificación. La fe en Jesucristo permite una comprensión correcta del desarrollo social, en el contexto de un humanismo integral y solidario.

 

Los bienes, aun cuando son poseídos legítimamente, conservan siempre un destino universal. Toda forma de acumulación indebida es inmoral, porque se halla en abierta contradicción con el destino universal que Dios creador asignó a todos los bienes.

Las riquezas realizan su función de servicio al hombre cuando son destinadas a producir beneficios para los demás y para la sociedad. Las riquezas son un bien que viene de Dios: quien lo posee lo debe usar y hacer circular, de manera que también los necesitados puedan gozar de él; el mal se encuentra en el apego desordenado a las riquezas, en el deseo de acapararlas.

 

1) Moral y economía

v  La doctrina social de la Iglesia insiste en la connotación moral de la economía. Las leyes económicas establecen, desde luego, con toda certeza qué fines no y cuáles sí, y con qué medios, puede alcanzar la actividad humana dentro del orden económico; pero la razón también, apoyándose en la naturaleza de las cosas y del hombre, individual y socialmente considerado, demuestra claramente que a ese orden económico en su totalidad le ha sido prescrito un fin por Dios Creador. Esa ley moral nos manda buscar en la totalidad de nuestras acciones nuestro fin supremo y último.

 

v  La relación entre moral y economía es necesaria e intrínseca: actividad económica y comportamiento moral se compenetran íntimamente. La necesaria distinción entre moral y economía no comporta una separación entre los dos ámbitos, sino al contrario, una reciprocidad importante.

 

v  Dar el justo y debido peso a las razones propias de la economía no significa rechazar como irracional toda consideración de orden metaeconómico, precisamente porque el fin de la economía no está en la economía misma, sino en su destinación humana y social.

 

v  La dimensión moral de la economía hace entender que la eficiencia económica y la promoción de un desarrollo solidario de la humanidad son finalidades estrechamente vinculadas, más que separadas o alternativas. La moral, constitutiva de la vida económica, no es ni contraria ni neutral: cuando se inspira en la justicia y la solidaridad, constituye un factor de eficiencia social para la misma economía.

 

v  EL CAPITALISMO: Si por “capitalismo” se entiende un sistema económico que reconoce el papel fundamental y positivo de la empresa, del mercado, de la propiedad privada y de la consiguiente responsabilidad para con los medios productivos, de la libre creatividad humana en el sector de la economía, la respuesta es ciertamente positiva, aunque quizá sería más apropiado hablar de “economía de empresa”, “economía de mercado” o simplemente de “economía libre”. Pero si por “capitalismo” se entiende un sistema en el cual la libertad, en el ámbito económico, no está encuadrada en un sólido contexto jurídico que la ponga al servicio de la libertad humana integral y la considere como una particular dimensión de la misma, cuyo centro es ético y religioso, entonces la respuesta es absolutamente negativa.

 

2) Iniciativa privada y empresa

v  La doctrina social de la Iglesia considera la libertad de la persona en campo económico un valor fundamental y un derecho inalienable que hay que promover y tutelar. Esta enseñanza pone en guardia contra las consecuencias negativas que se derivarían de la restricción o de la negación del derecho de iniciativa económica. La experiencia nos demuestra que la negación de tal derecho o su limitación en nombre de una pretendida “igualdad” de todos en la sociedad reduce o, sin más, destruye de hecho el espíritu de iniciativa, es decir, la subjetividad creativa del ciudadano.

 

v  La iniciativa económica debe gozar, por tanto, de un espacio amplio. El Estado tiene la obligación moral de imponer vínculos restrictivos sólo en orden a las incompatibilidades entre la persecución del bien común y el tipo de actividad económica puesta en marcha, o sus modalidades de desarrollo.

 

v  La empresa debe caracterizarse por la capacidad de servir al bien común de la sociedad mediante la producción de bienes y servicios útiles. Además de esta función típicamente económica, la empresa desempeña también una función social, creando oportunidades de encuentro, de colaboración, de valoración de las capacidades de las personas implicadas.

 

v  La doctrina social reconoce la justa función del beneficio, como primer indicador del buen funcionamiento de la empresa. Esto no puede hacer olvidar el hecho que no siempre el beneficio indica que la empresa esté sirviendo adecuadamente a la sociedad. Es posible, por ejemplo, que los balances económicos sean correctos y que al mismo tiempo los hombres, que constituyen el patrimonio más valioso de la empresa, sean humillados y ofendidos en su dignidad. Es indispensable que, dentro de la empresa, la legítima búsqueda del beneficio se armonice con la irrenunciable tutela de la dignidad de las personas que a título diverso trabajan en la misma.

 

v  Si en la actividad económica y financiera la búsqueda de un justo beneficio es aceptable, el recurso a la usura está moralmente condenado. Esta condena se extiende también a las relaciones económicas internacionales, especialmente en lo que se refiere a la situación de los países menos desarrollados, a los que no se pueden aplicar sistemas financieros abusivos, si no usurarios.

 

3) Instituciones económicas al servicio del hombre

v  El libre mercado es una institución socialmente importante por su capacidad de garantizar resultados eficientes en la producción de bienes y servicios. Históricamente, el mercado ha dado prueba de saber iniciar y sostener, a largo plazo, el desarrollo económico.

 

v  La doctrina social de la Iglesia aprecia las seguras ventajas que ofrecen los mecanismos del libre mercado, tanto para utilizar mejor los recursos, como para agilizar el intercambio de productos. Un mercado verdaderamente competitivo es un instrumento eficaz para conseguir importantes objetivos de justicia: moderar los excesos de ganancia de las empresas; responder a las exigencias de los consumidores; realizar una mejor utilización y ahorro de los recursos; premiar los esfuerzos empresariales y la habilidad de innovación; hacer circular la información, de modo que realmente se puedan comparar y adquirir los productos en un contexto de sana competencia.

 

v  El libre mercado no puede juzgarse prescindiendo de los fines que persigue y de los valores que transmite a nivel social. El mercado, en efecto, no puede encontrar en sí mismo el principio de la propia legitimación. Pertenece a la conciencia individual y a la responsabilidad pública establecer una justa relación entre medios y fines. La utilidad individual del agente económico, aunque legítima, no debe jamás convertirse en el único objetivo. Al lado de ésta, existe otra, igualmente fundamental y superior, la utilidad social.

 

v  La doctrina social de la Iglesia, aun reconociendo al mercado la función de instrumento insustituible de regulación dentro del sistema económico, pone en evidencia la necesidad de sujetarlo a finalidades morales que aseguren y, al mismo tiempo, circunscriban adecuadamente el espacio de su autonomía. La idea que se pueda confiar sólo al mercado el suministro de todas las categorías de bienes no puede compartirse, porque se basa en una visión reductiva de la persona y de la sociedad.

