¿Qué dice la Doctrina Social de la Iglesia
sobre
la promoción de la paz?
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En la
Revelación bíblica, la paz es mucho más que la simple ausencia de guerra:
representa la plenitud de la vida; más que una construcción humana, es un sumo
don divino ofrecido a todos los hombres, que comporta la obediencia al plan de
Dios. La paz es el efecto de la bendición de Dios sobre su pueblo. Esta paz
genera fecundidad, bienestar, prosperidad, ausencia de temor y alegría
profunda.
La paz
es la meta de la convivencia social. La
promesa de paz, que recorre todo el Antiguo Testamento, halla su cumplimiento
en la Persona de Jesús. La paz es el bien mesiánico por excelencia, que engloba
todos los demás bienes salvíficos. El reino del Mesías es precisamente el reino
de la paz. El don de la paz sella su testamento espiritual: «Os
dejo la paz, mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo» (Jn
14,27).
La paz de Cristo es, ante todo, la
reconciliación con el Padre, que se realiza mediante la
misión apostólica confiada por Jesús a sus discípulos y que comienza con un
anuncio de paz. La paz es además reconciliación con los hermanos, porque
Jesús, en la oración que nos enseñó, el «Padre nuestro», asocia el perdón
pedido a Dios con el que damos a los hermanos. Con esta doble reconciliación,
el cristiano puede convertirse en artífice de paz y, por tanto, partícipe del
Reino de Dios, según lo que Jesús mismo proclama: «Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán
llamados hijos de Dios» (Mt 5,9).
La
acción por la paz nunca está separada del anuncio del Evangelio, que es
ciertamente «la Buena Nueva de la paz» dirigida a todos los hombres.
1) La paz: fruto de la justicia y de la
caridad
La paz es un valor y un deber universal; halla
su fundamento en el orden racional y moral de la sociedad que tiene sus raíces
en Dios mismo. La paz no es simplemente ausencia de guerra, ni siquiera un equilibrio
estable entre fuerzas adversarias, sino que se funda sobre una correcta
concepción de la persona humana y requiere la edificación de un orden según la
justicia y la caridad.
v La paz es fruto de la justicia,
entendida en sentido amplio, como el respeto del equilibrio de todas las
dimensiones de la persona humana. La paz peligra cuando al hombre no se le
reconoce aquello que le es debido en cuanto hombre, cuando no se respeta su
dignidad y cuando la convivencia no está orientada hacia el bien común. Para construir una sociedad pacífica y
lograr el desarrollo integral de los individuos, pueblos y Naciones, resulta
esencial la defensa y la promoción de los derechos humanos.
v La paz también es fruto del
amor. La verdadera paz tiene más de caridad que de
justicia, porque a la justicia corresponde sólo quitar los impedimentos de la
paz: la ofensa y el daño; pero la paz misma es un acto propio y específico de
caridad.
“La paz no es simplemente ausencia de guerra, ni siquiera un
equilibrio estable entre fuerzas adversarias, sino que se funda sobre una
correcta concepción de la persona humana y requiere la edificación de un orden
según la justicia y la caridad.”
v La
paz se construye día a día en la búsqueda del orden querido por Dios
y sólo puede florecer cuando cada uno reconoce la propia responsabilidad para
promoverla. Para prevenir conflictos y violencias, es absolutamente necesario
que la paz comience a vivirse como un valor en el interior de cada persona: así
podrá extenderse a las familias y a las diversas formas de agregación social,
hasta alcanzar a toda la comunidad política. En un dilatado clima de concordia
y respeto de la justicia, puede madurar una auténtica cultura de paz, capaz de
extenderse también a la Comunidad Internacional. La paz es, por tanto, el fruto del orden plantado en la sociedad humana
por su divino Fundador, y que los hombres, sedientos siempre de una justicia
más perfecta, han de llevar a cabo. Este ideal de paz no se puede lograr si
no se asegura el bien de las personas y la comunicación espontánea entre los
hombres de sus riquezas de orden intelectual y espiritual.
