domingo, 17 de abril de 2022

 

¿Qué dice la Doctrina Social de la Iglesia sobre

la promoción de la paz?

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En la Revelación bíblica, la paz es mucho más que la simple ausencia de guerra: representa la plenitud de la vida; más que una construcción humana, es un sumo don divino ofrecido a todos los hombres, que comporta la obediencia al plan de Dios. La paz es el efecto de la bendición de Dios sobre su pueblo. Esta paz genera fecundidad, bienestar, prosperidad, ausencia de temor y alegría profunda.

 

La paz es la meta de la convivencia social. La promesa de paz, que recorre todo el Antiguo Testamento, halla su cumplimiento en la Persona de Jesús. La paz es el bien mesiánico por excelencia, que engloba todos los demás bienes salvíficos. El reino del Mesías es precisamente el reino de la paz. El don de la paz sella su testamento espiritual: «Os dejo la paz, mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo» (Jn 14,27).

La paz de Cristo es, ante todo, la reconciliación con el Padre, que se realiza mediante la misión apostólica confiada por Jesús a sus discípulos y que comienza con un anuncio de paz. La paz es además reconciliación con los hermanos, porque Jesús, en la oración que nos enseñó, el «Padre nuestro», asocia el perdón pedido a Dios con el que damos a los hermanos. Con esta doble reconciliación, el cristiano puede convertirse en artífice de paz y, por tanto, partícipe del Reino de Dios, según lo que Jesús mismo proclama: «Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios» (Mt 5,9).

La acción por la paz nunca está separada del anuncio del Evangelio, que es ciertamente «la Buena Nueva de la paz» dirigida a todos los hombres.

 

1) La paz: fruto de la justicia y de la caridad

La paz es un valor y un deber universal; halla su fundamento en el orden racional y moral de la sociedad que tiene sus raíces en Dios mismo. La paz no es simplemente ausencia de guerra, ni siquiera un equilibrio estable entre fuerzas adversarias, sino que se funda sobre una correcta concepción de la persona humana y requiere la edificación de un orden según la justicia y la caridad.

v  La paz es fruto de la justicia, entendida en sentido amplio, como el respeto del equilibrio de todas las dimensiones de la persona humana. La paz peligra cuando al hombre no se le reconoce aquello que le es debido en cuanto hombre, cuando no se respeta su dignidad y cuando la convivencia no está orientada hacia el bien común. Para construir una sociedad pacífica y lograr el desarrollo integral de los individuos, pueblos y Naciones, resulta esencial la defensa y la promoción de los derechos humanos.

v  La paz también es fruto del amor. La verdadera paz tiene más de caridad que de justicia, porque a la justicia corresponde sólo quitar los impedimentos de la paz: la ofensa y el daño; pero la paz misma es un acto propio y específico de caridad.

“La paz no es simplemente ausencia de guerra, ni siquiera un equilibrio estable entre fuerzas adversarias, sino que se funda sobre una correcta concepción de la persona humana y requiere la edificación de un orden según la justicia y la caridad.”

v  La paz se construye día a día en la búsqueda del orden querido por Dios y sólo puede florecer cuando cada uno reconoce la propia responsabilidad para promoverla. Para prevenir conflictos y violencias, es absolutamente necesario que la paz comience a vivirse como un valor en el interior de cada persona: así podrá extenderse a las familias y a las diversas formas de agregación social, hasta alcanzar a toda la comunidad política. En un dilatado clima de concordia y respeto de la justicia, puede madurar una auténtica cultura de paz, capaz de extenderse también a la Comunidad Internacional. La paz es, por tanto, el fruto del orden plantado en la sociedad humana por su divino Fundador, y que los hombres, sedientos siempre de una justicia más perfecta, han de llevar a cabo. Este ideal de paz no se puede lograr si no se asegura el bien de las personas y la comunicación espontánea entre los hombres de sus riquezas de orden intelectual y espiritual.