 

v  Los agentes deben ser efectivamente libres para comparar, evaluar y elegir entre las diversas opciones. Sin embargo la libertad, en ámbito económico, debe estar regulada por un apropiado marco jurídico, capaz de ponerla al servicio de la libertad humana integral.

 

v  La acción del Estado y de los demás poderes públicos debe conformarse al principio de subsidiaridad y crear situaciones favorables al libre ejercicio de la actividad económica; debe también inspirarse en el principio de solidaridad y establecer los límites a la autonomía de las partes para defender a la más débil. La solidaridad sin subsidiaridad puede degenerar fácilmente en asistencialismo, mientras que la subsidiaridad sin solidaridad corre el peligro de alimentar formas de localismo egoísta. Para respetar estos dos principios fundamentales, la intervención del Estado en ámbito económico no debe ser ni ilimitada, ni insuficiente, sino proporcionada a las exigencias reales de la sociedad.

 

v  La tarea fundamental del Estado en ámbito económico es definir un marco jurídico apto para regular las relaciones económicas. La actividad económica, sobre todo en un contexto de libre mercado, no puede desarrollarse en un vacío institucional, jurídico y político. Para llevar a cabo su tarea, el Estado debe elaborar una oportuna legislación, pero también dirigir con circunspección las políticas económicas y sociales.

 

v  Los ingresos fiscales y el gasto público asumen una importancia económica crucial para la comunidad civil y política: el objetivo hacia el cual se debe tender es lograr una finanza pública capaz de ser instrumento de desarrollo y de solidaridad. La finanza pública se orienta al bien común cuando se atiene a algunos principios fundamentales: el pago de impuestos como especificación del deber de solidaridad; racionalidad y equidad en la imposición de los tributos; rigor e integridad en la administración y en el destino de los recursos públicos. En la redistribución de los recursos, las finanzas públicas deben seguir los principios de la solidaridad, de la igualdad, de la valoración de los talentos, y prestar gran atención al sostenimiento de las familias, destinando a tal fin una adecuada cantidad de recursos.

 

4) Las “res novae” en la economía

v  Nuestro tiempo está marcado por el complejo fenómeno de la globalización económico-financiera. La globalización alimenta nuevas esperanzas, pero origina también grandes interrogantes. Puede producir efectos potencialmente beneficiosos para toda la humanidad. Pero se descubren también los riesgos. No faltan indicios reveladores de una tendencia al aumento de las desigualdades, ya sea entre países avanzados y países en vías de desarrollo, ya sea al interior de los países. En definitiva, el desafío consiste en asegurar una globalización en la solidaridad, una globalización sin dejar a nadie al margen.

 

v  Otra importante consecuencia del proceso de globalización consiste en la gradual pérdida de eficacia del Estado Nación en la guía de las dinámicas económico-financieras nacionales. Los gobiernos de cada uno de los países ven la propia acción en campo económico y social condicionada cada vez con mayor fuerza por las expectativas de los mercados internacionales de capital. A causa de los nuevos vínculos entre los operadores globales, las tradicionales medidas defensivas de los Estados aparecen condenadas al fracaso y la noción misma de mercado nacional pasa a un segundo plano.

 

v  Surge entonces la exigencia de que, más allá de los Estados nacionales, sea la misma comunidad internacional quien asuma esta delicada función, con instrumentos políticos y jurídicos adecuados y eficaces.

 

v  Una de las tareas fundamentales de los agentes de la economía internacional es la consecución de un desarrollo integral y solidario para la humanidad, es decir, promover a todos los hombres y a todo el hombre. Esta tarea requiere una concepción de la economía que garantice, a nivel internacional, la distribución equitativa de los recursos y responda a la conciencia de la interdependencia —económica, política y cultural— que ya une definitivamente a los pueblos entre sí y les hace sentirse vinculados a un único destino.

 (Extraído del Compendio de Doctrina Social de la Iglesia, del Pontificio Consejo de Justicia y Paz)



domingo, 20 de marzo de 2022

¿Qué dice la Doctrina Social de la Iglesia sobre el trabajo?

 



El trabajo debe ser honrado porque es fuente de riqueza o, al menos, de condiciones para una vida decorosa, y, en general, instrumento eficaz contra la pobreza. Pero no se debe ceder a la tentación de idolatrarlo, porque en él no se puede encontrar el sentido último y definitivo de la vida. El trabajo es esencial, pero es Dios, no el trabajo, la fuente de la vida y el fin del hombre. El principio fundamental de la sabiduría es el temor del Señor; la exigencia de justicia, que de él deriva, precede a la del beneficio.

 

El trabajo representa una dimensión fundamental de la existencia humana no sólo como participación en la obra de la creación, sino también de la redención. Quien soporta la penosa fatiga del trabajo en unión con Jesús coopera, en cierto sentido, con el Hijo de Dios en su obra redentora y se muestra como discípulo de Cristo llevando la Cruz cada día, en la actividad que está llamado a cumplir. Desde esta perspectiva, el trabajo puede ser considerado como un medio de santificación y una animación de las realidades terrenas en el Espíritu de Cristo. El trabajo, así presentado, es expresión de la plena humanidad del hombre, en su condición histórica y en su orientación escatológica: su acción libre y responsable muestra su íntima relación con el Creador y su potencial creativo, mientras combate día a día la deformación del pecado, también al ganarse el pan con el sudor de su frente.

La conciencia de la transitoriedad de la escena de este mundo no exime de ninguna tarea histórica, mucho menos del trabajo, que es parte integrante de la condición humana, sin ser la única razón de la vida. Ningún cristiano, por el hecho de pertenecer a una comunidad solidaria y fraterna, debe sentirse con derecho a no trabajar y vivir a expensas de los demás.

 

1) La dignidad del trabajo

v  El trabajo humano tiene una doble dimensión: objetiva y subjetiva. En sentido objetivo, es el conjunto de actividades, recursos, instrumentos y técnicas de las que el hombre se sirve para producir. El trabajo en sentido subjetivo, es el actuar del hombre en cuanto ser dinámico, capaz de realizar diversas acciones que pertenecen al proceso del trabajo y que corresponden a su vocación personal. Como persona, el hombre es, pues, sujeto del trabajo

 

v  El trabajo en sentido objetivo constituye el aspecto contingente de la actividad humana, que varía incesantemente en sus modalidades con la mutación de las condiciones técnicas, culturales, sociales y políticas. El trabajo en sentido subjetivo se configura, en cambio, como su dimensión estable, porque no depende de lo que el hombre realiza concretamente, ni del tipo de actividad que ejercita, sino sólo y exclusivamente de su dignidad de ser personal. Esta distinción es decisiva, tanto para comprender cuál es el fundamento último del valor y de la dignidad del trabajo, cuanto para implementar una organización de los sistemas económicos y sociales, respetuosa de los derechos del hombre.