v La violencia no constituye
jamás una respuesta justa. La Iglesia proclama, con la convicción
de su fe en Cristo y con la conciencia de su misión, que la violencia es un
mal, que la violencia es inaceptable como solución de los problemas, que la
violencia es indigna del hombre. La violencia destruye lo que pretende
defender: la dignidad, la vida, la libertad del ser humano.
v El
mundo actual necesita también el testimonio de profetas no armados. Los que renuncian a la acción violenta y
sangrienta y recurren para la defensa de los derechos del hombre a medios que
están al alcance de los más débiles, dan testimonio de caridad evangélica,
siempre que esto se haga sin lesionar los derechos y obligaciones de los otros
hombres y de las sociedades. Atestiguan legítimamente la gravedad de los
riesgos físicos y morales del recurso a la violencia con sus ruinas y sus muertes.
“La violencia no constituye jamás una respuesta justa. La violencia destruye lo que pretende defender: la dignidad, la vida,
la libertad del ser humano.”
2) El fracaso de la paz: la guerra
En
nuestra época, que se jacta de poseer la energía atómica, resulta un absurdo
sostener que la guerra es un medio apto para resarcir el derecho violado.
La guerra es un flagelo y no representa jamás un medio idóneo para resolver los
problemas que surgen entre las Naciones. Nada se pierde con la paz; todo puede
perderse con la guerra. Los daños causados por un conflicto armado no son
solamente materiales, sino también morales. La guerra es, en definitiva, el
fracaso de todo auténtico humanismo, siempre es una derrota de la humanidad.
v La
búsqueda de soluciones alternativas a la guerra para resolver los conflictos
internacionales ha adquirido hoy un carácter de dramática urgencia, ya que el
ingente poder de los medios de destrucción, accesibles incluso a las medias y
pequeñas potencias, y la conexión cada vez más estrecha entre los pueblos de
toda la tierra, hacen muy arduo o prácticamente imposible limitar las consecuencias
de un conflicto.
v Es,
pues, esencial la búsqueda de las causas que originan un conflicto bélico, ante
todo las relacionadas con situaciones estructurales de injusticia, de miseria y
de explotación, sobre las que hay que intervenir con el objeto de eliminarlas.
Por eso, el otro nombre de la paz es el desarrollo. Igual que existe la
responsabilidad colectiva de evitar la guerra, también existe la
responsabilidad colectiva de promover el desarrollo.
v Los
Estados no siempre disponen de los instrumentos adecuados para proveer
eficazmente a su defensa: de ahí la necesidad y la importancia de las
Organizaciones internacionales y regionales, que deben ser capaces de colaborar
para hacer frente a los conflictos y fomentar la paz, instaurando relaciones de
confianza recíproca, que hagan impensable el recurso a la guerra.
LA LEGÍTIMA DEFENSA. Una
guerra de agresión es intrínsecamente inmoral. En el trágico caso que
estalle la guerra, los responsables del Estado agredido tienen el derecho y el
deber de organizar la defensa, incluso usando la fuerza de las armas.
Para que sea lícito el uso de la fuerza, se
deben cumplir simultáneamente unas condiciones rigurosas:
Ø que
el daño causado por el agresor a la Nación o a la comunidad de las naciones sea
duradero, grave y cierto;
Ø que
todos los demás medios para poner fin a la agresión hayan resultado
impracticables o ineficaces;
Ø que
se reúnan las condiciones serias de éxito;
Ø que
el empleo de las armas no entrañe males y desórdenes más graves que el mal que
se pretende eliminar. El poder de los medios modernos de destrucción obliga a
una prudencia extrema en la apreciación de esta condición.
