¿Qué dice la Doctrina Social de la Iglesia
sobre
la comunidad política?
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3) El sistema de la democracia
La Iglesia aprecia el sistema de la democracia,
en la medida en que asegura la participación de los ciudadanos en las opciones
políticas y garantiza a los gobernados la posibilidad de elegir y controlar a
sus propios gobernantes, o bien la de sustituirlos oportunamente de manera
pacífica.
LOS VALORES Y LA DEMOCRACIA.
Una auténtica democracia es posible solamente en un Estado de derecho y sobre
la base de una recta concepción de la persona humana. Requiere que se den las
condiciones necesarias para la promoción de las personas concretas, mediante la
educación y la formación en los verdaderos ideales, así como de la
“subjetividad” de la sociedad mediante la creación de estructuras de
participación y de corresponsabilidad.
v Una
auténtica democracia no es sólo el resultado de un respeto formal de las
reglas, sino que es el fruto de la aceptación
convencida de los valores que inspiran los procedimientos democráticos: la
dignidad de toda persona humana, el respeto de los derechos del hombre, la
asunción del «bien común» como fin y criterio regulador de la vida política. Si
no existe un consenso general sobre estos valores, se pierde el significado de la
democracia y se compromete su estabilidad.
v La
doctrina social identifica como uno de los mayores riesgos para las democracias
actuales el relativismo ético, que induce a
considerar inexistente un criterio objetivo y universal para establecer el
fundamento y la correcta jerarquía de valores. Hoy se tiende a afirmar que el agnosticismo y el relativismo escéptico
son la filosofía y la actitud fundamental correspondientes a las formas
políticas democráticas, y que cuantos están convencidos de conocer la verdad y
se adhieren a ella con firmeza no son fiables desde el punto de vista
democrático, al no aceptar que la verdad sea determinada por la mayoría o que
sea variable según los diversos equilibrios políticos. A este propósito,
hay que observar que, si no existe una verdad última, la cual guía y orienta la
acción política, entonces las ideas y las convicciones humanas pueden ser
instrumentalizadas fácilmente para fines de poder. Una democracia sin
valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto,
como demuestra la historia. La democracia es fundamentalmente un “ordenamiento”
y, como tal, un instrumento y no un fin. Su
carácter “moral” no es automático, sino que depende de su conformidad con la
ley moral a la que, como cualquier otro comportamiento humano, debe someterse;
esto es, depende de la moralidad de los fines que persigue y de los medios de
que se sirve.
INSTITUCIONES Y DEMOCRACIA.
El Magisterio reconoce la validez del principio de la división de poderes en un
Estado: es preferible que un poder esté equilibrado por otros poderes y otras
esferas de competencia, que lo mantengan en su justo límite. Es éste el
principio del “Estado de derecho”, en el cual es soberana la ley y no la voluntad
arbitraria de los hombres.
v En
el sistema democrático, la autoridad política es responsable ante el pueblo.
Los organismos representativos deben estar sometidos a un efectivo control por
parte del cuerpo social. Este control es posible ante todo mediante elecciones
libres, que permiten la elección y también la sustitución de los
representantes. La obligación por parte de los electos de rendir cuentas de su
proceder, garantizado por el respeto de los plazos electorales, es un elemento
constitutivo de la representación democrática.
v En
su campo específico (elaboración de leyes, actividad de gobierno y control
sobre ella), los electos deben empeñarse en la búsqueda y en la actuación de lo
que pueda ayudar al buen funcionamiento de la convivencia civil en su conjunto.
La obligación de los gobernantes de
responder a los gobernados no implica en absoluto que los representantes sean
simples agentes pasivos de los electores. El control ejercido por los
ciudadanos, en efecto, no excluye la necesaria libertad que tienen los electos,
en el ejercicio de su mandato, con relación a los objetivos que se deben
proponer: estos no dependen exclusivamente de intereses de parte, sino en
medida mucho mayor de la función de síntesis y de mediación en vistas al bien
común, que constituye una de las finalidades esenciales e irrenunciables de la
autoridad política.