 

v  La subjetividad confiere al trabajo su peculiar dignidad, que impide considerarlo como una simple mercancía o un elemento impersonal de la organización productiva. El trabajo, independientemente de su mayor o menor valor objetivo, es expresión esencial de la persona. Cualquier forma de materialismo y de economicismo que intentase reducir el trabajador a un mero instrumento de producción, a simple fuerza-trabajo, a valor exclusivamente material, acabaría por desnaturalizar irremediablemente la esencia del trabajo, privándolo de su finalidad más noble y profundamente humana.

 

v  La dimensión subjetiva del trabajo debe tener preeminencia sobre la objetiva, porque es la del hombre mismo que realiza el trabajo, aquella que determina su calidad y su más alto valor. Si falta esta conciencia o no se quiere reconocer esta verdad, el trabajo pierde su significado más verdadero y profundo.

 

 

v  El trabajo es también una obligación, es decir, un deber. El hombre debe trabajar, tanto porque el Creador se lo ha ordenado, como porque debe responder a las exigencias de mantenimiento y desarrollo de su misma humanidad. El trabajo se perfila como obligación moral con respecto al prójimo, que es en primer lugar la propia familia, pero también la sociedad a la que pertenece; la Nación de la cual se es hijo o hija; y toda la familia humana de la que se es miembro: somos herederos del trabajo de generaciones y, a la vez, artífices del futuro de todos los hombres que vivirán después de nosotros.

 

v  El trabajo, por su carácter subjetivo o personal, es superior a cualquier otro factor de producción. Este principio vale, en particular, con respeto al capital. El trabajo tiene una prioridad intrínseca con respecto al capital. El trabajo es siempre una causa eficiente primaria, mientras el “capital”, siendo el conjunto de los medios de producción, es sólo un instrumento o la causa instrumental. Entre trabajo y capital debe existir complementariedad. Ni el capital puede subsistir sin el trabajo, ni el trabajo sin el capital.

 

2) El derecho al trabajo

v  El trabajo es un derecho fundamental y un bien para el hombre: un bien útil, digno de él, porque es idóneo para expresar y acrecentar la dignidad humana. El trabajo es necesario para formar y mantener una familia, adquirir el derecho a la propiedad y contribuir al bien común de la familia humana.

 

v  La desocupación es, por lo tanto, una verdadera calamidad social, sobre todo en relación con las jóvenes generaciones. El trabajo es un bien de todos, que debe estar disponible para todos aquellos capaces de él. La «plena ocupación» es, por tanto, un objetivo obligado para todo ordenamiento económico orientado a la justicia y al bien común.

 

v  La capacidad propulsora de una sociedad orientada hacia el bien común y proyectada hacia el futuro se mide también, y sobre todo, a partir de las perspectivas de trabajo que puede ofrecer. El alto índice de desempleo, la presencia de sistemas de instrucción obsoletos y la persistencia de dificultades para acceder a la formación y al mercado de trabajo constituyen para muchos, sobre todo jóvenes, un grave obstáculo en el camino de la realización humana y profesional.

 

v  Además de a los jóvenes, este drama afecta, por lo general, a las mujeres, a los trabajadores menos especializados, a los minusválidos, a los inmigrantes, a los ex-reclusos, a los analfabetos, personas todas que encuentran mayores dificultades en la búsqueda de una colocación en el mundo del trabajo.

 

v  Los problemas de la ocupación reclaman las responsabilidades del Estado, al cual compete el deber de promover políticas que activen el empleo, es decir, que favorezcan la creación de oportunidades de trabajo en el territorio nacional, incentivando para ello el mundo productivo.

 

El deber del Estado no consiste tanto en asegurar directamente el derecho al trabajo de todos los ciudadanos, constriñendo toda la vida económica y sofocando la libre iniciativa de las personas, cuanto sobre todo en secundar la actividad de las empresas, creando condiciones que aseguren oportunidades de trabajo, estimulándola donde sea insuficiente o sosteniéndola en momentos de crisis.

 

3) Derechos de los trabajadores

v  Los derechos de los trabajadores, como todos los demás derechos, se basan en la naturaleza de la persona humana y en su dignidad trascendente. El Magisterio social de la Iglesia ha considerado oportuno enunciar algunos de ellos, indicando la conveniencia de su reconocimiento en los ordenamientos jurídicos: el derecho a una justa remuneración;  el derecho al descanso;  el derecho a ambientes de trabajo y a procesos productivos que no comporten perjuicio a la salud física de los trabajadores y no dañen su integridad moral;  el derecho a que sea salvaguardada la propia personalidad en el lugar de trabajo, sin que sean conculcados de ningún modo en la propia conciencia o en la propia dignidad;  el derecho a subsidios adecuados e indispensables para la subsistencia de los trabajadores desocupados y de sus familias;  el derecho a la pensión, así como a la seguridad social para la vejez, la enfermedad y en caso de accidentes relacionados con la prestación laboral;  el derecho a previsiones sociales vinculadas a la maternidad;  el derecho a reunirse y a asociarse.

 

v  Estos derechos son frecuentemente desatendidos, como confirman los tristes fenómenos del trabajo infraremunerado, sin garantías ni representación adecuadas. Con frecuencia sucede que las condiciones de trabajo para hombres, mujeres y niños, especialmente en los países en vías de desarrollo, son tan inhumanas que ofenden su dignidad y dañan su salud.

 

v  La doctrina social reconoce la legitimidad de la huelga cuando constituye un recurso inevitable, si no necesario para obtener un beneficio proporcionado, después de haber constatado la ineficacia de todas las demás modalidades para superar los conflictos.

 

v  El Magisterio reconoce la función fundamental desarrollada por los sindicatos de trabajadores, cuya razón de ser consiste en el derecho de los trabajadores a formar asociaciones o uniones para defender los intereses vitales de los hombres empleados en las diversas profesiones. Las organizaciones sindicales, buscando su fin específico al servicio del bien común, son un factor constructivo de orden social y de solidaridad y, por ello, un elemento indispensable de la vida social.

 

4) Las “res novae” en el trabajo

v  Uno de los estímulos más significativos para el actual cambio de la organización del trabajo procede del fenómeno de la globalización, que permite experimentar formas nuevas de producción, trasladando las plantas de producción en áreas diferentes a aquellas en las que se toman las decisiones estratégicas y lejanas de los mercados de consumo. Dos son los factores que impulsan este fenómeno: la extraordinaria velocidad de comunicación sin límites de espacio y tiempo, y la relativa facilidad para transportar mercancías y personas de una parte a otra del planeta. Esto comporta una consecuencia fundamental sobre los procesos productivos: la propiedad está cada vez más lejos, a menudo indiferente a los efectos sociales de las opciones que realiza. Por otra parte, si es cierto que la globalización, a priori, no es ni buena ni mala en sí misma, sino que depende del uso que el hombre hace de ella, debe afirmarse que es necesaria una globalización de la tutela, de los derechos mínimos esenciales y de la equidad.

