jueves, 24 de marzo de 2022

 

¿Qué dice la Doctrina Social de la Iglesia sobre

la economía?



La actividad económica y el progreso material deben ponerse al servicio del hombre y de la sociedad: dedicándose a ellos con la fe, la esperanza y la caridad de los discípulos de Cristo, la economía y el progreso pueden transformarse en lugares de salvación y de santificación. La fe en Jesucristo permite una comprensión correcta del desarrollo social, en el contexto de un humanismo integral y solidario.

 

Los bienes, aun cuando son poseídos legítimamente, conservan siempre un destino universal. Toda forma de acumulación indebida es inmoral, porque se halla en abierta contradicción con el destino universal que Dios creador asignó a todos los bienes.

Las riquezas realizan su función de servicio al hombre cuando son destinadas a producir beneficios para los demás y para la sociedad. Las riquezas son un bien que viene de Dios: quien lo posee lo debe usar y hacer circular, de manera que también los necesitados puedan gozar de él; el mal se encuentra en el apego desordenado a las riquezas, en el deseo de acapararlas.

 

1) Moral y economía

v  La doctrina social de la Iglesia insiste en la connotación moral de la economía. Las leyes económicas establecen, desde luego, con toda certeza qué fines no y cuáles sí, y con qué medios, puede alcanzar la actividad humana dentro del orden económico; pero la razón también, apoyándose en la naturaleza de las cosas y del hombre, individual y socialmente considerado, demuestra claramente que a ese orden económico en su totalidad le ha sido prescrito un fin por Dios Creador. Esa ley moral nos manda buscar en la totalidad de nuestras acciones nuestro fin supremo y último.

 

v  La relación entre moral y economía es necesaria e intrínseca: actividad económica y comportamiento moral se compenetran íntimamente. La necesaria distinción entre moral y economía no comporta una separación entre los dos ámbitos, sino al contrario, una reciprocidad importante.

 

v  Dar el justo y debido peso a las razones propias de la economía no significa rechazar como irracional toda consideración de orden metaeconómico, precisamente porque el fin de la economía no está en la economía misma, sino en su destinación humana y social.

 

v  La dimensión moral de la economía hace entender que la eficiencia económica y la promoción de un desarrollo solidario de la humanidad son finalidades estrechamente vinculadas, más que separadas o alternativas. La moral, constitutiva de la vida económica, no es ni contraria ni neutral: cuando se inspira en la justicia y la solidaridad, constituye un factor de eficiencia social para la misma economía.

 

v  EL CAPITALISMO: Si por “capitalismo” se entiende un sistema económico que reconoce el papel fundamental y positivo de la empresa, del mercado, de la propiedad privada y de la consiguiente responsabilidad para con los medios productivos, de la libre creatividad humana en el sector de la economía, la respuesta es ciertamente positiva, aunque quizá sería más apropiado hablar de “economía de empresa”, “economía de mercado” o simplemente de “economía libre”. Pero si por “capitalismo” se entiende un sistema en el cual la libertad, en el ámbito económico, no está encuadrada en un sólido contexto jurídico que la ponga al servicio de la libertad humana integral y la considere como una particular dimensión de la misma, cuyo centro es ético y religioso, entonces la respuesta es absolutamente negativa.

 

2) Iniciativa privada y empresa

v  La doctrina social de la Iglesia considera la libertad de la persona en campo económico un valor fundamental y un derecho inalienable que hay que promover y tutelar. Esta enseñanza pone en guardia contra las consecuencias negativas que se derivarían de la restricción o de la negación del derecho de iniciativa económica. La experiencia nos demuestra que la negación de tal derecho o su limitación en nombre de una pretendida “igualdad” de todos en la sociedad reduce o, sin más, destruye de hecho el espíritu de iniciativa, es decir, la subjetividad creativa del ciudadano.

 

v  La iniciativa económica debe gozar, por tanto, de un espacio amplio. El Estado tiene la obligación moral de imponer vínculos restrictivos sólo en orden a las incompatibilidades entre la persecución del bien común y el tipo de actividad económica puesta en marcha, o sus modalidades de desarrollo.

 

v  La empresa debe caracterizarse por la capacidad de servir al bien común de la sociedad mediante la producción de bienes y servicios útiles. Además de esta función típicamente económica, la empresa desempeña también una función social, creando oportunidades de encuentro, de colaboración, de valoración de las capacidades de las personas implicadas.

 

v  La doctrina social reconoce la justa función del beneficio, como primer indicador del buen funcionamiento de la empresa. Esto no puede hacer olvidar el hecho que no siempre el beneficio indica que la empresa esté sirviendo adecuadamente a la sociedad. Es posible, por ejemplo, que los balances económicos sean correctos y que al mismo tiempo los hombres, que constituyen el patrimonio más valioso de la empresa, sean humillados y ofendidos en su dignidad. Es indispensable que, dentro de la empresa, la legítima búsqueda del beneficio se armonice con la irrenunciable tutela de la dignidad de las personas que a título diverso trabajan en la misma.

 

v  Si en la actividad económica y financiera la búsqueda de un justo beneficio es aceptable, el recurso a la usura está moralmente condenado. Esta condena se extiende también a las relaciones económicas internacionales, especialmente en lo que se refiere a la situación de los países menos desarrollados, a los que no se pueden aplicar sistemas financieros abusivos, si no usurarios.

 

3) Instituciones económicas al servicio del hombre

v  El libre mercado es una institución socialmente importante por su capacidad de garantizar resultados eficientes en la producción de bienes y servicios. Históricamente, el mercado ha dado prueba de saber iniciar y sostener, a largo plazo, el desarrollo económico.