Estos son los elementos tradicionales enumerados
en la doctrina llamada de la guerra
justa. La apreciación de estas condiciones de legitimidad moral pertenece
al juicio prudente de quienes están a cargo del bien común.
v Esta
responsabilidad justifica la posesión de medios suficientes para ejercer el
derecho a la defensa; sin embargo, los Estados siguen teniendo la obligación de
hacer todo lo posible para garantizar las condiciones de la paz, no sólo en su
propio territorio, sino en todo el mundo. No se puede olvidar que una cosa es
utilizar la fuerza militar para defenderse con justicia y otra muy distinta
querer someter a otras Naciones. La potencia bélica no legitima cualquier uso
militar o político de ella. Y una vez estallada la guerra lamentablemente, no
por eso todo es lícito entre los beligerantes.
v La Carta de las Naciones
Unidas, surgida de la tragedia de la Segunda Guerra
Mundial, y dirigida a preservar las generaciones futuras del flagelo de la
guerra, se basa en la prohibición generalizada del recurso a la fuerza para
resolver los conflictos entre los Estados, con excepción de dos casos: la
legítima defensa y las medidas tomadas por el Consejo de
Seguridad, en el ámbito de sus responsabilidades, para mantener la paz.
En cualquier caso, el ejercicio del derecho a defenderse debe respetar los
tradicionales límites de la necesidad y de la proporcionalidad.
“No se puede olvidar que una cosa es utilizar la fuerza militar para
defenderse con justicia y otra muy distinta querer someter a otras Naciones. La
potencia bélica no legitima cualquier uso militar o político de ella.”
v Una
acción
bélica preventiva, emprendida sin pruebas evidentes de que una agresión
está por desencadenarse, no deja de plantear graves interrogantes de tipo moral
y jurídico. Por tanto, sólo una decisión de los organismos competentes, basada
en averiguaciones exhaustivas y con fundados motivos, puede otorgar
legitimación internacional al uso de la fuerza armada, autorizando una
injerencia en la esfera de la soberanía propia de un Estado, en cuanto
identifica determinadas situaciones como una amenaza para la paz.
DEFENDER LA PAZ. Las
exigencias de la legítima defensa justifican la existencia de las fuerzas
armadas en los Estados, cuya acción debe estar al servicio de la paz: quienes
custodian con ese espíritu la seguridad y la libertad de un país, dan una
auténtica contribución a la paz.
v Las
personas que prestan su servicio en las fuerzas armadas, tienen el deber
específico de defender el bien, la verdad y la justicia en el mundo; no son
pocos los que en este contexto han sacrificado la propia vida por estos valores
y por defender vidas inocentes. El número creciente de militares que trabajan
en fuerzas multinacionales, en el ámbito de las misiones humanitarias y de paz,
promovidas por las Naciones Unidas, es un hecho significativo.
v Los
miembros de las fuerzas armadas están moralmente obligados a oponerse a las
órdenes que prescriben cumplir crímenes contra el derecho de gentes y sus
principios universales. Los militares son plenamente responsables de los actos
que realizan violando los derechos de las personas y de los pueblos o las
normas del derecho internacional humanitario. Estos actos no se pueden
justificar con el motivo de la obediencia a órdenes superiores.
(continúa)
EL DEBER DE PROTEGER A LOS INOCENTES.
El derecho al uso de la fuerza en legítima defensa está asociado al deber de
proteger y ayudar a las víctimas inocentes que no pueden defenderse de la
agresión.
v En
los conflictos de la era moderna, frecuentemente al interior de un mismo
Estado, también deben ser plenamente respetadas las disposiciones del derecho
internacional humanitario. Con mucha frecuencia la población civil es atacada,
a veces incluso como objetivo bélico. En algunos casos es brutalmente asesinada
o erradicada de sus casas y de la propia tierra con emigraciones forzadas, bajo
el pretexto de una «limpieza étnica» inaceptable. En estas trágicas
circunstancias, es necesario que las ayudas humanitarias lleguen a la población
civil y que nunca sean utilizadas para condicionar a los beneficiarios: el bien
de la persona humana debe tener la precedencia sobre los intereses de las
partes en conflicto.