v  La violencia no constituye jamás una respuesta justa. La Iglesia proclama, con la convicción de su fe en Cristo y con la conciencia de su misión, que la violencia es un mal, que la violencia es inaceptable como solución de los problemas, que la violencia es indigna del hombre. La violencia destruye lo que pretende defender: la dignidad, la vida, la libertad del ser humano.

v  El mundo actual necesita también el testimonio de profetas no armados. Los que renuncian a la acción violenta y sangrienta y recurren para la defensa de los derechos del hombre a medios que están al alcance de los más débiles, dan testimonio de caridad evangélica, siempre que esto se haga sin lesionar los derechos y obligaciones de los otros hombres y de las sociedades. Atestiguan legítimamente la gravedad de los riesgos físicos y morales del recurso a la violencia con sus ruinas y sus muertes.

“La violencia no constituye jamás una respuesta justa. La violencia destruye lo que pretende defender: la dignidad, la vida, la libertad del ser humano.”


2) El fracaso de la paz: la guerra

En nuestra época, que se jacta de poseer la energía atómica, resulta un absurdo sostener que la guerra es un medio apto para resarcir el derecho violado. La guerra es un flagelo y no representa jamás un medio idóneo para resolver los problemas que surgen entre las Naciones. Nada se pierde con la paz; todo puede perderse con la guerra. Los daños causados por un conflicto armado no son solamente materiales, sino también morales. La guerra es, en definitiva, el fracaso de todo auténtico humanismo, siempre es una derrota de la humanidad.

v  La búsqueda de soluciones alternativas a la guerra para resolver los conflictos internacionales ha adquirido hoy un carácter de dramática urgencia, ya que el ingente poder de los medios de destrucción, accesibles incluso a las medias y pequeñas potencias, y la conexión cada vez más estrecha entre los pueblos de toda la tierra, hacen muy arduo o prácticamente imposible limitar las consecuencias de un conflicto.

v  Es, pues, esencial la búsqueda de las causas que originan un conflicto bélico, ante todo las relacionadas con situaciones estructurales de injusticia, de miseria y de explotación, sobre las que hay que intervenir con el objeto de eliminarlas. Por eso, el otro nombre de la paz es el desarrollo. Igual que existe la responsabilidad colectiva de evitar la guerra, también existe la responsabilidad colectiva de promover el desarrollo.

v  Los Estados no siempre disponen de los instrumentos adecuados para proveer eficazmente a su defensa: de ahí la necesidad y la importancia de las Organizaciones internacionales y regionales, que deben ser capaces de colaborar para hacer frente a los conflictos y fomentar la paz, instaurando relaciones de confianza recíproca, que hagan impensable el recurso a la guerra.

LA LEGÍTIMA DEFENSA. Una guerra de agresión es intrínsecamente inmoral. En el trágico caso que estalle la guerra, los responsables del Estado agredido tienen el derecho y el deber de organizar la defensa, incluso usando la fuerza de las armas.

Para que sea lícito el uso de la fuerza, se deben cumplir simultáneamente unas condiciones rigurosas:

Ø  que el daño causado por el agresor a la Nación o a la comunidad de las naciones sea duradero, grave y cierto;

Ø  que todos los demás medios para poner fin a la agresión hayan resultado impracticables o ineficaces;

Ø  que se reúnan las condiciones serias de éxito;

Ø  que el empleo de las armas no entrañe males y desórdenes más graves que el mal que se pretende eliminar. El poder de los medios modernos de destrucción obliga a una prudencia extrema en la apreciación de esta condición.

