¿Qué dice la Doctrina Social de la Iglesia
sobre
la comunidad política?
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El
mensaje bíblico inspira incesantemente el pensamiento cristiano sobre el poder
político, recordando que éste procede de Dios y es parte integrante del orden
creado por Él. Este orden es percibido por las conciencias y se realiza, en la
vida social, mediante la verdad, la justicia, la libertad y la solidaridad que
procuran la paz.
E |
n el Evangelio, Jesús rechaza el poder opresivo
y despótico de los jefes sobre las Naciones, pero jamás rechaza directamente
las autoridades de su tiempo. En la diatriba sobre el pago del tributo al César
afirma que es necesario dar a Dios lo que es de Dios, condenando implícitamente
cualquier intento de divinizar y de absolutizar el poder temporal: sólo Dios
puede exigir todo del hombre. Al mismo tiempo, el poder temporal tiene derecho
a aquello que le es debido: Jesús no considera injusto el tributo al César.
La sumisión, no pasiva, sino por razones de
conciencia al poder constituido responde al orden establecido por Dios. San
Pablo define las relaciones y los deberes de los cristianos hacia las
autoridades. Insiste en el deber cívico de pagar los tributos. El Apóstol no
intenta ciertamente legitimar todo poder, sino más bien ayudar a los cristianos
a procurar el bien ante todos los hombres incluidas las relaciones con la
autoridad, en cuanto está al servicio de Dios para el bien de la persona y para
hacer justicia y castigar al que obra el mal.
San Pedro exhorta a los cristianos a permanecer
sometidos a causa del Señor, a toda institución humana. El rey y sus
gobernantes están para el castigo de los que obran el mal y alabanza de los que
obran el bien. Su autoridad debe ser honrada, es decir reconocida.
La oración por los gobernantes, recomendada por
San Pablo durante las persecuciones, señala explícitamente lo que debe
garantizar la autoridad política: una vida pacífica y tranquila, que transcurra
con toda piedad y dignidad.
1) El fundamento y el fin de la comunidad
política
COMUNIDAD POLÍTICA, PERSONA HUMANA Y PUEBLO.
La
persona humana es el fundamento y el fin de la convivencia política. El
hombre es una persona, no sólo un individuo. Con el término «persona» se indica
una naturaleza dotada de inteligencia y de libre albedrío: es por tanto una realidad
muy superior a la de un sujeto que se expresa en las necesidades producidas por
la sola dimensión material.
v Dotado
de racionalidad, el hombre es responsable de sus propias decisiones y capaz de
perseguir proyectos que dan sentido a su vida, en el plano individual y social.
Esto significa que por ser una criatura social y política por naturaleza, la
vida social no es, pues, para el hombre, sobrecarga accidental, sino una
dimensión esencial e ineludible.
v La
comunidad política deriva de la naturaleza de las personas, cuya conciencia
descubre y manda observar estrictamente el orden inscrito por Dios en todas sus
criaturas: se trata de una ley moral
basada en la religión, la cual posee capacidad muy superior a la de
cualquier otra fuerza o utilidad material para resolver los problemas de la
vida individual y social, así en el interior de las Naciones como en el seno de
la sociedad internacional.
v La
comunidad política, realidad connatural a los hombres, existe para obtener un fin de otra manera inalcanzable: el
crecimiento más pleno de cada uno de sus miembros, llamados a colaborar
establemente para realizar el bien común,
bajo el impulso de su natural inclinación hacia la verdad y el bien.
v La
comunidad política es, y debe ser, la unidad orgánica y organizadora de un
pueblo. El pueblo no es una multitud
amorfa, una masa inerte para manipular e instrumentalizar, sino un conjunto de
personas, cada una de las cuales —en su propio puesto y según su manera propia—
tiene la posibilidad de formar su opinión acerca de la cosa pública y la
libertad de expresar su sensibilidad política y hacerla valer de manera
conveniente al bien común. El pueblo vive de la plenitud de vida de los hombres
que lo componen, cada uno de los cuales es una persona consciente de su propia
responsabilidad y de sus propias convicciones. Quienes pertenecen a una
comunidad política, aun estando unidos orgánicamente entre sí como pueblo,
conservan, sin embargo, una insuprimible autonomía en su existencia personal y
en los fines que persiguen. Lo que
caracteriza en primer lugar a un pueblo es el hecho de compartir la vida y los
valores, fuente de comunión espiritual y moral. La sociedad humana. tiene
que ser considerada, ante todo, como una realidad de orden principalmente
espiritual.
v A
cada pueblo corresponde normalmente una Nación,
pero, por diversas razones, no siempre los confines nacionales coinciden con
los étnicos. Surge así la cuestión de las minorías, que históricamente han dado
lugar a no pocos conflictos. El Magisterio afirma que las minorías constituyen
grupos con específicos derechos y deberes. En primer lugar, un grupo
minoritario tiene derecho a la propia existencia.
v Además,
las minorías tienen derecho a mantener su cultura, incluida la lengua, así como
sus convicciones religiosas, incluida la celebración del culto. En la legítima
reivindicación de sus derechos, las minorías pueden verse empujadas a buscar
una mayor autonomía o incluso la independencia: en estas delicadas
circunstancias, el diálogo y la negociación son el camino para alcanzar la paz.
