1) La familia: primera sociedad natural
La Iglesia considera la familia como la primera
sociedad natural, titular de derechos propios y originarios, y la sitúa en el
centro de la vida social. La familia es el lugar primario de la “humanización”
de la persona y de la sociedad y cuna de la vida y del amor. En la familia se
aprende a conocer al Señor; allí los hijos aprenden las primeras y más
decisivas lecciones de la sabiduría práctica a las que van unidas las virtudes.
La familia, nacida de la íntima comunión de vida y de amor conyugal fundada
sobre el matrimonio entre un hombre y una mujer, posee una específica y
original dimensión social, en cuanto lugar primario de relaciones interpersonales,
célula primera y vital de la sociedad: es una institución divina, fundamento de
la vida de las personas y prototipo de toda organización social.
*IMPORTANCIA DE LA FAMILIA PARA
LA PERSONA: La familia es importante y central en
relación a la persona. En esta cuna de la vida y del amor, el hombre nace y
crece. La familia crea un ambiente de vida en el cual el niño puede desarrollar
sus potencialidades, hacerse consciente de su dignidad y prepararse a afrontar
su destino único e irrepetible. En el seno de la familia el hombre recibe las
primeras nociones sobre la verdad y el bien; aprende qué quiere decir amar y
ser amado y, por consiguiente, qué quiere decir en concreto ser una persona.
*IMPORTANCIA DE LA FMILIA PARA
LA SOCIEDAD: La familia es la primera “sociedad” humana.
Una sociedad a medida de la familia es la mejor garantía contra toda tendencia
de tipo individualista o colectivista, porque en ella la persona es siempre el
centro de la atención en cuanto fin y nunca como medio. Es evidente que el bien
de las personas y el buen funcionamiento de la sociedad están estrechamente
relacionados con la prosperidad de la comunidad conyugal y familiar. Sin
familias fuertes en la comunión y estables en el compromiso, los pueblos se
debilitan. En la familia se inculcan desde los primeros años de vida los
valores morales, se transmite el patrimonio espiritual de la comunidad
religiosa y el patrimonio cultural de la Nación. En ella se aprenden las
responsabilidades sociales y la solidaridad. Ha de afirmarse la prioridad de la
familia respecto a la sociedad y al Estado. La familia, sujeto titular de
derechos inviolables, encuentra su legitimación en la naturaleza humana y no en
el reconocimiento del Estado. La familia no está, por lo tanto, en función de
la sociedad y del Estado, sino que la sociedad y el Estado están en función de
la familia. Todo modelo social que busque el bien del hombre no puede
prescindir de la centralidad y de la responsabilidad social de la familia. La
sociedad y el Estado, en sus relaciones con la familia, tienen la obligación de
atenerse al principio de subsidiaridad. En virtud de este principio, las
autoridades públicas no deben sustraer a la familia las tareas que puede
desempeñar sola o libremente asociada con otras familias; por otra parte, las
mismas autoridades tienen el deber de auxiliar a la familia, asegurándole las
ayudas que necesita para asumir de forma adecuada todas sus responsabilidades.
2) El matrimonio: fundamento de la familia
*La familia tiene su fundamento en la libre voluntad
de los cónyuges de unirse en matrimonio, respetando el significado y los
valores propios de esta institución, que no depende del hombre, sino de Dios
mismo. Ningún poder puede abolir el derecho natural al matrimonio ni modificar
sus características ni su finalidad. El matrimonio tiene características
propias, originarias y permanentes. La sociedad no puede disponer del vínculo
matrimonial, con el cual los dos esposos se prometen fidelidad, asistencia
recíproca y apertura a los hijos, aunque ciertamente le compete regular sus
efectos civiles.
*El matrimonio tiene como rasgos
característicos: la totalidad, en razón de la cual los cónyuges se entregan
recíprocamente en todos los aspectos de la persona, físicos y espirituales; la unidad
que los hace «una sola carne»; la indisolubilidad y la fidelidad
que exige la donación recíproca y definitiva; la fecundidad a la que
naturalmente está abierto. El sabio designio de Dios sobre el matrimonio
—designio accesible a la razón humana, no obstante las dificultades debidas a
la dureza del corazón— no puede ser juzgado exclusivamente a la luz de los
comportamientos de hecho y de las situaciones concretas que se alejan de él. La
poligamia es una negación radical del designio original de Dios, porque es
contraria a la igual dignidad personal del hombre y de la mujer, que en el
matrimonio se dan con un amor total y por lo mismo único y exclusivo. El
matrimonio, en su verdad objetiva, está ordenado a la procreación y educación
de los hijos. La unión matrimonial, en efecto, permite vivir en plenitud el don
sincero de sí mismo, cuyo fruto son los hijos, que, a su vez, son un don para
los padres, para la entera familia y para toda la sociedad. El matrimonio, sin
embargo, no ha sido instituido únicamente en orden a la procreación: su
carácter indisoluble y su valor de comunión permanecen incluso cuando los
hijos, aun siendo vivamente deseados, no lleguen a coronar la vida conyugal.