“Los
militares son plenamente responsables de los actos que realizan violando los
derechos de las personas y de los pueblos o las normas del derecho
internacional humanitario. Estos actos no se pueden justificar con el motivo de
la obediencia a órdenes superiores.”
v El principio de humanidad,
inscrito en la conciencia de cada persona y pueblo, conlleva la obligación de
proteger a la población civil de los efectos de la guerra. Esa mínima
protección de la dignidad de todo ser humano, garantizada por el derecho
internacional humanitario, muy a menudo es violada en nombre de exigencias
militares o políticas, que jamás deberían prevalecer sobre el valor de la
persona humana. Es necesario hoy lograr un nuevo consenso sobre los principios
humanitarios y reforzar sus fundamentos, para impedir que se repitan
atrocidades y abusos.
v Una
categoría especial de víctimas de la guerra son los refugiados, que a causa de los combates se ven obligados a huir
de los lugares donde viven habitualmente, hasta encontrar protección en países
diferentes de donde nacieron.
v Los
conatos de eliminar enteros grupos nacionales, étnicos, religiosos o
lingüísticos son delitos contra Dios y contra la misma humanidad, y los autores
de estos crímenes deben responder ante la justicia. El siglo XX se ha
caracterizado trágicamente por diversos genocidios: el de los armenios, los
ucranios, los camboyanos, los acaecidos en África y en los Balcanes. Entre
ellos sobresale el holocausto del pueblo hebreo, la Shoah.
v La
Comunidad Internacional en su conjunto tiene la obligación moral de intervenir
a favor de aquellos grupos cuya misma supervivencia está amenazada o cuyos
derechos humanos fundamentales son gravemente violados. Los Estados, en cuanto
parte de una Comunidad Internacional, no pueden permanecer indiferentes; al
contrario, si todos los demás medios a disposición se revelaran ineficaces, es
legítimo, e incluso obligado, emprender iniciativas concretas para desarmar al
agresor. El principio de la soberanía nacional no se puede aducir como pretexto
para impedir la intervención en defensa de las víctimas. Las medidas adoptadas
deben aplicarse respetando plenamente el derecho internacional y el principio
fundamental de la igualdad entre los Estados.
v La
Comunidad Internacional se ha dotado de un Tribunal
Penal Internacional para castigar a los responsables de actos
particularmente graves: crímenes de genocidio, crímenes contra la humanidad,
crímenes de guerra, crimen de agresión. El Magisterio no ha dejado de animar
repetidamente esta iniciativa.
MEDIDAS CONTRA QUIEN AMENAZA LA PAZ.
Las sanciones, en las formas previstas por el ordenamiento internacional
contemporáneo, buscan corregir el comportamiento del gobierno de un país que
viola las reglas de la pacífica y ordenada convivencia internacional o que
practica graves formas de opresión contra la población.
v Las
finalidades de las sanciones deben ser precisadas de manera inequívoca y las
medidas adoptadas deben ser periódicamente verificadas por los organismos
competentes de la Comunidad Internacional, con el fin de lograr una estimación
objetiva de su eficacia y de su impacto real en la población civil. La
verdadera finalidad de estas medidas es abrir paso a la negociación y al
diálogo.
v Las
sanciones no deben constituir jamás un instrumento de castigo directo contra
toda la población: no es lícito que a causa de estas sanciones tengan que
sufrir poblaciones enteras, especialmente sus miembros más vulnerables. Las
sanciones económicas, en particular, son un instrumento que ha de usarse con
gran ponderación y someterse a estrictos criterios jurídicos y éticos. El
embargo económico debe ser limitado en el tiempo y no puede ser justificado
cuando los efectos que produce se revelan indiscriminados.
EL DESARME. La doctrina social propone la meta
de un desarme general, equilibrado y controlado. El enorme aumento de las armas
representa una amenaza grave para la estabilidad y la paz.
v El principio de suficiencia,
en virtud del cual un Estado puede poseer únicamente los medios necesarios para
su legítima defensa, debe ser aplicado tanto por los Estados que compran armas,
como por aquellos que las producen y venden. Cualquier acumulación excesiva de
armas, o su comercio generalizado, no pueden ser justificados moralmente; estos
fenómenos deben también juzgarse a la luz de la normativa internacional en
materia de no-proliferación, producción, comercio y uso de los diferentes tipos
de armamento. Las armas nunca deben ser consideradas según los mismos criterios
de otros bienes económicos a nivel mundial o en los mercados internos.
v La disuasión.
