La doctrina social de la Iglesia, además de los
principios que deben presidir la edificación de una sociedad digna del hombre,
indica también valores fundamentales. La relación entre principios y valores es
indudablemente de reciprocidad, en cuanto que los valores sociales expresan el
aprecio que se debe atribuir a aquellos determinados aspectos del bien moral
que los principios se proponen conseguir, ofreciéndose como puntos de
referencia para la estructuración oportuna y la conducción ordenada de la vida
social. Los valores requieren, por consiguiente, tanto la práctica de los
principios fundamentales de la vida social, como el ejercicio personal de las
virtudes y, por ende, las actitudes morales correspondientes a los valores
mismos. Todos los valores sociales son inherentes a la dignidad de la persona
humana, cuyo auténtico desarrollo favorecen; son esencialmente: la verdad, la libertad, la justicia,
el amor. Los valores de la verdad,
de la justicia y de la libertad, nacen y se desarrollan de la fuente interior
de la caridad: la convivencia humana resulta ordenada, fecunda en el bien y
apropiada a la dignidad del hombre, cuando se funda en la verdad; cuando se
realiza según la justicia, es decir, en el efectivo respeto de los derechos y
en el leal cumplimiento de los respectivos deberes; cuando es realizada en la
libertad que corresponde a la dignidad de los hombres, impulsados por su misma
naturaleza racional a asumir la responsabilidad de sus propias acciones; cuando
es vivificada por el amor, que hace sentir como propias las necesidades y las
exigencias de los demás e intensifica cada vez más la comunión en los valores
espirituales y la solicitud por las necesidades materiales. Estos valores constituyen
los pilares que dan solidez y consistencia al edificio del vivir y del actuar:
son valores que determinan la cualidad de toda acción e institución social.
Verdad
Los hombres tienen una especial obligación de
tender continuamente hacia la verdad, respetarla y atestiguarla
responsablemente. Vivir en la verdad tiene un importante significado en las
relaciones sociales: la convivencia de los seres humanos dentro de una
comunidad, en efecto, es ordenada, fecunda y conforme a su dignidad de personas,
cuando se funda en la verdad. Las personas y los grupos sociales cuanto más se
esfuerzan por resolver los problemas sociales según la verdad, tanto más se
alejan del arbitrio y se adecúan a las exigencias objetivas de la moralidad.
Nuestro tiempo requiere una intensa actividad
educativa y un compromiso correspondiente por parte de todos, para que la
búsqueda de la verdad, que no se puede reducir al conjunto de opiniones o a
alguna de ellas, sea promovida en todos los ámbitos y prevalezca por encima de
cualquier intento de relativizar sus exigencias o de ofenderla. Es una cuestión
que afecta particularmente al mundo de la comunicación pública y al de la
economía. En ellos, el uso sin escrúpulos del dinero plantea interrogantes cada
vez más urgentes, que remiten necesariamente a una exigencia de transparencia y
de honestidad en la actuación personal y social.
Libertad
La libertad es, en el hombre, signo eminente de
la imagen divina y, como consecuencia, signo de la sublime dignidad de cada
persona humana. La libertad se ejercita en las relaciones entre los seres
humanos. Toda persona humana, creada a imagen de Dios, tiene el derecho natural
de ser reconocida como un ser libre y responsable. Todo hombre debe prestar a
cada cual el respeto al que éste tiene derecho. El derecho al ejercicio de la
libertad es una exigencia inseparable de la dignidad de la persona humana. No
se debe restringir el significado de la libertad, considerándola desde una
perspectiva puramente individualista y reduciéndola a un ejercicio arbitrario e
incontrolado de la propia autonomía personal: lejos de perfeccionarse en una
total autarquía del yo y en la ausencia de relaciones, la libertad existe
verdaderamente sólo cuando los lazos recíprocos, regulados por la verdad y la
justicia, unen a las personas. La comprensión de la libertad se vuelve profunda
y amplia cuando ésta es tutelada, también a nivel social, en la totalidad de
sus dimensiones.