Estos son los elementos tradicionales enumerados en la doctrina llamada de la guerra justa. La apreciación de estas condiciones de legitimidad moral pertenece al juicio prudente de quienes están a cargo del bien común.

v  Esta responsabilidad justifica la posesión de medios suficientes para ejercer el derecho a la defensa; sin embargo, los Estados siguen teniendo la obligación de hacer todo lo posible para garantizar las condiciones de la paz, no sólo en su propio territorio, sino en todo el mundo. No se puede olvidar que una cosa es utilizar la fuerza militar para defenderse con justicia y otra muy distinta querer someter a otras Naciones. La potencia bélica no legitima cualquier uso militar o político de ella. Y una vez estallada la guerra lamentablemente, no por eso todo es lícito entre los beligerantes.

v  La Carta de las Naciones Unidas, surgida de la tragedia de la Segunda Guerra Mundial, y dirigida a preservar las generaciones futuras del flagelo de la guerra, se basa en la prohibición generalizada del recurso a la fuerza para resolver los conflictos entre los Estados, con excepción de dos casos: la legítima defensa y las medidas tomadas por el Consejo de Seguridad, en el ámbito de sus responsabilidades, para mantener la paz. En cualquier caso, el ejercicio del derecho a defenderse debe respetar los tradicionales límites de la necesidad y de la proporcionalidad.

“No se puede olvidar que una cosa es utilizar la fuerza militar para defenderse con justicia y otra muy distinta querer someter a otras Naciones. La potencia bélica no legitima cualquier uso militar o político de ella.”

v  Una acción bélica preventiva, emprendida sin pruebas evidentes de que una agresión está por desencadenarse, no deja de plantear graves interrogantes de tipo moral y jurídico. Por tanto, sólo una decisión de los organismos competentes, basada en averiguaciones exhaustivas y con fundados motivos, puede otorgar legitimación internacional al uso de la fuerza armada, autorizando una injerencia en la esfera de la soberanía propia de un Estado, en cuanto identifica determinadas situaciones como una amenaza para la paz.

DEFENDER LA PAZ. Las exigencias de la legítima defensa justifican la existencia de las fuerzas armadas en los Estados, cuya acción debe estar al servicio de la paz: quienes custodian con ese espíritu la seguridad y la libertad de un país, dan una auténtica contribución a la paz.

v  Las personas que prestan su servicio en las fuerzas armadas, tienen el deber específico de defender el bien, la verdad y la justicia en el mundo; no son pocos los que en este contexto han sacrificado la propia vida por estos valores y por defender vidas inocentes. El número creciente de militares que trabajan en fuerzas multinacionales, en el ámbito de las misiones humanitarias y de paz, promovidas por las Naciones Unidas, es un hecho significativo.

v  Los miembros de las fuerzas armadas están moralmente obligados a oponerse a las órdenes que prescriben cumplir crímenes contra el derecho de gentes y sus principios universales. Los militares son plenamente responsables de los actos que realizan violando los derechos de las personas y de los pueblos o las normas del derecho internacional humanitario. Estos actos no se pueden justificar con el motivo de la obediencia a órdenes superiores.

(continúa)

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

EL DEBER DE PROTEGER A LOS INOCENTES. El derecho al uso de la fuerza en legítima defensa está asociado al deber de proteger y ayudar a las víctimas inocentes que no pueden defenderse de la agresión.

v  En los conflictos de la era moderna, frecuentemente al interior de un mismo Estado, también deben ser plenamente respetadas las disposiciones del derecho internacional humanitario. Con mucha frecuencia la población civil es atacada, a veces incluso como objetivo bélico. En algunos casos es brutalmente asesinada o erradicada de sus casas y de la propia tierra con emigraciones forzadas, bajo el pretexto de una «limpieza étnica» inaceptable. En estas trágicas circunstancias, es necesario que las ayudas humanitarias lleguen a la población civil y que nunca sean utilizadas para condicionar a los beneficiarios: el bien de la persona humana debe tener la precedencia sobre los intereses de las partes en conflicto.

 

“Los militares son plenamente responsables de los actos que realizan violando los derechos de las personas y de los pueblos o las normas del derecho internacional humanitario. Estos actos no se pueden justificar con el motivo de la obediencia a órdenes superiores.”