Los esposos, en este caso, pueden manifestar su generosidad adoptando niños
abandonados o realizando servicios abnegados en beneficio del prójimo.
*EL DIVORCIO:
La naturaleza del amor conyugal exige la estabilidad de la relación matrimonial
y su indisolubilidad. La falta de estos requisitos perjudica la relación de
amor exclusiva y total, propia del vínculo matrimonial, trayendo consigo graves
sufrimientos para los hijos e incluso efectos negativos para el tejido social.
La estabilidad y la indisolubilidad de la unión
matrimonial no deben quedar confiadas exclusivamente a la intención y al
compromiso de los individuos: la responsabilidad en el cuidado y la promoción
de la familia, como institución natural y fundamental, precisamente en
consideración de sus aspectos vitales e irrenunciables, compete principalmente
a toda la sociedad. La necesidad de conferir un carácter institucional al
matrimonio, fundándolo sobre un acto público, social y jurídicamente
reconocido, deriva de exigencias básicas de naturaleza social.
La introducción del divorcio en las
legislaciones civiles ha alimentado una visión relativista de la unión conyugal
y se ha manifestado ampliamente como una verdadera plaga social. Las parejas
que conservan y afianzan los bienes de la estabilidad y de la indisolubilidad
cumplen de manera útil y valiente, el cometido a ellas confiado de ser un
“signo” en el mundo —un signo pequeño y precioso, a veces expuesto a la
tentación, pero siempre renovado— de la incansable fidelidad con que Dios y
Jesucristo aman a todos los hombres y a cada hombre.
La Iglesia no abandona a su suerte aquellos
que, tras un divorcio, han vuelto a contraer matrimonio. La Iglesia ora por
ellos, los anima en las dificultades de orden espiritual que se les presentan y
los sostiene en la fe y en la esperanza. Por su parte, estas personas, en
cuanto bautizados, pueden y deben participar en la vida de la Iglesia: se les
exhorta a escuchar la Palabra de Dios, a frecuentar el sacrificio de la Misa, a
perseverar en la oración, a incrementar las obras de caridad y las iniciativas
de la comunidad a favor de la justicia y de la paz, a educar a los hijos en la
fe, a cultivar el espíritu y las obras de penitencia para implorar así, día a
día, la gracia de Dios.
La reconciliación en el sacramento de la
penitencia, —que abriría el camino al sacramento eucarístico— puede concederse
sólo a aquéllos que, arrepentidos, están sinceramente dispuestos a una forma de
vida que ya no esté en contradicción con la indisolubilidad del matrimonio.
*LAS UNIONES DE HECHO:
Las uniones de hecho, cuyo número ha ido progresivamente aumentando, se basan
sobre un falso concepto de la libertad de elección de los individuos y sobre
una concepción privada del matrimonio y de la familia. El matrimonio no es un
simple pacto de convivencia, sino una relación con una dimensión social única
respecto a las demás, ya que la familia, con el cuidado y la educación de los
hijos, se configura como el instrumento principal e insustituible para el
crecimiento integral de toda persona y para su positiva inserción en la vida
social.
La eventual equiparación legislativa entre la
familia y las uniones de hecho se traduciría en un descrédito del modelo de
familia, que no se puede realizar en una relación precaria entre personas, sino
sólo en una unión permanente originada en el matrimonio, es decir, en el pacto
entre un hombre y una mujer, fundado sobre una elección recíproca y libre que
implica la plena comunión conyugal orientada a la procreación.
*IDENTIDAD DE GÉNERO:
En relación a las teorías que consideran la identidad de género como un mero
producto cultural y social derivado de la interacción entre la comunidad y el
individuo, con independencia de la identidad sexual personal y del verdadero
significado de la sexualidad, la Iglesia no se cansará de ofrecer la propia
enseñanza- Corresponde a cada uno, hombre y mujer, reconocer y aceptar su
identidad sexual. La diferencia y la complementariedad físicas, morales y
espirituales, están orientadas a los bienes del matrimonio y al desarrollo de
la vida familiar. La armonía de la pareja humana y de la sociedad depende en
parte de la manera en que son vividas entre los sexos la complementariedad, la
necesidad y el apoyo mutuos. Esta perspectiva lleva a considerar necesaria la
adecuación del derecho positivo a la ley natural, según la cual la identidad
sexual es indiscutible, porque es la condición objetiva para formar una pareja
en el matrimonio.
*UNIONES HOMOSEXUALES:
Un problema particular, vinculado a las uniones de hecho, es el que se refiere
a la petición de reconocimiento jurídico de las uniones homosexuales, objeto,
cada vez más, de debate público. Sólo una antropología que responda a la plena
verdad del hombre puede dar una respuesta adecuada al problema, que presenta
diversos aspectos tanto en el plano social como eclesial. A la luz de esta
antropología se evidencia qué incongruente es la pretensión de atribuir una
realidad “conyugal” a la unión entre personas del mismo sexo. Se opone a esto,
ante todo, la imposibilidad objetiva de hacer fructificar el matrimonio
mediante la transmisión de la vida, según el proyecto inscrito por Dios en la
misma estructura del ser humano. Asimismo, también se opone a ello la ausencia
de los presupuestos para la complementariedad interpersonal querida por el
Creador, tanto en el plano físico-biológico como en el eminentemente
psicológico, entre el varón y la mujer. Únicamente en la unión entre dos
personas sexualmente diversas puede realizarse la perfección de cada una de
ellas, en una síntesis de unidad y mutua complementariedad psícofísica.