 

v  El trabajo, sobre todo en los sistemas económicos de los países más desarrollados, atraviesa una fase que marca el paso de una economía de tipo industrial a una economía esencialmente centrada en los servicios y en la innovación tecnológica. Los servicios y las actividades caracterizados por un fuerte contenido informativo crecen de modo más rápido que los tradicionales sectores primario y secundario, con consecuencias de gran alcance en la organización de la producción y de los intercambios, en el contenido y la forma de las prestaciones laborales y en los sistemas de protección social.

 

v  Gracias a las innovaciones tecnológicas, el mundo del trabajo se enriquece con nuevas profesiones, mientras otras desaparecen. En la actual fase de transición se asiste, en efecto, a un pasar continuo de empleados de la industria a los servicios.

 

v  La transición en curso significa, también,  el paso de un trabajo dependiente a tiempo indeterminado, entendido como puesto fijo, a un trabajo caracterizado por una pluralidad de actividades laborales; de un mundo laboral compacto, definido y reconocido, a un universo de trabajos, variado, fluido, rico de promesas, pero también cargado de preguntas inquietantes, especialmente ante la creciente incertidumbre de las perspectivas de empleo, a fenómenos persistentes de desocupación estructural, a la inadecuación de los actuales sistemas de seguridad social. Las exigencias de la competencia, de la innovación tecnológica y de la complejidad de los flujos financieros deben armonizarse con la defensa del trabajador y de sus derechos.

 

v  La descentralización productiva, que asigna a empresas menores múltiples tareas, anteriormente concentradas en las grandes unidades productivas, robustece y da nuevo impulso a la pequeña y mediana empresa. Surgen así, junto a la actividad artesanal tradicional, nuevas empresas caracterizadas por pequeñas unidades productivas que trabajan en modernos sectores de producción o bien en actividades descentralizadas de las empresas mayores. Muchas actividades que ayer requerían trabajo dependiente, hoy son realizadas en formas nuevas, que favorecen el trabajo independiente y se caracterizan por una mayor componente de riesgo y de responsabilidad.

 

v  El trabajo en las pequeñas y medianas empresas, el trabajo artesanal y el trabajo independiente, pueden constituir una ocasión para hacer más humana la vivencia laboral, ya sea por la posibilidad de establecer relaciones interpersonales positivas en comunidades de pequeñas dimensiones, ya sea por las mejores oportunidades que se ofrecen a la iniciativa y al espíritu emprendedor; sin embargo, no son pocos, en estos sectores, los casos de trato injusto, de trabajo mal pagado y sobre todo inseguro.

 

v  En los países en vías de desarrollo se ha difundido, en estos últimos años, el fenómeno de la expansión de actividades económicas «informales» o «sumergidas», que representa una señal de crecimiento económico prometedor, pero plantea problemas éticos y jurídicos. El significativo aumento de los puestos de trabajo suscitado por tales actividades se debe, en realidad, a la falta de especialización de gran parte de los trabajadores locales y al desarrollo desordenado de los sectores económicos formales. Un elevado número de personas se ven así obligadas a trabajar en condiciones de grave desazón y en un marco carente de las reglas necesarias que protejan la dignidad del trabajador. Los niveles de productividad, renta y tenor de vida, son extremamente bajos y con frecuencia se revelan insuficientes para garantizar que los trabajadores y sus familias alcancen un nivel de subsistencia.

 

Ante las imponentes «res novae» (cosas nuevas, novedades) del mundo del trabajo, la doctrina social de la Iglesia recomienda, ante todo, evitar el error de considerar que los cambios en curso suceden de modo determinista. El factor decisivo y el árbitro de esta compleja fase de cambio es una vez más el hombre, que debe seguir siendo el verdadero protagonista de su trabajo. El hombre puede y debe hacerse cargo, creativa y responsablemente, de las actuales innovaciones y reorganizaciones, de manera que contribuyan al crecimiento de la persona, de la familia, de la sociedad y de toda la familia humana. Es importante para todos recordar el significado de la dimensión subjetiva del trabajo, a la que la doctrina social de la Iglesia enseña a dar la debida prioridad.

 (Extraído del Compendio de Doctrina Social de la Iglesia, del Pontificio Consejo de Justicia y Paz)



domingo, 13 de marzo de 2022

¿Qué dice la Doctrina Social de la Iglesia sobre la familia? 2/2



*PATERNIDAD RESPONSABLE: La familia contribuye de modo eminente al bien social por medio de la paternidad y la maternidad responsables. La paternidad responsable se pone en práctica, ya sea con la deliberación ponderada y generosa de tener una familia numerosa, ya sea con la decisión, tomada por graves motivos, de evitar un nuevo nacimiento durante algún tiempo o por tiempo indefinido.

En cuanto a los medios para la procreación responsable, se han de rechazar como moralmente ilícitos tanto la esterilización como el aborto. Se ha de rechazar también el recurso a los medios contraceptivos en sus diversas formas. Este rechazo deriva de una concepción correcta e íntegra de la persona y de la sexualidad humana, y tiene el valor de una instancia moral en defensa del verdadero desarrollo de los pueblos. Las mismas razones de orden antropológico, justifican, en cambio, como lícito el recurso a la abstinencia en los períodos de fertilidad femenina. Rechazar la contracepción y recurrir a los métodos naturales de regulación de la natalidad comporta la decisión de vivir las relaciones interpersonales entre los cónyuges con recíproco respeto y total acogida; de ahí derivarán también consecuencias positivas para la realización de un orden social más humano. El juicio acerca del intervalo entre los nacimientos y el número de los hijos corresponde solamente a los esposos. Este es uno de sus derechos inalienables, que ejercen ante Dios, considerando los deberes para consigo mismos, con los hijos ya nacidos, la familia y la sociedad. La intervención del poder público, en el ámbito de su competencia, para la difusión de una información apropiada y la adopción de oportunas medidas demográficas, debe cumplirse respetando las personas y la libertad de las parejas: no puede jamás sustituir sus decisiones; tanto menos lo pueden hacer las diversas organizaciones que trabajan en este campo. El deseo de maternidad y paternidad no justifica ningún «derecho al hijo», en cambio, son evidentes los derechos de quien aún no ha nacido, al que se deben garantizar las mejores condiciones de existencia, mediante la estabilidad de la familia fundada sobre el matrimonio y la complementariedad de las dos figuras, paterna y materna. El acelerado desarrollo de la investigación y de sus aplicaciones técnicas en el campo de la reproducción, plantea nuevas y delicadas cuestiones que exigen la intervención de la sociedad y la existencia de normas que regulen este ámbito de la convivencia humana.