 

v  La doctrina social de la Iglesia aprecia las seguras ventajas que ofrecen los mecanismos del libre mercado, tanto para utilizar mejor los recursos, como para agilizar el intercambio de productos. Un mercado verdaderamente competitivo es un instrumento eficaz para conseguir importantes objetivos de justicia: moderar los excesos de ganancia de las empresas; responder a las exigencias de los consumidores; realizar una mejor utilización y ahorro de los recursos; premiar los esfuerzos empresariales y la habilidad de innovación; hacer circular la información, de modo que realmente se puedan comparar y adquirir los productos en un contexto de sana competencia.

 

v  El libre mercado no puede juzgarse prescindiendo de los fines que persigue y de los valores que transmite a nivel social. El mercado, en efecto, no puede encontrar en sí mismo el principio de la propia legitimación. Pertenece a la conciencia individual y a la responsabilidad pública establecer una justa relación entre medios y fines. La utilidad individual del agente económico, aunque legítima, no debe jamás convertirse en el único objetivo. Al lado de ésta, existe otra, igualmente fundamental y superior, la utilidad social.

 

v  La doctrina social de la Iglesia, aun reconociendo al mercado la función de instrumento insustituible de regulación dentro del sistema económico, pone en evidencia la necesidad de sujetarlo a finalidades morales que aseguren y, al mismo tiempo, circunscriban adecuadamente el espacio de su autonomía. La idea que se pueda confiar sólo al mercado el suministro de todas las categorías de bienes no puede compartirse, porque se basa en una visión reductiva de la persona y de la sociedad.

 

v  Los agentes deben ser efectivamente libres para comparar, evaluar y elegir entre las diversas opciones. Sin embargo la libertad, en ámbito económico, debe estar regulada por un apropiado marco jurídico, capaz de ponerla al servicio de la libertad humana integral.

 

v  La acción del Estado y de los demás poderes públicos debe conformarse al principio de subsidiaridad y crear situaciones favorables al libre ejercicio de la actividad económica; debe también inspirarse en el principio de solidaridad y establecer los límites a la autonomía de las partes para defender a la más débil. La solidaridad sin subsidiaridad puede degenerar fácilmente en asistencialismo, mientras que la subsidiaridad sin solidaridad corre el peligro de alimentar formas de localismo egoísta. Para respetar estos dos principios fundamentales, la intervención del Estado en ámbito económico no debe ser ni ilimitada, ni insuficiente, sino proporcionada a las exigencias reales de la sociedad.

 

v  La tarea fundamental del Estado en ámbito económico es definir un marco jurídico apto para regular las relaciones económicas. La actividad económica, sobre todo en un contexto de libre mercado, no puede desarrollarse en un vacío institucional, jurídico y político. Para llevar a cabo su tarea, el Estado debe elaborar una oportuna legislación, pero también dirigir con circunspección las políticas económicas y sociales.

 

v  Los ingresos fiscales y el gasto público asumen una importancia económica crucial para la comunidad civil y política: el objetivo hacia el cual se debe tender es lograr una finanza pública capaz de ser instrumento de desarrollo y de solidaridad. La finanza pública se orienta al bien común cuando se atiene a algunos principios fundamentales: el pago de impuestos como especificación del deber de solidaridad; racionalidad y equidad en la imposición de los tributos; rigor e integridad en la administración y en el destino de los recursos públicos. En la redistribución de los recursos, las finanzas públicas deben seguir los principios de la solidaridad, de la igualdad, de la valoración de los talentos, y prestar gran atención al sostenimiento de las familias, destinando a tal fin una adecuada cantidad de recursos.

 

4) Las “res novae” en la economía

v  Nuestro tiempo está marcado por el complejo fenómeno de la globalización económico-financiera. La globalización alimenta nuevas esperanzas, pero origina también grandes interrogantes. Puede producir efectos potencialmente beneficiosos para toda la humanidad. Pero se descubren también los riesgos. No faltan indicios reveladores de una tendencia al aumento de las desigualdades, ya sea entre países avanzados y países en vías de desarrollo, ya sea al interior de los países. En definitiva, el desafío consiste en asegurar una globalización en la solidaridad, una globalización sin dejar a nadie al margen.

 

v  Otra importante consecuencia del proceso de globalización consiste en la gradual pérdida de eficacia del Estado Nación en la guía de las dinámicas económico-financieras nacionales. Los gobiernos de cada uno de los países ven la propia acción en campo económico y social condicionada cada vez con mayor fuerza por las expectativas de los mercados internacionales de capital. A causa de los nuevos vínculos entre los operadores globales, las tradicionales medidas defensivas de los Estados aparecen condenadas al fracaso y la noción misma de mercado nacional pasa a un segundo plano.

 

v  Surge entonces la exigencia de que, más allá de los Estados nacionales, sea la misma comunidad internacional quien asuma esta delicada función, con instrumentos políticos y jurídicos adecuados y eficaces.

 

v  Una de las tareas fundamentales de los agentes de la economía internacional es la consecución de un desarrollo integral y solidario para la humanidad, es decir, promover a todos los hombres y a todo el hombre. Esta tarea requiere una concepción de la economía que garantice, a nivel internacional, la distribución equitativa de los recursos y responda a la conciencia de la interdependencia —económica, política y cultural— que ya une definitivamente a los pueblos entre sí y les hace sentirse vinculados a un único destino.

 (Extraído del Compendio de Doctrina Social de la Iglesia, del Pontificio Consejo de Justicia y Paz)



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