El Magisterio, también ha formulado una valoración moral del fenómeno de la
disuasión. La acumulación de armas es para muchos como una manera paradójica de
apartar de la guerra a posibles adversarios. Ven en ella el más eficaz de los
medios, para asegurar la paz entre las Naciones. Este procedimiento de
disuasión merece severas reservas morales. La
carrera de armamentos no asegura la paz. En lugar de eliminar las causas de
guerra, corre el riesgo de agravarlas. Las políticas de disuasión nuclear,
típicas del período de la llamada Guerra Fría, deben ser sustituidas por
medidas concretas de desarme, basadas en el diálogo y la negociación
multilateral.
v Las armas de destrucción
masiva —biológicas, químicas y nucleares— representan
una amenaza particularmente grave; quienes las poseen tienen una enorme
responsabilidad delante de Dios y de la humanidad entera. El principio de la no-proliferación de armas nucleares, junto con
las medidas para el desarme nuclear, así como la prohibición de pruebas
nucleares, constituyen objetivos estrechamente unidos entre sí, que deben
alcanzarse en el menor tiempo posible por medio de controles eficaces a nivel
internacional. La prohibición de desarrollar, producir, acumular y emplear
armas químicas y biológicas, así como las medidas que exigen su destrucción,
completan el cuadro normativo internacional para proscribir estas armas
nefastas, cuyo uso ha sido explícitamente reprobado por el Magisterio: “Toda acción bélica que tiende indiscriminadamente
a la destrucción de ciudades enteras o de extensas regiones junto con sus
habitantes, es un crimen contra Dios y la humanidad que hay que condenar con firmeza
y sin vacilaciones”.
v El
desarme debe extenderse a la interdicción de armas que infligen efectos
traumáticos excesivos o que golpean indiscriminadamente, así como las minas
antipersona, un tipo de pequeños artefactos, inhumanamente insidiosos, porque
siguen dañando durante mucho tiempo después del fin de las hostilidades: los
Estados que las producen, comercializan o las usan todavía, deben cargar con la
responsabilidad de retrasar gravemente la total eliminación de estos
instrumentos mortíferos. La Comunidad Internacional debe continuar empeñándose
en la limpieza de campos minados, promoviendo una eficaz cooperación, incluida
la formación técnica, con los países que no disponen de medios propios aptos
para efectuar esta urgente labor de sanear sus territorios y que no están en
condiciones de proporcionar una asistencia adecuada a las víctimas de las
minas.
v Armas ligeras e individuales.
Es necesario que se adopten las medidas apropiadas para el control de la
producción, la venta, la importación y la exportación de armas ligeras e
individuales, que favorecen muchas manifestaciones de violencia. La venta y el
tráfico de estas armas constituyen una seria amenaza para la paz: son las que
matan un mayor número de personas y las más usadas en los conflictos no
internacionales; su disponibilidad aumenta el riesgo de nuevos conflictos y la
intensidad de aquellos en curso. La actitud de los Estados que aplican rígidos
controles al tráfico internacional de armas pesadas, mientras que no prevén
nunca, o sólo en raras ocasiones, restricciones al comercio de armas ligeras e
individuales, es una contradicción inaceptable. Es indispensable y urgente que
los Gobiernos adopten medidas apropiadas para controlar la producción,
acumulación, venta y tráfico de estas armas, con el fin de contrarrestar su
creciente difusión, en gran parte entre grupos de combatientes que no
pertenecen a las fuerzas armadas de un Estado.
v “Niños soldado”.