 

 

v  El principio de humanidad, inscrito en la conciencia de cada persona y pueblo, conlleva la obligación de proteger a la población civil de los efectos de la guerra. Esa mínima protección de la dignidad de todo ser humano, garantizada por el derecho internacional humanitario, muy a menudo es violada en nombre de exigencias militares o políticas, que jamás deberían prevalecer sobre el valor de la persona humana. Es necesario hoy lograr un nuevo consenso sobre los principios humanitarios y reforzar sus fundamentos, para impedir que se repitan atrocidades y abusos.

 

v  Una categoría especial de víctimas de la guerra son los refugiados, que a causa de los combates se ven obligados a huir de los lugares donde viven habitualmente, hasta encontrar protección en países diferentes de donde nacieron.

 

v  Los conatos de eliminar enteros grupos nacionales, étnicos, religiosos o lingüísticos son delitos contra Dios y contra la misma humanidad, y los autores de estos crímenes deben responder ante la justicia. El siglo XX se ha caracterizado trágicamente por diversos genocidios: el de los armenios, los ucranios, los camboyanos, los acaecidos en África y en los Balcanes. Entre ellos sobresale el holocausto del pueblo hebreo, la Shoah.

 

v  La Comunidad Internacional en su conjunto tiene la obligación moral de intervenir a favor de aquellos grupos cuya misma supervivencia está amenazada o cuyos derechos humanos fundamentales son gravemente violados. Los Estados, en cuanto parte de una Comunidad Internacional, no pueden permanecer indiferentes; al contrario, si todos los demás medios a disposición se revelaran ineficaces, es legítimo, e incluso obligado, emprender iniciativas concretas para desarmar al agresor. El principio de la soberanía nacional no se puede aducir como pretexto para impedir la intervención en defensa de las víctimas. Las medidas adoptadas deben aplicarse respetando plenamente el derecho internacional y el principio fundamental de la igualdad entre los Estados.

 

v  La Comunidad Internacional se ha dotado de un Tribunal Penal Internacional para castigar a los responsables de actos particularmente graves: crímenes de genocidio, crímenes contra la humanidad, crímenes de guerra, crimen de agresión. El Magisterio no ha dejado de animar repetidamente esta iniciativa.

MEDIDAS CONTRA QUIEN AMENAZA LA PAZ. Las sanciones, en las formas previstas por el ordenamiento internacional contemporáneo, buscan corregir el comportamiento del gobierno de un país que viola las reglas de la pacífica y ordenada convivencia internacional o que practica graves formas de opresión contra la población.

v  Las finalidades de las sanciones deben ser precisadas de manera inequívoca y las medidas adoptadas deben ser periódicamente verificadas por los organismos competentes de la Comunidad Internacional, con el fin de lograr una estimación objetiva de su eficacia y de su impacto real en la población civil. La verdadera finalidad de estas medidas es abrir paso a la negociación y al diálogo.

 

v  Las sanciones no deben constituir jamás un instrumento de castigo directo contra toda la población: no es lícito que a causa de estas sanciones tengan que sufrir poblaciones enteras, especialmente sus miembros más vulnerables. Las sanciones económicas, en particular, son un instrumento que ha de usarse con gran ponderación y someterse a estrictos criterios jurídicos y éticos. El embargo económico debe ser limitado en el tiempo y no puede ser justificado cuando los efectos que produce se revelan indiscriminados.

EL DESARME. La doctrina social propone la meta de un desarme general, equilibrado y controlado. El enorme aumento de las armas representa una amenaza grave para la estabilidad y la paz.

v  El principio de suficiencia, en virtud del cual un Estado puede poseer únicamente los medios necesarios para su legítima defensa, debe ser aplicado tanto por los Estados que compran armas, como por aquellos que las producen y venden. Cualquier acumulación excesiva de armas, o su comercio generalizado, no pueden ser justificados moralmente; estos fenómenos deben también juzgarse a la luz de la normativa internacional en materia de no-proliferación, producción, comercio y uso de los diferentes tipos de armamento. Las armas nunca deben ser consideradas según los mismos criterios de otros bienes económicos a nivel mundial o en los mercados internos.