En todo caso, el recurso al terrorismo es injustificable y dañaría la causa que
se pretende defender. Las minorías tienen también deberes que cumplir, entre
los cuales se encuentra, sobre todo, la cooperación al bien común del Estado en
que se hallan insertos. En particular, el grupo minoritario tiene el deber de
promover la libertad y la dignidad de cada uno de sus miembros y de respetar
las decisiones de cada individuo, incluso cuando uno de ellos decidiera pasar a
la cultura mayoritaria.
TUTELAR Y PROMOVER LOS DERECHOS HUMANOS.
Considerar a la persona humana como fundamento y fin de la comunidad política
significa trabajar, ante todo, por el reconocimiento y el respeto de su
dignidad mediante la tutela y la promoción de los derechos fundamentales e
inalienables del hombre.
v En
los derechos humanos están condensadas las principales exigencias morales y
jurídicas que deben presidir la construcción de la comunidad política. Estos
constituyen una norma objetiva que es el fundamento del derecho positivo y que
no puede ser ignorada por la comunidad política, porque la persona es, desde el
punto de vista ontológico y como finalidad, anterior a aquélla: el derecho
positivo debe garantizar la satisfacción de las exigencias humanas
fundamentales.
v Una
comunidad está sólidamente fundada cuando tiende a la promoción integral de la
persona y del bien común. La comunidad política tiende al bien común cuando actúa
a favor de la creación de un ambiente humano en el que se ofrezca a los
ciudadanos la posibilidad del ejercicio real de los derechos humanos y del
cumplimiento pleno de los respectivos deberes.
2) La autoridad política
EL FUNDAMENTO DE LA AUTORIDAD POLÍTICA.
Dado que Dios ha creado a los hombres sociales por naturaleza y ninguna
sociedad puede conservarse sin un jefe supremo que mueva a todos y a cada uno
con un mismo impulso eficaz, encaminado al bien común, resulta necesaria en
toda sociedad humana una autoridad que la dirija; una autoridad que, como la misma
sociedad, surge y deriva de la naturaleza, y, por tanto, del mismo Dios, que es
su autor. La autoridad política es por tanto necesaria, y debe ser un
componente positivo e insustituible de la convivencia civil.
v La
autoridad política debe garantizar la vida ordenada y recta de la comunidad,
sin suplantar la libre actividad de las personas y de los grupos, sino
disciplinándola y orientándola hacia la realización del bien común, respetando
y tutelando la independencia de los sujetos individuales y sociales.
v El
sujeto de la autoridad política es el pueblo, considerado en su totalidad como
titular de la soberanía. El pueblo transfiere de diversos modos el ejercicio de
su soberanía a aquellos que elige libremente como sus representantes, pero
conserva la facultad de ejercitarla en el control de las acciones de los
gobernantes y también en su sustitución, en caso de que no cumplan
satisfactoriamente sus funciones. Si bien esto es un derecho válido en todo
Estado y en cualquier régimen político, el sistema de la democracia, gracias a
sus procedimientos de control, permite y garantiza su mejor actuación. El solo
consenso popular, sin embargo, no es suficiente para considerar justas las
modalidades del ejercicio de la autoridad política.
v La autoridad debe dejarse
guiar por la ley moral: toda su dignidad deriva de
ejercitarla en el ámbito del orden moral, que tiene a Dios como primer
principio y último fin. De no reconocer los hombres una única ley de
justicia con valor universal, no pueden llegar en nada a un acuerdo pleno y
seguro. Precisamente de este orden proceden la fuerza que la autoridad
tiene para obligar y su legitimidad moral; no del arbitrio o de la voluntad de
poder, y tiene el deber de traducir este orden en acciones concretas para
alcanzar el bien común.
v La
autoridad debe emitir leyes justas, es decir, conformes a la dignidad de la
persona humana y a los dictámenes de la recta razón: la ley humana es tal en cuanto es conforme a la recta razón y por tanto
deriva de la ley eterna. Cuando por el contrario una ley está en contraste
con la razón, se le denomina ley inicua; en tal caso cesa de ser
ley y se convierte más bien en un acto de violencia.
v Quien
rechaza obedecer a la autoridad que actúa según el orden moral se rebela contra
el orden divino. Análogamente la autoridad pública, que tiene su fundamento en
la naturaleza humana y pertenece al orden preestablecido por Dios, si no actúa
en orden al bien común, desatiende su fin propio y por ello mismo se hace
ilegítima.