Debe denunciarse la utilización de niños y adolescentes como soldados en
conflictos armados, a pesar de que su corta edad debería impedir su
reclutamiento. Éstos se ven obligados a combatir a la fuerza, o bien lo eligen
por propia iniciativa sin ser plenamente conscientes de las consecuencias. Se
trata de niños privados no sólo de la instrucción que deberían recibir y de una
infancia normal, sino además adiestrados para matar: todo esto constituye un
crimen intolerable. Su empleo en las fuerzas combatientes de cualquier tipo
debe suprimirse; al mismo tiempo, es necesario proporcionar toda la ayuda
posible para el cuidado, la educación y la rehabilitación de aquellos que han participado
en combates.
LA CONDENA DEL TERRORISMO.
El terrorismo es una de las formas más brutales de violencia que actualmente
perturba a la Comunidad Internacional, pues siembra odio, muerte, deseo de
venganza y de represalia.
v De
estrategia subversiva, típica sólo de algunas organizaciones extremistas,
dirigida a la destrucción de las cosas y al asesinato de las personas, el
terrorismo se ha transformado en una red oscura de complicidades políticas, que
utiliza también sofisticados medios técnicos, se vale frecuentemente de
ingentes cantidades de recursos financieros y elabora estrategias a gran
escala, atacando personas totalmente inocentes, víctimas casuales de las
acciones terroristas.
v Los
objetivos de los ataques terroristas son, en general, los lugares de la vida
cotidiana y no objetivos militares en el contexto de una guerra declarada. El
terrorismo actúa y golpea a ciegas, fuera de las reglas con las que los hombres
han tratado de regular sus conflictos, por ejemplo, mediante el derecho
internacional humanitario. En muchos casos se admite como nuevo sistema de
guerra el uso de los métodos del terrorismo.
v No
se deben desatender las causas que originan esta inaceptable forma de
reivindicación. La lucha contra el terrorismo presupone el deber moral de
contribuir a crear las condiciones para que no nazca ni se desarrolle.
v El
terrorismo se debe condenar de la manera más absoluta. Manifiesta un desprecio
total de la vida humana, y ninguna motivación puede justificarlo, en cuanto el
hombre es siempre fin, y nunca medio. Los actos de terrorismo hieren
profundamente la dignidad humana y constituyen una ofensa a la humanidad
entera.
v Existe,
por tanto, un derecho a defenderse del terrorismo. Este derecho no puede, sin
embargo, ejercerse sin reglas morales y jurídicas, porque la lucha contra los
terroristas debe conducirse respetando los derechos del hombre y los principios
de un Estado de derecho. La identificación de los culpables debe estar
debidamente probada, ya que la responsabilidad penal es siempre personal y, por
tanto, no se puede extender a las religiones, las Naciones o las razas a las
que pertenecen los terroristas.
v La
colaboración internacional contra la actividad terrorista no puede reducirse
sólo a operaciones represivas y punitivas. Es esencial que incluso el recurso
necesario a la fuerza vaya acompañado por un análisis lúcido y decidido de los
motivos subyacentes a los ataques terroristas. Es necesario también un compromiso
decidido en el plano político y pedagógico para resolver, con valentía y
determinación, los problemas que en algunas dramáticas situaciones pueden
alimentar el terrorismo: el reclutamiento de los terroristas resulta más fácil
en los contextos sociales donde los derechos son conculcados y las injusticias
se toleran durante demasiado tiempo.
v Es
una profanación y una blasfemia proclamarse terroristas en nombre de Dios:
de ese modo se instrumentaliza, no sólo al hombre, sino también a Dios, al
creer que se posee totalmente su verdad, en vez de querer ser poseídos por
ella. Definir «mártires» a quienes mueren cumpliendo actos terroristas es
subvertir el concepto de martirio, ya que éste es un testimonio de quien se
deja matar por no renunciar a Dios y a su amor, no de quien asesina en nombre
de Dios. Ninguna religión puede tolerar el terrorismo ni, menos aún,
predicarlo. Las religiones están más bien comprometidas en colaborar para
eliminar las causas del terrorismo y promover la amistad entre los pueblos.
(Extraído del Compendio de Doctrina Social de la
Iglesia, del Pontificio Consejo de Justicia y Paz)
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