*REPRODUCCIÓN ASISTIDA: Es necesario reafirmar que no son moralmente aceptables todas aquellas técnicas de reproducción —como la donación de esperma o de óvulos; la maternidad sustitutiva; la fecundación artificial heteróloga— en las que se recurre al útero o a los gametos de personas extrañas a los cónyuges. Estas prácticas dañan el derecho del hijo a nacer de un padre y de una madre que lo sean tanto desde el punto de vista biológico como jurídico. También son reprobables las prácticas que separan el acto unitivo del procreativo mediante técnicas de laboratorio, como la inseminación y la fecundación artificial homóloga, de forma que el hijo aparece más como el resultado de un acto técnico, que como el fruto natural del acto humano de donación plena y total de los esposos. Evitar el recurso a las diversas formas de la llamada procreación asistida, la cual sustituye el acto conyugal, significa respetar —tanto en los mismos padres como en los hijos que pretenden generar— la dignidad integral de la persona humana. Son lícitos, en cambio, los medios que se configuran como ayuda al acto conyugal o en orden a lograr sus efectos.

*CLONACIÓN: Una cuestión de particular importancia social y cultural, por las múltiples y graves implicaciones morales que presenta, es la clonación humana, término que, de por sí, en sentido general, significa reproducción de una entidad biológica genéticamente idéntica a la originante. La clonación ha adquirido, tanto en el pensamiento como en la praxis experimental, diversos significados que suponen, a su vez, procedimientos diversos desde el punto de vista de las modalidades técnicas de realización, así como finalidades diferentes. Puede significar la simple replicación en laboratorio de células o de porciones de ADN. Pero hoy específicamente se entiende por clonación la reproducción de individuos, en estado embrional, con modalidades diversas de la fecundación natural y en modo que sean genéticamente idénticos al individuo del que se originan. Este tipo de clonación puede tener una finalidad reproductiva de embriones humanos o una finalidad, llamada terapéutica, que tiende a utilizar estos embriones para fines de investigación científica o, más específicamente, para la producción de células estaminales. Desde el punto de vista ético, la simple replicación de células normales o de porciones del ADN no presenta problemas particulares. Muy diferente es el juicio del Magisterio acerca de la clonación propiamente dicha. Ésta es contraria a la dignidad de la procreación humana porque se realiza en ausencia total del acto de amor personal entre los esposos, tratándose de una reproducción agámica y asexual. En segundo lugar, este tipo de reproducción representa una forma de dominio total sobre el individuo reproducido por parte de quien lo reproduce. El hecho que la clonación se realice para reproducir embriones de los cuales extraer células que puedan usarse con fines terapéuticos no atenúa la gravedad moral, porque además para extraer tales células el embrión primero debe ser producido y después eliminado.

*LA TAREA EDUCATIVA: Con la obra educativa, la familia forma al hombre en la plenitud de su dignidad, según todas sus dimensiones, comprendida la social. Cumpliendo con su misión educativa, la familia contribuye al bien común y constituye la primera escuela de virtudes sociales, de la que todas las sociedades tienen necesidad. La familia ayuda a que las personas desarrollen su libertad y su responsabilidad, premisas indispensables para asumir cualquier tarea en la sociedad. Además, con la educación se comunican algunos valores fundamentales, que deben ser asimilados por cada persona, necesarios para ser ciudadanos libres, honestos y responsables. Los padres tienen el derecho y el deber de impartir una educación religiosa y una formación moral a sus hijos: derecho que no puede ser cancelado por el Estado, antes bien, debe ser respetado y promovido. Es un deber primario, que la familia no puede descuidar o delegar. Los padres son los primeros, pero no los únicos, educadores de sus hijos. Corresponde a ellos, por tanto, ejercer con sentido de responsabilidad, la labor educativa en estrecha y vigilante colaboración con los organismos civiles y eclesiales. Las autoridades públicas tienen la obligación de garantizar este derecho y de asegurar las condiciones concretas que permitan su ejercicio. En este contexto, se sitúa el tema de la colaboración entre familia e institución escolar. Los padres tienen el derecho de fundar y sostener instituciones educativas. Por su parte, las autoridades públicas deben cuidar que las subvenciones estatales se repartan de tal manera que los padres sean verdaderamente libres para ejercer su derecho, sin tener que soportar cargas injustas. Los padres no deben soportar, directa o indirectamente, aquellas cargas suplementarias que impiden o limitan injustamente el ejercicio de esta libertad. Ha de considerarse una injusticia el rechazo de apoyo económico público a las escuelas no estatales que tengan necesidad de él y ofrezcan un servicio a la sociedad civil: cuando el Estado reivindica el monopolio escolar, va más allá de sus derechos y conculca la justicia. El Estado no puede, sin cometer injusticia, limitarse a tolerar las escuelas llamadas privadas. Éstas presentan un servicio público y tienen, por consiguiente, el derecho a ser ayudadas económicamente.

En la educación de los hijos, las funciones materna y paterna son igualmente necesarias. Por lo tanto, los padres deben obrar siempre conjuntamente. Ejercerán la autoridad con respeto y delicadeza, pero también con firmeza y vigor: debe ser una autoridad creíble, coherente, sabia y siempre orientada al bien integral de los hijos.

Los padres tienen una particular responsabilidad en la esfera de la educación sexual. Es de fundamental importancia, para un crecimiento armónico, que los hijos aprendan de modo ordenado y progresivo el significado de la sexualidad y aprendan a apreciar los valores humanos y morales a ella asociados. Los padres tienen la obligación de verificar las modalidades en que se imparte la educación sexual en las instituciones educativas, con el fin de controlar que un tema tan importante y delicado sea tratado en forma apropiada.

*DIGNIDAD Y DERECHOS DE LOS NIÑOS: La doctrina social de la Iglesia indica constantemente la exigencia de respetar la dignidad de los niños. Los derechos de los niños deben ser protegidos por los ordenamientos jurídicos. El primer derecho del niño es a nacer en una familia verdadera, un derecho cuyo respeto ha sido siempre problemático y que hoy conoce nuevas formas de violación debidas al desarrollo de las técnicas genéticas.

