¿Qué dice la Doctrina Social de la Iglesia
sobre
la economía?
La
actividad económica y el progreso material deben ponerse al servicio del hombre
y de la sociedad: dedicándose a ellos con la fe, la esperanza y la caridad de
los discípulos de Cristo, la economía y el progreso pueden transformarse en
lugares de salvación y de santificación. La
fe en Jesucristo permite una comprensión correcta del desarrollo social, en el
contexto de un humanismo integral y solidario.
Los bienes, aun cuando son poseídos legítimamente,
conservan siempre un destino universal. Toda forma de
acumulación indebida es inmoral, porque se halla en abierta contradicción con
el destino universal que Dios creador asignó a todos los bienes.
Las riquezas realizan su función de servicio al hombre cuando son destinadas a producir
beneficios para los demás y para la sociedad. Las riquezas son un bien que
viene de Dios: quien lo posee lo debe usar y hacer circular, de manera que
también los necesitados puedan gozar de él; el
mal se encuentra en el apego desordenado a las riquezas, en el deseo de
acapararlas.
1) Moral y economía
v La
doctrina social de la Iglesia insiste en la connotación
moral de la economía. Las leyes económicas establecen, desde luego, con
toda certeza qué fines no y cuáles sí, y con qué medios, puede alcanzar la
actividad humana dentro del orden económico; pero la razón también, apoyándose
en la naturaleza de las cosas y del hombre, individual y socialmente
considerado, demuestra claramente que a ese orden económico en su totalidad le
ha sido prescrito un fin por Dios Creador. Esa ley moral nos manda buscar en la
totalidad de nuestras acciones nuestro fin supremo y último.
v La
relación entre moral y economía es necesaria e intrínseca:
actividad económica y comportamiento moral se compenetran íntimamente. La
necesaria distinción entre moral y economía no comporta una separación entre
los dos ámbitos, sino al contrario, una reciprocidad importante.
v Dar
el justo y debido peso a las razones propias de la economía no significa rechazar
como irracional toda consideración de orden metaeconómico, precisamente porque el
fin de la economía no está en la economía misma, sino en su destinación humana
y social.
v La
dimensión moral de la economía hace entender que la eficiencia económica y la promoción de un desarrollo solidario de la
humanidad son finalidades estrechamente vinculadas, más que separadas o
alternativas. La moral, constitutiva de la vida económica, no es ni contraria
ni neutral: cuando se inspira en la justicia y la solidaridad, constituye un
factor de eficiencia social para la misma economía.
v EL
CAPITALISMO: Si por “capitalismo” se entiende un sistema
económico que reconoce el papel fundamental y positivo de la empresa, del
mercado, de la propiedad privada y de la consiguiente responsabilidad para con
los medios productivos, de la libre creatividad humana en el sector de la
economía, la respuesta es ciertamente positiva, aunque quizá sería más
apropiado hablar de “economía de empresa”, “economía de mercado” o simplemente
de “economía libre”. Pero si por “capitalismo” se entiende un sistema en el
cual la libertad, en el ámbito económico, no está encuadrada en un sólido
contexto jurídico que la ponga al servicio de la libertad humana integral y la
considere como una particular dimensión de la misma, cuyo centro es ético y
religioso, entonces la respuesta es absolutamente negativa.
2) Iniciativa privada y empresa
v La
doctrina social de la Iglesia considera la libertad de la persona en campo
económico un valor fundamental y un derecho inalienable que hay que promover y
tutelar. Esta enseñanza pone en guardia contra las consecuencias negativas que
se derivarían de la restricción o de la negación del derecho de iniciativa
económica. La experiencia nos demuestra
que la negación de tal derecho o su limitación en nombre de una pretendida
“igualdad” de todos en la sociedad reduce o, sin más, destruye de hecho el
espíritu de iniciativa, es decir, la subjetividad creativa del ciudadano.
v La
iniciativa económica debe gozar, por tanto, de un espacio amplio. El Estado
tiene la obligación moral de imponer vínculos restrictivos sólo en orden a las
incompatibilidades entre la persecución del bien común y el tipo de actividad
económica puesta en marcha, o sus modalidades de desarrollo.
v La
empresa debe caracterizarse por la capacidad de servir al bien común de la
sociedad mediante la producción de bienes y servicios útiles. Además de esta función típicamente
económica, la empresa desempeña también una función social, creando
oportunidades de encuentro, de colaboración, de valoración de las capacidades
de las personas implicadas.
v La
doctrina social reconoce la justa función del beneficio, como primer
indicador del buen funcionamiento de la empresa. Esto no puede hacer olvidar el
hecho que no siempre el beneficio indica que la empresa esté sirviendo
adecuadamente a la sociedad. Es posible, por ejemplo, que los balances
económicos sean correctos y que al mismo tiempo los hombres, que constituyen el
patrimonio más valioso de la empresa, sean humillados y ofendidos en su
dignidad. Es indispensable que, dentro de
la empresa, la legítima búsqueda del beneficio se armonice con la irrenunciable
tutela de la dignidad de las personas que a título diverso trabajan en la
misma.
v Si
en la actividad económica y financiera la búsqueda de un justo beneficio es
aceptable, el recurso a la usura está moralmente condenado.
Esta condena se extiende también a las relaciones económicas internacionales,
especialmente en lo que se refiere a la situación de los países menos
desarrollados, a los que no se pueden aplicar sistemas financieros abusivos, si
no usurarios.