La persona homosexual debe ser plenamente
respetada en su dignidad, y animada a seguir el plan de Dios con un esfuerzo
especial en el ejercicio de la castidad. Este respeto no significa la
legitimación de comportamientos contrarios a la ley moral ni, mucho menos, el
reconocimiento de un derecho al matrimonio entre personas del mismo sexo, con
la consiguiente equiparación de estas uniones con la familia: si, desde el punto de vista legal, el
casamiento entre dos personas de sexo diferente fuese sólo considerado como uno
de los matrimonios posibles, el concepto de matrimonio sufriría un cambio
radical, con grave deterioro del bien común. Poniendo la unión homosexual en un
plano jurídico análogo al del matrimonio o al de la familia, el Estado actúa
arbitrariamente y entra en contradicción con sus propios deberes.
3) La subjetividad social de la familia
*La familia se presenta como
espacio de comunión —tan necesaria en una sociedad cada vez más
individualista—, que debe desarrollarse como una auténtica comunidad de
personas gracias al incesante dinamismo del amor, dimensión fundamental de la
experiencia humana, cuyo lugar privilegiado para manifestarse es precisamente
la familia.
Gracias al amor, realidad esencial para definir
el matrimonio y la familia, cada persona, hombre y mujer, es reconocida,
aceptada y respetada en su dignidad. La
familia que vive construyendo cada día una red de relaciones interpersonales,
internas y externas, se convierte en la primera e insustituible escuela de
socialidad, ejemplo y estímulo para las relaciones comunitarias más amplias en
un clima de respeto, justicia, diálogo y amor.
El amor se expresa también mediante la atención
esmerada de los ancianos que viven en la familia: su presencia supone un gran
valor. Son un ejemplo de vinculación entre generaciones, un recurso para el
bienestar de la familia y de toda la sociedad: no sólo pueden dar testimonio de
que hay aspectos de la vida, como los valores humanos y culturales, morales y
sociales, que no se miden en términos económicos o funcionales, sino ofrecer
también una aportación eficaz en el ámbito laboral y en el de la
responsabilidad. Se trata, en fin, no sólo de hacer algo por los ancianos, sino
de aceptar también a estas personas como colaboradores responsables, con
modalidades que lo hagan realmente posible, como agentes de proyectos compartidos,
bien en fase de programación, de diálogo o de actuación. Los ancianos
constituyen una importante escuela de vida, capaz de transmitir valores y
tradiciones y de favorecer el crecimiento de los más jóvenes: estos aprenden
así a buscar no sólo el propio bien, sino también el de los demás. Silos
ancianos se hallan en una situación de sufrimiento y dependencia, no sólo
necesitan cuidados médicos y asistencia adecuada, sino, sobre todo, ser
tratados con amor.
El ser humano ha sido creado para amar y no puede
vivir sin amor. El amor, cuando se manifiesta en el don total de dos personas
en su complementariedad, no puede limitarse a emociones o sentimientos, y mucho
menos a la mera expresión sexual. Una sociedad que tiende a relativizar y a
banalizar cada vez más la experiencia del amor y de la sexualidad, exalta los
aspectos efímeros de la vida y oscurece los valores fundamentales. Se hace más
urgente que nunca anunciar y testimoniar que la verdad del amor y de la
sexualidad conyugal se encuentra allí donde se realiza la entrega plena y total
de las personas con las características de la unidad y de la fidelidad. Esta
verdad, fuente de alegría, esperanza y vida, resulta impenetrable e
inalcanzable mientras se permanezca encerrados en el relativismo y en el escepticismo.
*La solidez del núcleo familiar es un recurso
determinante para la calidad de la convivencia social. Por ello la comunidad
civil no puede permanecer indiferente ante las tendencias disgregadoras que
minan en la base sus propios fundamentos. Si una legislación puede en ocasiones
tolerar comportamientos moralmente inaceptables, no debe jamás debilitar el
reconocimiento del matrimonio monogámico indisoluble, como única forma
auténtica de la familia. Es necesario, por tanto, que las autoridades públicas
«resistiendo a las tendencias disgregadoras de la misma sociedad y nocivas para
la dignidad, seguridad y bienestar de los ciudadanos, procuren que la opinión
pública no sea llevada a menospreciar la importancia institucional del
matrimonio y de la familia».
Es tarea de la comunidad cristiana y de todos
aquellos que se preocupan sinceramente por el bien de la sociedad, reafirmar
que la familia constituye, más que una unidad jurídica, social y económica, una
comunidad de amor y de solidaridad, insustituible para la enseñanza y
transmisión de los valores culturales, éticos, sociales, espirituales y
religiosos, esenciales para el desarrollo y bienestar de los propios miembros y
de la sociedad.
(continúa)
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