La situación de gran parte de los niños en el mundo dista mucho de ser satisfactoria, por la falta de condiciones que favorezcan su desarrollo integral, a pesar de la existencia de un específico instrumento jurídico internacional para tutelar los derechos del niño, ratificado por la casi totalidad de los miembros de la comunidad internacional. Se trata de condiciones vinculadas a la carencia de servicios de salud, de una alimentación adecuada, de posibilidades de recibir un mínimo de formación escolar y de una casa. Siguen sin resolverse además algunos problemas gravísimos: el tráfico de niños, el trabajo infantil, el fenómeno de los «niños de la calle», el uso de niños en conflictos armados, el matrimonio de las niñas, la utilización de niños para el comercio de material pornográfico, incluso a través de los más modernos y sofisticados instrumentos de comunicación social. Es indispensable combatir, a nivel nacional e internacional, las violaciones de la dignidad de los niños y de las niñas causadas por la explotación sexual, por las personas dedicadas a la pedofilia y por las violencias de todo tipo infligidas a estas personas humanas, las más indefensas. Se trata de actos delictivos que deben ser combatidos eficazmente con adecuadas medidas preventivas y penales, mediante una acción firme por parte de las diversas autoridades.

 

4) La familia: protagonista de la vida social

*La relación que se da entre la familia y la vida económica es particularmente significativa. El trabajo es esencial en cuanto representa la condición que hace posible la fundación de una familia, cuyos medios de subsistencia se adquieren mediante el trabajo. El trabajo condiciona también el proceso de desarrollo de las personas, porque una familia afectada por la desocupación, corre el peligro de no realizar plenamente sus finalidades. La aportación que la familia puede ofrecer a la realidad del trabajo es preciosa, y por muchas razones, insustituible. A través de los recursos de solidaridad que la familia posee proporciona su apoyo para quien, en la familia, se encuentra sin trabajo o está buscando una ocupación. Pero más radical aún, es la contribución que realiza con la educación al sentido del trabajo y mediante el ofrecimiento de orientaciones y apoyos ante las mismas decisiones profesionales.

*Para tutelar esta relación entre familia y trabajo, un elemento importante que se ha de apreciar y salvaguardar es el salario familiar, es decir, un salario suficiente que permita mantener y vivir dignamente a la familia. Este salario debe permitir un cierto ahorro que favorezca la adquisición de alguna forma de propiedad, como garantía de libertad. El derecho a la propiedad se encuentra estrechamente ligado a la existencia de la familia, que se protege de las necesidades gracias también al ahorro y a la creación de una propiedad familiar. Diversas pueden ser las formas de llevar a efecto el salario familiar. Contribuyen a determinarlo algunas medidas sociales importantes, como los subsidios familiares y otras prestaciones por las personas a cargo, así como la remuneración del trabajo en el hogar de uno de los padres.

*En la relación entre la familia y el trabajo, una atención especial se reserva al trabajo de la mujer en la familia, o labores de cuidado familiar, que implica también las responsabilidades del hombre como marido y padre. Las labores de cuidado familiar, comenzando por las de la madre, precisamente porque están orientadas y dedicadas al servicio de la calidad de la vida, constituyen un tipo de actividad laboral eminentemente personal y personalizante, que debe ser socialmente reconocida y valorada, incluso mediante una retribución económica al menos semejante a la de otras labores. Al mismo tiempo, es necesario que se eliminen todos los obstáculos que impiden a los esposos ejercer libremente su responsabilidad procreativa y, en especial, los que impiden a la mujer desarrollar plenamente sus funciones maternas.

 

5) La sociedad al servicio de la familia

*El punto de partida para una relación correcta y constructiva entre la familia y la sociedad es el reconocimiento de la subjetividad y de la prioridad social de la familia. La sociedad y, en especial, las instituciones estatales, están llamadas a garantizar y favorecer la genuina identidad de la vida familiar y a evitar y combatir todo lo que la altera y daña. Esto exige que la acción política y legislativa salvaguarde los valores de la familia, desde la promoción de la intimidad y la convivencia familiar, hasta el respeto de la vida naciente y la efectiva libertad de elección en la educación de los hijos. La sociedad y el Estado no pueden, por tanto, ni absorber ni sustituir, ni reducir la dimensión social de la familia; más bien deben honrarla, reconocerla, respetarla y promoverla según el principio de subsidiaridad.

*El servicio de la sociedad a la familia se concreta en el reconocimiento, el respeto y la promoción de los derechos de la familia. Todo esto requiere la realización de auténticas y eficaces políticas familiares, con intervenciones precisas, capaces de hacer frente a las necesidades que derivan de los derechos de la familia como tal. En este sentido, es necesario como requisito previo, esencial e irrenunciable, el reconocimiento —lo cual comporta la tutela, la valoración y la promoción— de la identidad de la familia, sociedad natural fundada sobre el matrimonio. Este reconocimiento establece una neta línea de demarcación entre la familia, entendida correctamente, y las otras formas de convivencia, que —por su naturaleza— no pueden merecer ni el nombre ni la condición de familia. El reconocimiento, por parte de las instituciones civiles y del Estado, de la prioridad de la familia sobre cualquier otra comunidad y sobre la misma realidad estatal, comporta superar las concepciones meramente individualistas y asumir la dimensión familiar como perspectiva cultural y política, irrenunciable en la consideración de las personas. Ello no se coloca como alternativa de los derechos que las personas poseen individualmente, sino más bien como su apoyo y tutela. Esta perspectiva hace posible elaborar criterios normativos para una solución correcta de los diversos problemas sociales, porque las personas no deben ser consideradas sólo singularmente, sino también en relación a sus propios núcleos familiares, cuyos valores específicos y exigencias han de ser tenidos en cuenta.

 (Extraído del Compendio de Doctrina Social de la Iglesia, del Pontificio Consejo de Justicia y Paz)



 

¿Qué dice la Doctrina Social de la Iglesia sobre la familia? 1/2




1) La familia: primera sociedad natural

La Iglesia considera la familia como la primera sociedad natural, titular de derechos propios y originarios, y la sitúa en el centro de la vida social. La familia es el lugar primario de la “humanización” de la persona y de la sociedad y cuna de la vida y del amor. En la familia se aprende a conocer al Señor; allí los hijos aprenden las primeras y más decisivas lecciones de la sabiduría práctica a las que van unidas las virtudes. La familia, nacida de la íntima comunión de vida y de amor conyugal fundada sobre el matrimonio entre un hombre y una mujer, posee una específica y original dimensión social, en cuanto lugar primario de relaciones interpersonales, célula primera y vital de la sociedad: es una institución divina, fundamento de la vida de las personas y prototipo de toda organización social.

*IMPORTANCIA DE LA FAMILIA PARA LA PERSONA: La familia es importante y central en relación a la persona. En esta cuna de la vida y del amor, el hombre nace y crece. La familia crea un ambiente de vida en el cual el niño puede desarrollar sus potencialidades, hacerse consciente de su dignidad y prepararse a afrontar su destino único e irrepetible. En el seno de la familia el hombre recibe las primeras nociones sobre la verdad y el bien; aprende qué quiere decir amar y ser amado y, por consiguiente, qué quiere decir en concreto ser una persona.