LA COMPONENETE MORAL DE LA REPRESENTACIÓN
POLÍTICA. Quienes tienen responsabilidades políticas no
deben olvidar o subestimar la dimensión
moral de la representación, que consiste en el compromiso de compartir el
destino del pueblo y en buscar soluciones a los problemas sociales. En esta
perspectiva, una autoridad responsable significa también una autoridad ejercida
mediante el recurso a las virtudes que favorecen la práctica del
poder con espíritu de servicio (paciencia, modestia, moderación, caridad,
generosidad); una autoridad ejercida por personas capaces de asumir
auténticamente como finalidad de su actuación el bien común y no el prestigio o
el logro de ventajas personales.
v En
ese sentido, la corrupción de los gobernantes y funcionarios constituye uno de
los mayores problemas que suele sufrir la comunidad política, porque traiciona
al mismo tiempo los principios de la moral y las normas de la justicia social;
compromete el correcto funcionamiento del Estado, influyendo negativamente en
la relación entre gobernantes y gobernados; introduce una creciente
desconfianza respecto a las instituciones públicas, causando un progresivo
menosprecio de los ciudadanos por la política y sus representantes, con el
consiguiente debilitamiento de las instituciones. La corrupción distorsiona de raíz el papel de las instituciones
representativas, porque las usa como terreno de intercambio político entre
peticiones clientelistas y prestaciones de los gobernantes. De este modo, las
opciones políticas favorecen los objetivos limitados de quienes poseen los
medios para influenciarlas e impiden la realización del bien común de todos los
ciudadanos.
v La
administración pública, a cualquier nivel —nacional, regional, municipal—, como
instrumento del Estado, tiene como finalidad servir a los ciudadanos: el
Estado, al servicio de los ciudadanos, es el gestor de los bienes del pueblo,
que debe administrar en vista del bien común. Esta perspectiva se opone a la
burocratización excesiva, que se verifica cuando las instituciones, volviéndose
complejas en su organización y pretendiendo gestionar toda área a disposición,
terminan por ser abatidas por el funcionalismo impersonal, por la exagerada
burocracia, por los injustos intereses privados, por el fácil y generalizado
encogerse de hombros. El papel de quien trabaja en la administración pública no
ha de concebirse como algo impersonal y burocrático, sino como una ayuda
solícita al ciudadano, ejercitada con espíritu
de servicio.
INSTRUMENTOS DE PARTICIPACIÓN POLÍTICA.
Los partidos políticos tienen la
tarea de favorecer una amplia participación y el acceso de todos a las
responsabilidades públicas. Los partidos
están llamados a interpretar las aspiraciones de la sociedad civil
orientándolas al bien común, ofreciendo a los ciudadanos la posibilidad
efectiva de concurrir a la formación de las opciones políticas. Los
partidos deben ser democráticos en su estructura interna, capaces de síntesis
política y con visión de futuro.
INFORMACIÓN Y DEMOCRACIA.
La información se encuentra entre los principales instrumentos de participación
democrática. Es impensable la participación sin el conocimiento de los problemas de
la comunidad política, de los datos de hecho y de las varias propuestas de
solución. Es necesario asegurar un pluralismo real en este delicado
ámbito de la vida social, garantizando una multiplicidad de formas e
instrumentos en el campo de la información y de la comunicación, y facilitando
condiciones de igualdad en la posesión y uso de estos instrumentos mediante
leyes apropiadas.
v Entre
los obstáculos que se interponen a la plena realización del derecho a la objetividad
en la información, merece particular atención el fenómeno de las
concentraciones editoriales y televisivas, con peligrosos efectos sobre todo el
sistema democrático cuando a este fenómeno corresponden vínculos cada vez más
estrechos entre la actividad gubernativa, los poderes financieros y la
información.
v Los
medios de comunicación social se deben utilizar para edificar y sostener la
comunidad humana, en los diversos sectores: económico, político, cultural,
educativo, religioso. La información de estos medios es un servicio del bien
común. La sociedad tiene derecho a una información fundada en la verdad, la
libertad, la justicia y la solidaridad.
v La
cuestión esencial en este ámbito es si el actual sistema informativo contribuye
a hacer a la persona humana realmente mejor, es decir, más madura
espiritualmente, más consciente de su dignidad humana, más responsable, más
abierta a los demás, en particular a los más necesitados y a los más débiles.
Otro aspecto de gran importancia es la necesidad de que las nuevas tecnologías respeten
las legítimas diferencias culturales.
v En
el mundo de los medios de comunicación social las dificultades intrínsecas de
la comunicación frecuentemente se agigantan a causa de la ideología, del deseo
de ganancia y de control político, de las rivalidades y conflictos entre
grupos, y otros males sociales. Los
valores y principios morales valen también para el sector de las comunicaciones
sociales: la dimensión ética no sólo atañe al contenido de la comunicación
(el mensaje) y al proceso de comunicación (cómo se realiza la comunicación),
sino también a cuestiones fundamentales, estructurales y sistemáticas, que a
menudo incluyen múltiples asuntos de política acerca de la distribución de
tecnología y productos de alta calidad (¿quién será rico y quién pobre en
información?).
v En
estas tres áreas —el mensaje, el proceso, las cuestiones estructurales— se debe
aplicar un principio moral fundamental: la
persona y la comunidad humana son el fin y la medida del uso de los medios de
comunicación social. Un segundo principio es complementario del primero: el bien de las personas no se puede realizar
independientemente del bien común de las comunidades a las que pertenecen.