EL DERECHO A LA OBJECIÓN DE CONCIENCIA.
El ciudadano no está obligado en
conciencia a seguir las prescripciones de las autoridades civiles si éstas son
contrarias a las exigencias del orden
moral, a los derechos fundamentales
de las personas o a las enseñanzas
del Evangelio. Las leyes injustas colocan a la persona moralmente recta
ante dramáticos problemas de conciencia: cuando son llamados a colaborar en
acciones moralmente ilícitas, tienen la obligación de negarse. Además de
ser un deber moral, este rechazo es también un derecho humano elemental que,
precisamente por ser tal, la misma ley civil debe reconocer y proteger.
v Es
un grave deber de conciencia no prestar colaboración, ni siquiera formal, a
aquellas prácticas que, aun siendo admitidas por la legislación civil, están en
contraste con la ley de Dios. Tal cooperación, en efecto, no puede ser jamás justificada, ni invocando el respeto de la libertad
de otros, ni apoyándose en el hecho
de que es prevista y requerida por la ley civil. Nadie puede sustraerse
jamás a la responsabilidad moral de los actos realizados y sobre esta
responsabilidad cada uno será juzgado por Dios mismo.
EL DERECHO DE RESISTENCIA.
Reconocer que el derecho natural funda y limita el derecho positivo significa
admitir que es legítimo resistir a la autoridad en caso de que ésta viole grave
y repetidamente los principios del derecho natural. La doctrina social indica
los criterios para el ejercicio del derecho
de resistencia. La resistencia a la opresión de quienes gobiernan no podrá
recurrir legítimamente a las armas sino cuando se reúnan las condiciones
siguientes:
1) en caso de violaciones ciertas, graves y
prolongadas de los derechos fundamentales;
2) después de haber agotado todos los otros
recursos;
3) sin provocar desórdenes peores;
4) que haya esperanza fundada de éxito;
5) si es imposible prever razonablemente
soluciones mejores.
La lucha armada debe considerarse un remedio
extremo para poner fin a una tiranía evidente y prolongada que atentase
gravemente a los derechos fundamentales de la persona y dañase peligrosamente
el bien común del país. La gravedad de los peligros que el recurso a la
violencia comporta hoy evidencia que es
siempre preferible el camino de la resistencia pasiva, más conforme con los
principios morales y no menos prometedor del éxito.
INFLIGIR LAS PENAS. Para
tutelar el bien común, la autoridad pública legítima tiene el derecho y el
deber de conminar penas proporcionadas a la gravedad de los delitos. El Estado tiene la doble tarea de reprimir
los comportamientos lesivos de los derechos del hombre y de las reglas
fundamentales de la convivencia civil, y remediar, mediante el sistema de
las penas, el desorden causado por la acción delictiva
v La
pena no sirve únicamente para defender el orden público y garantizar la
seguridad de las personas; ésta se convierte, además, en instrumento de
corrección
del culpable, una corrección que asume también el valor moral de
expiación cuando el culpable acepta voluntariamente su pena. La finalidad a la
que tiende es doble: por una parte, favorecer la reinserción de las personas
condenadas; por otra parte, promover una justicia reconciliadora, capaz de
restaurar las relaciones de convivencia armoniosa rotas por el acto criminal.
v La
actividad de los entes encargados de la averiguación de la responsabilidad
penal, que es siempre de carácter personal, ha de tender a la rigurosa búsqueda
de la verdad y se ha de ejercer con respeto pleno de la dignidad y de los
derechos de la persona humana: se trata de garantizar los derechos tanto del
culpable como del inocente. Se debe tener siempre presente el principio
jurídico general en base al cual no se puede aplicar una pena si antes no se ha
probado el delito.
v En
la realización de las averiguaciones se debe observar escrupulosamente la regla
que prohíbe la práctica de la tortura,
aun en el caso de los crímenes más graves tales medios envilecen la dignidad
del hombre, tanto en quien es la víctima como en quien es su verdugo.
v La
Iglesia ve como un signo de esperanza la aversión cada vez más difundida en la
opinión pública a la pena de muerte,
incluso como instrumento de “legítima defensa” social, al considerar las
posibilidades con las que cuenta una sociedad moderna para reprimir eficazmente
el crimen de modo que, neutralizando a quien lo ha cometido, no se le prive
definitivamente de la posibilidad de redimirse.
(continúa)
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