*IMPORTANCIA DE LA FMILIA PARA LA SOCIEDAD: La familia es la primera “sociedad” humana. Una sociedad a medida de la familia es la mejor garantía contra toda tendencia de tipo individualista o colectivista, porque en ella la persona es siempre el centro de la atención en cuanto fin y nunca como medio. Es evidente que el bien de las personas y el buen funcionamiento de la sociedad están estrechamente relacionados con la prosperidad de la comunidad conyugal y familiar. Sin familias fuertes en la comunión y estables en el compromiso, los pueblos se debilitan. En la familia se inculcan desde los primeros años de vida los valores morales, se transmite el patrimonio espiritual de la comunidad religiosa y el patrimonio cultural de la Nación. En ella se aprenden las responsabilidades sociales y la solidaridad. Ha de afirmarse la prioridad de la familia respecto a la sociedad y al Estado. La familia, sujeto titular de derechos inviolables, encuentra su legitimación en la naturaleza humana y no en el reconocimiento del Estado. La familia no está, por lo tanto, en función de la sociedad y del Estado, sino que la sociedad y el Estado están en función de la familia. Todo modelo social que busque el bien del hombre no puede prescindir de la centralidad y de la responsabilidad social de la familia. La sociedad y el Estado, en sus relaciones con la familia, tienen la obligación de atenerse al principio de subsidiaridad. En virtud de este principio, las autoridades públicas no deben sustraer a la familia las tareas que puede desempeñar sola o libremente asociada con otras familias; por otra parte, las mismas autoridades tienen el deber de auxiliar a la familia, asegurándole las ayudas que necesita para asumir de forma adecuada todas sus responsabilidades.

 

2) El matrimonio: fundamento de la familia

*La familia tiene su fundamento en la libre voluntad de los cónyuges de unirse en matrimonio, respetando el significado y los valores propios de esta institución, que no depende del hombre, sino de Dios mismo. Ningún poder puede abolir el derecho natural al matrimonio ni modificar sus características ni su finalidad. El matrimonio tiene características propias, originarias y permanentes. La sociedad no puede disponer del vínculo matrimonial, con el cual los dos esposos se prometen fidelidad, asistencia recíproca y apertura a los hijos, aunque ciertamente le compete regular sus efectos civiles.

*El matrimonio tiene como rasgos característicos: la totalidad, en razón de la cual los cónyuges se entregan recíprocamente en todos los aspectos de la persona, físicos y espirituales; la unidad que los hace «una sola carne»; la indisolubilidad y la fidelidad que exige la donación recíproca y definitiva; la fecundidad a la que naturalmente está abierto. El sabio designio de Dios sobre el matrimonio —designio accesible a la razón humana, no obstante las dificultades debidas a la dureza del corazón— no puede ser juzgado exclusivamente a la luz de los comportamientos de hecho y de las situaciones concretas que se alejan de él. La poligamia es una negación radical del designio original de Dios, porque es contraria a la igual dignidad personal del hombre y de la mujer, que en el matrimonio se dan con un amor total y por lo mismo único y exclusivo. El matrimonio, en su verdad objetiva, está ordenado a la procreación y educación de los hijos. La unión matrimonial, en efecto, permite vivir en plenitud el don sincero de sí mismo, cuyo fruto son los hijos, que, a su vez, son un don para los padres, para la entera familia y para toda la sociedad. El matrimonio, sin embargo, no ha sido instituido únicamente en orden a la procreación: su carácter indisoluble y su valor de comunión permanecen incluso cuando los hijos, aun siendo vivamente deseados, no lleguen a coronar la vida conyugal. Los esposos, en este caso, pueden manifestar su generosidad adoptando niños abandonados o realizando servicios abnegados en beneficio del prójimo.

*EL DIVORCIO: La naturaleza del amor conyugal exige la estabilidad de la relación matrimonial y su indisolubilidad. La falta de estos requisitos perjudica la relación de amor exclusiva y total, propia del vínculo matrimonial, trayendo consigo graves sufrimientos para los hijos e incluso efectos negativos para el tejido social.

La estabilidad y la indisolubilidad de la unión matrimonial no deben quedar confiadas exclusivamente a la intención y al compromiso de los individuos: la responsabilidad en el cuidado y la promoción de la familia, como institución natural y fundamental, precisamente en consideración de sus aspectos vitales e irrenunciables, compete principalmente a toda la sociedad. La necesidad de conferir un carácter institucional al matrimonio, fundándolo sobre un acto público, social y jurídicamente reconocido, deriva de exigencias básicas de naturaleza social.

La introducción del divorcio en las legislaciones civiles ha alimentado una visión relativista de la unión conyugal y se ha manifestado ampliamente como una verdadera plaga social. Las parejas que conservan y afianzan los bienes de la estabilidad y de la indisolubilidad cumplen de manera útil y valiente, el cometido a ellas confiado de ser un “signo” en el mundo —un signo pequeño y precioso, a veces expuesto a la tentación, pero siempre renovado— de la incansable fidelidad con que Dios y Jesucristo aman a todos los hombres y a cada hombre.

La Iglesia no abandona a su suerte aquellos que, tras un divorcio, han vuelto a contraer matrimonio. La Iglesia ora por ellos, los anima en las dificultades de orden espiritual que se les presentan y los sostiene en la fe y en la esperanza. Por su parte, estas personas, en cuanto bautizados, pueden y deben participar en la vida de la Iglesia: se les exhorta a escuchar la Palabra de Dios, a frecuentar el sacrificio de la Misa, a perseverar en la oración, a incrementar las obras de caridad y las iniciativas de la comunidad a favor de la justicia y de la paz, a educar a los hijos en la fe, a cultivar el espíritu y las obras de penitencia para implorar así, día a día, la gracia de Dios.

La reconciliación en el sacramento de la penitencia, —que abriría el camino al sacramento eucarístico— puede concederse sólo a aquéllos que, arrepentidos, están sinceramente dispuestos a una forma de vida que ya no esté en contradicción con la indisolubilidad del matrimonio.

*LAS UNIONES DE HECHO: Las uniones de hecho, cuyo número ha ido progresivamente aumentando, se basan sobre un falso concepto de la libertad de elección de los individuos y sobre una concepción privada del matrimonio y de la familia. El matrimonio no es un simple pacto de convivencia, sino una relación con una dimensión social única respecto a las demás, ya que la familia, con el cuidado y la educación de los hijos, se configura como el instrumento principal e insustituible para el crecimiento integral de toda persona y para su positiva inserción en la vida social.

La eventual equiparación legislativa entre la familia y las uniones de hecho se traduciría en un descrédito del modelo de familia, que no se puede realizar en una relación precaria entre personas, sino sólo en una unión permanente originada en el matrimonio, es decir, en el pacto entre un hombre y una mujer, fundado sobre una elección recíproca y libre que implica la plena comunión conyugal orientada a la procreación.