Es necesaria una participación en el proceso de la toma de decisiones acerca de
la política de las comunicaciones. Esta participación, de forma pública, debe
ser auténticamente representativa y no dirigida a favorecer grupos
particulares, cuando los medios de comunicación social persiguen fines de
lucro.
4) La comunidad política al servicio de la sociedad
civil
EL VALOR DE LA SOCIEDAD CIVIL.
La sociedad civil es un conjunto de
relaciones y de recursos, culturales y asociativos, relativamente autónomos del
ámbito político y del económico. Se caracteriza por su capacidad de
iniciativa, orientada a favorecer una convivencia social más libre y justa, en
la que los diversos grupos de ciudadanos se asocian y se movilizan para
elaborar y expresar sus orientaciones, para hacer frente a sus necesidades
fundamentales y para defender sus legítimos intereses.
v La
comunidad política se constituye para servir a la sociedad civil, de la cual
deriva. La Iglesia ha contribuido a establecer la distinción entre comunidad política y
sociedad civil, sobre todo con su visión del hombre, entendido como ser
autónomo, relacional, abierto a la Trascendencia: esta visión contrasta tanto
con las ideologías políticas de carácter individualista, cuanto con las
totalitarias que tienden a absorber la sociedad civil en la esfera del Estado.
v El
empeño de la Iglesia en favor del pluralismo social se propone conseguir una
realización más adecuada del bien común y de la misma democracia, según los
principios de la solidaridad, la subsidiaridad y la justicia.
EL PRIMADO DE LA SOCIEDAD CIVIL.
La comunidad política y la sociedad civil, aun cuando estén recíprocamente
vinculadas y sean interdependientes, no son iguales en la jerarquía de los
fines. La comunidad política está
esencialmente al servicio de la sociedad civil y, en último análisis, de
las personas y de los grupos que la componen. La sociedad civil, por tanto, no
puede considerarse un mero apéndice o una variable de la comunidad política: al
contrario, ella tiene la preeminencia, ya que es precisamente la sociedad civil
la que justifica la existencia de la comunidad política.
v El
Estado debe aportar un marco jurídico adecuado para el libre ejercicio de las
actividades de los sujetos sociales y estar preparado a intervenir, cuando sea
necesario y respetando el principio de subsidiaridad, para orientar al bien
común la dialéctica entre las libres asociaciones activas en la vida
democrática. La sociedad civil es heterogénea y fragmentaria, no carente de
ambigüedades y contradicciones: es también lugar de enfrentamiento entre
intereses diversos, con el riesgo de que el más fuerte prevalezca sobre el más
indefenso.
LA APLICACIÓN DEL PRINCIPIO DE SUBSIDIARIDAD.
La comunidad política debe regular sus
relaciones con la sociedad civil según el principio de subsidiaridad: es
esencial que el crecimiento de la vida democrática comience en el tejido
social. Las actividades de la sociedad civil —sobre todo de voluntariado y
cooperación en el ámbito privado-social, sintéticamente
definido «tercer sector» para distinguirlo de los ámbitos del Estado y del mercado— constituyen las modalidades más adecuadas para
desarrollar la dimensión social de la persona, que en tales actividades puede
encontrar espacio para su plena manifestación.
v La
progresiva expansión de las iniciativas sociales fuera de la esfera estatal
crea nuevos espacios para la presencia activa y para la acción directa de los
ciudadanos, integrando las funciones desarrolladas por el Estado. Este
importante fenómeno con frecuencia se ha realizado por caminos y con
instrumentos informales, dando vida a modalidades nuevas y positivas de
ejercicio de los derechos de la persona que enriquecen cualitativamente la vida
democrática.
v La cooperación, incluso en sus
formas menos estructuradas, se delinea como una de las respuestas más fuertes a
la lógica del conflicto y de la competencia sin límites, que hoy aparece como
predominante. Las relaciones que se instauran en un
clima de cooperación y solidaridad superan las divisiones ideológicas,
impulsando a la búsqueda de lo que une más allá de lo que divide.