3) Instituciones económicas al servicio del
hombre
v El libre mercado
es una institución socialmente importante por su capacidad de garantizar
resultados eficientes en la producción de bienes y servicios. Históricamente,
el mercado ha dado prueba de saber iniciar y sostener, a largo plazo, el desarrollo
económico.
v La
doctrina social de la Iglesia aprecia las seguras ventajas que ofrecen los
mecanismos del libre mercado, tanto para utilizar mejor los recursos, como para
agilizar el intercambio de productos. Un mercado verdaderamente competitivo es
un instrumento eficaz para conseguir importantes objetivos de justicia: moderar
los excesos de ganancia de las empresas; responder a las exigencias de los
consumidores; realizar una mejor utilización y ahorro de los recursos; premiar
los esfuerzos empresariales y la habilidad de innovación; hacer circular la
información, de modo que realmente se puedan comparar y adquirir los productos
en un contexto de sana competencia.
v El
libre mercado no puede juzgarse prescindiendo de los fines que persigue y de
los valores que transmite a nivel social. El mercado, en efecto, no puede
encontrar en sí mismo el principio de la propia legitimación. Pertenece a
la conciencia individual y a la responsabilidad pública establecer una justa
relación entre medios y fines. La utilidad individual del agente económico,
aunque legítima, no debe jamás convertirse en el único objetivo. Al lado de
ésta, existe otra, igualmente fundamental y superior, la utilidad social.
v La
doctrina social de la Iglesia, aun reconociendo al mercado la función de
instrumento insustituible de regulación dentro del sistema económico, pone en
evidencia la necesidad de sujetarlo a
finalidades morales que aseguren y, al mismo tiempo, circunscriban
adecuadamente el espacio de su autonomía. La idea que se pueda confiar sólo
al mercado el suministro de todas las categorías de bienes no puede
compartirse, porque se basa en una visión reductiva de la persona y de la
sociedad.
v Los
agentes deben ser efectivamente libres para comparar, evaluar y elegir entre
las diversas opciones. Sin embargo la libertad, en ámbito económico, debe estar
regulada por un apropiado marco jurídico, capaz de ponerla al servicio de la
libertad humana integral.
v La
acción del Estado y de los demás poderes públicos debe conformarse al principio de subsidiaridad y crear
situaciones favorables al libre ejercicio de la actividad económica; debe
también inspirarse en el principio de
solidaridad y establecer los límites a la autonomía de las partes para
defender a la más débil. La solidaridad sin subsidiaridad puede degenerar
fácilmente en asistencialismo, mientras que la subsidiaridad sin solidaridad
corre el peligro de alimentar formas de localismo egoísta. Para respetar
estos dos principios fundamentales, la intervención del Estado en ámbito
económico no debe ser ni ilimitada, ni insuficiente, sino proporcionada a las
exigencias reales de la sociedad.
v La tarea fundamental del
Estado en ámbito económico es definir un marco jurídico apto para regular las
relaciones económicas. La actividad económica,
sobre todo en un contexto de libre mercado, no puede desarrollarse en un vacío
institucional, jurídico y político. Para llevar a cabo su tarea, el Estado debe
elaborar una oportuna legislación, pero también dirigir con circunspección las
políticas económicas y sociales.
v Los
ingresos
fiscales y el gasto público asumen una importancia
económica crucial para la comunidad civil y política: el objetivo hacia el cual
se debe tender es lograr una finanza pública capaz de ser instrumento de
desarrollo y de solidaridad. La finanza pública se orienta al bien común cuando
se atiene a algunos principios fundamentales: el pago de impuestos como
especificación del deber de solidaridad; racionalidad y equidad en la
imposición de los tributos; rigor e integridad en la administración y en el
destino de los recursos públicos. En la redistribución de los recursos, las
finanzas públicas deben seguir los principios de la solidaridad, de la
igualdad, de la valoración de los talentos, y prestar gran atención al
sostenimiento de las familias, destinando a tal fin una adecuada cantidad de
recursos.
4) Las “res
novae” en la economía
v Nuestro
tiempo está marcado por el complejo fenómeno de la globalización
económico-financiera. La globalización alimenta nuevas
esperanzas, pero origina también grandes interrogantes. Puede producir efectos
potencialmente beneficiosos para toda la humanidad. Pero se descubren también
los riesgos. No faltan indicios reveladores de una tendencia al aumento de las
desigualdades, ya sea entre países avanzados y países en vías de desarrollo, ya
sea al interior de los países. En definitiva, el desafío consiste en asegurar una globalización en la solidaridad,
una globalización sin dejar a nadie al margen.
v Otra
importante consecuencia del proceso de globalización consiste en la gradual
pérdida de eficacia del Estado Nación en la guía de las dinámicas
económico-financieras nacionales. Los gobiernos de cada uno de los países ven
la propia acción en campo económico y social condicionada cada vez con mayor
fuerza por las expectativas de los mercados internacionales de capital. A causa
de los nuevos vínculos entre los operadores globales, las tradicionales medidas
defensivas de los Estados aparecen condenadas al fracaso y la noción misma de mercado
nacional pasa a un segundo plano.
v Surge
entonces la exigencia de que, más allá de los Estados nacionales, sea la misma
comunidad internacional quien asuma esta delicada función, con instrumentos
políticos y jurídicos adecuados y eficaces.
v Una
de las tareas fundamentales de los agentes de la economía internacional es la
consecución de un desarrollo integral y
solidario para la humanidad, es decir, promover a todos los hombres y a todo el
hombre. Esta tarea requiere una concepción de la economía que garantice, a
nivel internacional, la distribución equitativa de los recursos y responda a la
conciencia de la interdependencia —económica, política y cultural— que ya une
definitivamente a los pueblos entre sí y les hace sentirse vinculados a un
único destino.
(Extraído del Compendio de Doctrina Social de la
Iglesia, del Pontificio Consejo de Justicia y Paz)