*IDENTIDAD DE GÉNERO: En relación a las teorías que consideran la identidad de género como un mero producto cultural y social derivado de la interacción entre la comunidad y el individuo, con independencia de la identidad sexual personal y del verdadero significado de la sexualidad, la Iglesia no se cansará de ofrecer la propia enseñanza- Corresponde a cada uno, hombre y mujer, reconocer y aceptar su identidad sexual. La diferencia y la complementariedad físicas, morales y espirituales, están orientadas a los bienes del matrimonio y al desarrollo de la vida familiar. La armonía de la pareja humana y de la sociedad depende en parte de la manera en que son vividas entre los sexos la complementariedad, la necesidad y el apoyo mutuos. Esta perspectiva lleva a considerar necesaria la adecuación del derecho positivo a la ley natural, según la cual la identidad sexual es indiscutible, porque es la condición objetiva para formar una pareja en el matrimonio.

*UNIONES HOMOSEXUALES: Un problema particular, vinculado a las uniones de hecho, es el que se refiere a la petición de reconocimiento jurídico de las uniones homosexuales, objeto, cada vez más, de debate público. Sólo una antropología que responda a la plena verdad del hombre puede dar una respuesta adecuada al problema, que presenta diversos aspectos tanto en el plano social como eclesial. A la luz de esta antropología se evidencia qué incongruente es la pretensión de atribuir una realidad “conyugal” a la unión entre personas del mismo sexo. Se opone a esto, ante todo, la imposibilidad objetiva de hacer fructificar el matrimonio mediante la transmisión de la vida, según el proyecto inscrito por Dios en la misma estructura del ser humano. Asimismo, también se opone a ello la ausencia de los presupuestos para la complementariedad interpersonal querida por el Creador, tanto en el plano físico-biológico como en el eminentemente psicológico, entre el varón y la mujer. Únicamente en la unión entre dos personas sexualmente diversas puede realizarse la perfección de cada una de ellas, en una síntesis de unidad y mutua complementariedad psícofísica.

La persona homosexual debe ser plenamente respetada en su dignidad, y animada a seguir el plan de Dios con un esfuerzo especial en el ejercicio de la castidad. Este respeto no significa la legitimación de comportamientos contrarios a la ley moral ni, mucho menos, el reconocimiento de un derecho al matrimonio entre personas del mismo sexo, con la consiguiente equiparación de estas uniones con la familia:  si, desde el punto de vista legal, el casamiento entre dos personas de sexo diferente fuese sólo considerado como uno de los matrimonios posibles, el concepto de matrimonio sufriría un cambio radical, con grave deterioro del bien común. Poniendo la unión homosexual en un plano jurídico análogo al del matrimonio o al de la familia, el Estado actúa arbitrariamente y entra en contradicción con sus propios deberes.

 

3) La subjetividad social de la familia

*La familia se presenta como espacio de comunión —tan necesaria en una sociedad cada vez más individualista—, que debe desarrollarse como una auténtica comunidad de personas gracias al incesante dinamismo del amor, dimensión fundamental de la experiencia humana, cuyo lugar privilegiado para manifestarse es precisamente la familia.

Gracias al amor, realidad esencial para definir el matrimonio y la familia, cada persona, hombre y mujer, es reconocida, aceptada y respetada en su dignidad. La familia que vive construyendo cada día una red de relaciones interpersonales, internas y externas, se convierte en la primera e insustituible escuela de socialidad, ejemplo y estímulo para las relaciones comunitarias más amplias en un clima de respeto, justicia, diálogo y amor.

El amor se expresa también mediante la atención esmerada de los ancianos que viven en la familia: su presencia supone un gran valor. Son un ejemplo de vinculación entre generaciones, un recurso para el bienestar de la familia y de toda la sociedad: no sólo pueden dar testimonio de que hay aspectos de la vida, como los valores humanos y culturales, morales y sociales, que no se miden en términos económicos o funcionales, sino ofrecer también una aportación eficaz en el ámbito laboral y en el de la responsabilidad. Se trata, en fin, no sólo de hacer algo por los ancianos, sino de aceptar también a estas personas como colaboradores responsables, con modalidades que lo hagan realmente posible, como agentes de proyectos compartidos, bien en fase de programación, de diálogo o de actuación. Los ancianos constituyen una importante escuela de vida, capaz de transmitir valores y tradiciones y de favorecer el crecimiento de los más jóvenes: estos aprenden así a buscar no sólo el propio bien, sino también el de los demás. Silos ancianos se hallan en una situación de sufrimiento y dependencia, no sólo necesitan cuidados médicos y asistencia adecuada, sino, sobre todo, ser tratados con amor.

El ser humano ha sido creado para amar y no puede vivir sin amor. El amor, cuando se manifiesta en el don total de dos personas en su complementariedad, no puede limitarse a emociones o sentimientos, y mucho menos a la mera expresión sexual. Una sociedad que tiende a relativizar y a banalizar cada vez más la experiencia del amor y de la sexualidad, exalta los aspectos efímeros de la vida y oscurece los valores fundamentales. Se hace más urgente que nunca anunciar y testimoniar que la verdad del amor y de la sexualidad conyugal se encuentra allí donde se realiza la entrega plena y total de las personas con las características de la unidad y de la fidelidad. Esta verdad, fuente de alegría, esperanza y vida, resulta impenetrable e inalcanzable mientras se permanezca encerrados en el relativismo y en el escepticismo.

*La solidez del núcleo familiar es un recurso determinante para la calidad de la convivencia social. Por ello la comunidad civil no puede permanecer indiferente ante las tendencias disgregadoras que minan en la base sus propios fundamentos. Si una legislación puede en ocasiones tolerar comportamientos moralmente inaceptables, no debe jamás debilitar el reconocimiento del matrimonio monogámico indisoluble, como única forma auténtica de la familia. Es necesario, por tanto, que las autoridades públicas «resistiendo a las tendencias disgregadoras de la misma sociedad y nocivas para la dignidad, seguridad y bienestar de los ciudadanos, procuren que la opinión pública no sea llevada a menospreciar la importancia institucional del matrimonio y de la familia».

Es tarea de la comunidad cristiana y de todos aquellos que se preocupan sinceramente por el bien de la sociedad, reafirmar que la familia constituye, más que una unidad jurídica, social y económica, una comunidad de amor y de solidaridad, insustituible para la enseñanza y transmisión de los valores culturales, éticos, sociales, espirituales y religiosos, esenciales para el desarrollo y bienestar de los propios miembros y de la sociedad.

 (continúa)

  ¿Qué dice la Doctrina Social de la Iglesia sobre el cuidado del medio ambiente?   P uesto que el hombre, creado ...