5) El Estado y las comunidades religiosas
LA LIBERTAD RELIGIOSA, UN DERECHO HUMANO
FUNDAMENTAL. La dignidad de la persona y la naturaleza
misma de la búsqueda de Dios, exigen para todos los hombres la inmunidad frente
a cualquier coacción en el campo religioso. La
sociedad y el Estado no deben constreñir a una persona a actuar contra su
conciencia, ni impedirle actuar conforme a ella. La libertad religiosa
no supone una licencia moral para adherir al error, ni un implícito derecho al
error.
v La
libertad de conciencia y de religión corresponde al hombre individual y
socialmente considerado. El derecho a la libertad religiosa debe ser reconocido
en el ordenamiento jurídico y sancionado como derecho civil. Sin embargo, no es
de por sí un derecho ilimitado. Los justos límites al ejercicio de la libertad
religiosa deben ser determinados para cada situación social mediante la
prudencia política, según las exigencias del bien común, y ratificados por la
autoridad civil mediante normas jurídicas conformes al orden moral objetivo.
v En
razón de sus vínculos históricos y culturales con una Nación, una comunidad
religiosa puede recibir un especial reconocimiento por parte del Estado: este
reconocimiento no debe, en modo alguno, generar una discriminación de orden
civil o social respecto a otros grupos religiosos.
IGLESIA CATÓLICA Y COMUNIDAD POLÍTICA: 1- AUTONOMÍA
E INDEPENDENCIA. La Iglesia y la comunidad política son
de naturaleza diferente, tanto por su configuración como por las finalidades
que persiguen. La comunidad política y la Iglesia son independientes y autónomas, cada
una en su propio terreno. La Iglesia se organiza para satisfacer las
exigencias espirituales de sus fieles, mientras que las diversas comunidades
políticas generan relaciones e instituciones al servicio de todo lo que
pertenece al bien común temporal. La
autonomía e independencia de las dos realidades se muestran claramente sobre
todo en el orden de los fines.
v El
deber de respetar la libertad religiosa impone a la comunidad política que
garantice a la Iglesia el necesario espacio de acción. Por su parte, la Iglesia
no tiene un campo de competencia específica en lo que se refiere a la
estructura de la comunidad política: la
Iglesia respeta la legítima autonomía del orden democrático; pero no posee título
alguno para expresar preferencias por una u otra solución institucional o
constitucional, ni tiene tampoco la tarea de valorar los programas políticos,
si no es por sus implicaciones religiosas y morales.
IGLESIA CATÓLICA Y COMUNIDAD POLÍTICA: 2- COLABORACIÓN.
La recíproca autonomía de la Iglesia
y la comunidad política no comporta una
separación tal que excluya la colaboración: ambas, aunque a título
diverso, están al servicio de la vocación personal y social de los mismos
hombres. La Iglesia y la comunidad política pueden desarrollar su servicio
con tanta mayor eficacia, para bien de todos, cuanto mejor cultiven ambas entre
sí una sana cooperación, habida
cuenta de las circunstancias de lugar y tiempo.
v La Iglesia tiene derecho al reconocimiento
jurídico de su propia identidad. Precisamente porque su
misión abarca toda la realidad humana, la Iglesia, sintiéndose íntima y
realmente solidaria del género humano y de su historia, reivindica la libertad
de expresar su juicio moral sobre estas realidades, cuantas veces lo exija la
defensa de los derechos fundamentales de la persona o la salvación de las
almas.
v La Iglesia por tanto pide:
libertad de expresión, de enseñanza, de evangelización; libertad de ejercer el
culto públicamente; libertad de organizarse y tener sus reglamentos internos;
libertad de elección, de educación, de nombramiento y de traslado de sus
ministros; libertad de construir edificios religiosos; libertad de adquirir y
poseer bienes adecuados para su actividad; libertad de asociarse para fines no
sólo religiosos, sino también educativos, culturales, de salud y caritativos.
v Con
el fin de prevenir y atenuar posibles conflictos entre la Iglesia y la
comunidad política, la experiencia jurídica de la Iglesia y del Estado ha delineado
diversas formas estables de relación e instrumentos aptos para garantizar
relaciones armónicas. Esta experiencia es un punto de referencia esencial para
los casos en que el Estado pretende invadir el campo de acción de la Iglesia,
obstaculizando su libre actividad, incluso hasta perseguirla abiertamente o,
viceversa, en los casos en que las organizaciones eclesiales no actúen
correctamente con respecto al Estado.
(Extraído del Compendio de Doctrina Social de la
Iglesia, del Pontificio Consejo de Justicia y Paz)
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