 

v  La disuasión. El Magisterio, también ha formulado una valoración moral del fenómeno de la disuasión. La acumulación de armas es para muchos como una manera paradójica de apartar de la guerra a posibles adversarios. Ven en ella el más eficaz de los medios, para asegurar la paz entre las Naciones. Este procedimiento de disuasión merece severas reservas morales. La carrera de armamentos no asegura la paz. En lugar de eliminar las causas de guerra, corre el riesgo de agravarlas. Las políticas de disuasión nuclear, típicas del período de la llamada Guerra Fría, deben ser sustituidas por medidas concretas de desarme, basadas en el diálogo y la negociación multilateral.

 

 

v  Las armas de destrucción masiva —biológicas, químicas y nucleares— representan una amenaza particularmente grave; quienes las poseen tienen una enorme responsabilidad delante de Dios y de la humanidad entera. El principio de la no-proliferación de armas nucleares, junto con las medidas para el desarme nuclear, así como la prohibición de pruebas nucleares, constituyen objetivos estrechamente unidos entre sí, que deben alcanzarse en el menor tiempo posible por medio de controles eficaces a nivel internacional. La prohibición de desarrollar, producir, acumular y emplear armas químicas y biológicas, así como las medidas que exigen su destrucción, completan el cuadro normativo internacional para proscribir estas armas nefastas, cuyo uso ha sido explícitamente reprobado por el Magisterio: “Toda acción bélica que tiende indiscriminadamente a la destrucción de ciudades enteras o de extensas regiones junto con sus habitantes, es un crimen contra Dios y la humanidad que hay que condenar con firmeza y sin vacilaciones”.

 

v  El desarme debe extenderse a la interdicción de armas que infligen efectos traumáticos excesivos o que golpean indiscriminadamente, así como las minas antipersona, un tipo de pequeños artefactos, inhumanamente insidiosos, porque siguen dañando durante mucho tiempo después del fin de las hostilidades: los Estados que las producen, comercializan o las usan todavía, deben cargar con la responsabilidad de retrasar gravemente la total eliminación de estos instrumentos mortíferos. La Comunidad Internacional debe continuar empeñándose en la limpieza de campos minados, promoviendo una eficaz cooperación, incluida la formación técnica, con los países que no disponen de medios propios aptos para efectuar esta urgente labor de sanear sus territorios y que no están en condiciones de proporcionar una asistencia adecuada a las víctimas de las minas.

 

v  Armas ligeras e individuales. Es necesario que se adopten las medidas apropiadas para el control de la producción, la venta, la importación y la exportación de armas ligeras e individuales, que favorecen muchas manifestaciones de violencia. La venta y el tráfico de estas armas constituyen una seria amenaza para la paz: son las que matan un mayor número de personas y las más usadas en los conflictos no internacionales; su disponibilidad aumenta el riesgo de nuevos conflictos y la intensidad de aquellos en curso. La actitud de los Estados que aplican rígidos controles al tráfico internacional de armas pesadas, mientras que no prevén nunca, o sólo en raras ocasiones, restricciones al comercio de armas ligeras e individuales, es una contradicción inaceptable. Es indispensable y urgente que los Gobiernos adopten medidas apropiadas para controlar la producción, acumulación, venta y tráfico de estas armas, con el fin de contrarrestar su creciente difusión, en gran parte entre grupos de combatientes que no pertenecen a las fuerzas armadas de un Estado.

 

v  “Niños soldado”. Debe denunciarse la utilización de niños y adolescentes como soldados en conflictos armados, a pesar de que su corta edad debería impedir su reclutamiento. Éstos se ven obligados a combatir a la fuerza, o bien lo eligen por propia iniciativa sin ser plenamente conscientes de las consecuencias. Se trata de niños privados no sólo de la instrucción que deberían recibir y de una infancia normal, sino además adiestrados para matar: todo esto constituye un crimen intolerable. Su empleo en las fuerzas combatientes de cualquier tipo debe suprimirse; al mismo tiempo, es necesario proporcionar toda la ayuda posible para el cuidado, la educación y la rehabilitación de aquellos que han participado en combates.

LA CONDENA DEL TERRORISMO. El terrorismo es una de las formas más brutales de violencia que actualmente perturba a la Comunidad Internacional, pues siembra odio, muerte, deseo de venganza y de represalia.

v  De estrategia subversiva, típica sólo de algunas organizaciones extremistas, dirigida a la destrucción de las cosas y al asesinato de las personas, el terrorismo se ha transformado en una red oscura de complicidades políticas, que utiliza también sofisticados medios técnicos, se vale frecuentemente de ingentes cantidades de recursos financieros y elabora estrategias a gran escala, atacando personas totalmente inocentes, víctimas casuales de las acciones terroristas.

 

v  Los objetivos de los ataques terroristas son, en general, los lugares de la vida cotidiana y no objetivos militares en el contexto de una guerra declarada. El terrorismo actúa y golpea a ciegas, fuera de las reglas con las que los hombres han tratado de regular sus conflictos, por ejemplo, mediante el derecho internacional humanitario. En muchos casos se admite como nuevo sistema de guerra el uso de los métodos del terrorismo.

 

v  No se deben desatender las causas que originan esta inaceptable forma de reivindicación. La lucha contra el terrorismo presupone el deber moral de contribuir a crear las condiciones para que no nazca ni se desarrolle.

 

 

v  El terrorismo se debe condenar de la manera más absoluta. Manifiesta un desprecio total de la vida humana, y ninguna motivación puede justificarlo, en cuanto el hombre es siempre fin, y nunca medio. Los actos de terrorismo hieren profundamente la dignidad humana y constituyen una ofensa a la humanidad entera.

 

v  Existe, por tanto, un derecho a defenderse del terrorismo. Este derecho no puede, sin embargo, ejercerse sin reglas morales y jurídicas, porque la lucha contra los terroristas debe conducirse respetando los derechos del hombre y los principios de un Estado de derecho. La identificación de los culpables debe estar debidamente probada, ya que la responsabilidad penal es siempre personal y, por tanto, no se puede extender a las religiones, las Naciones o las razas a las que pertenecen los terroristas.

 

v  La colaboración internacional contra la actividad terrorista no puede reducirse sólo a operaciones represivas y punitivas. Es esencial que incluso el recurso necesario a la fuerza vaya acompañado por un análisis lúcido y decidido de los motivos subyacentes a los ataques terroristas. Es necesario también un compromiso decidido en el plano político y pedagógico para resolver, con valentía y determinación, los problemas que en algunas dramáticas situaciones pueden alimentar el terrorismo: el reclutamiento de los terroristas resulta más fácil en los contextos sociales donde los derechos son conculcados y las injusticias se toleran durante demasiado tiempo.

 

v  Es una profanación y una blasfemia proclamarse terroristas en nombre de Dios: de ese modo se instrumentaliza, no sólo al hombre, sino también a Dios, al creer que se posee totalmente su verdad, en vez de querer ser poseídos por ella. Definir «mártires» a quienes mueren cumpliendo actos terroristas es subvertir el concepto de martirio, ya que éste es un testimonio de quien se deja matar por no renunciar a Dios y a su amor, no de quien asesina en nombre de Dios. Ninguna religión puede tolerar el terrorismo ni, menos aún, predicarlo. Las religiones están más bien comprometidas en colaborar para eliminar las causas del terrorismo y promover la amistad entre los pueblos.

 

 (Extraído del Compendio de Doctrina Social de la Iglesia, del Pontificio Consejo de Justicia y Paz)

 

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