El valor de la libertad, como expresión de la
singularidad de cada persona humana, es respetado cuando a cada miembro de la
sociedad le es permitido realizar su propia vocación personal; es decir, puede
buscar la verdad y profesar las propias ideas religiosas, culturales y
políticas; expresar sus propias opiniones; decidir su propio estado de vida y, dentro
de lo posible, el propio trabajo; asumir iniciativas de carácter económico,
social y político. Todo ello debe realizarse en el marco de un sólido contexto
jurídico, dentro de los límites del bien común y del orden público y, en todos
los casos, bajo el signo de la responsabilidad.
La libertad, por otra parte, debe ejercerse
también como capacidad de rechazar lo que es moralmente negativo, cualquiera
que sea la forma en que se presente, como capacidad de desapego efectivo de
todo lo que puede obstaculizar el crecimiento personal, familiar y social. La
plenitud de la libertad consiste en la capacidad de disponer de sí mismo con
vistas al auténtico bien, en el horizonte del bien común universal.
Justicia
La justicia es un valor que acompaña al
ejercicio de la correspondiente virtud moral cardinal. Según su formulación más
clásica, consiste en la constante y firme voluntad de dar a Dios y al prójimo
lo que les es debido. Desde el punto de vista subjetivo, la justicia se traduce
en la actitud determinada por la voluntad de reconocer al otro como persona,
mientras que desde el punto de vista objetivo, constituye el criterio
determinante de la moralidad en el ámbito intersubjetivo y social.
El Magisterio social invoca el respeto de las
formas clásicas de la justicia: la conmutativa, la distributiva y la legal.
Un relieve cada vez mayor ha adquirido en el Magisterio la justicia social, que
representa un verdadero y propio desarrollo de la justicia general, reguladora
de las relaciones sociales según el criterio de la observancia de la ley. La
justicia social es una exigencia vinculada con la cuestión social, que hoy se
manifiesta con una dimensión mundial; concierne a los aspectos sociales,
políticos y económicos y, sobre todo, a la dimensión estructural de los problemas
y las soluciones correspondientes.
La justicia resulta particularmente importante
en el contexto actual, en el que el valor de la persona, de su dignidad y de
sus derechos, a pesar de las proclamaciones de propósitos, está seriamente
amenazado por la difundida tendencia a recurrir exclusivamente a los criterios
de la utilidad y del tener. La justicia, conforme a estos criterios, es
considerada de forma reducida, mientras que adquiere un significado más pleno y
auténtico en la antropología cristiana. La justicia, en efecto, no es una
simple convención humana, porque lo que es justo no está determinado
originariamente por la ley, sino por la identidad profunda del ser humano.
La plena verdad sobre el hombre permite superar
la visión contractual de la justicia, que es una visión limitada, y abrirla al
horizonte de la solidaridad y del amor. Por sí sola, la justicia no basta. Más
aún, puede llegar a negarse a sí misma, si no se abre a la fuerza más profunda
que es el amor. En efecto, junto al valor de la justicia, la doctrina social
coloca el de la solidaridad, en cuanto vía privilegiada de la paz. Si la paz es
fruto de la justicia, hoy se podría decir, con la misma exactitud y análoga
fuerza de inspiración bíblica, que la paz es fruto de la solidaridad. La meta
de la paz, en efecto, sólo se alcanzará con la realización de la justicia
social e internacional, y además con la práctica de las virtudes que favorecen
la convivencia y nos enseñan a vivir unidos, para construir juntos, dando y
recibiendo, una sociedad nueva y un mundo mejor.
Amor
Entre las virtudes en su conjunto y,
especialmente entre las virtudes, los valores sociales y la caridad, existe un
vínculo profundo que debe ser reconocido cada vez más profundamente. La
caridad, a menudo limitada al ámbito de las relaciones de proximidad, o
circunscrita únicamente a los aspectos meramente subjetivos de la actuación en
favor del otro, debe ser reconsiderada en su auténtico valor de criterio
supremo y universal de toda la ética social. De todas las vías, incluidas las
que se buscan y recorren para afrontar las formas siempre nuevas de la actual
cuestión social, la más excelente es la vía trazada por la caridad.
Los valores de la verdad, de la justicia y de
la libertad, nacen y se desarrollan de la fuente interior de la caridad: la
convivencia humana resulta ordenada, fecunda en el bien y apropiada a la
dignidad del hombre, cuando se funda en la verdad; cuando se realiza según la
justicia, es decir, en el efectivo respeto de los derechos y en el leal
cumplimiento de los respectivos deberes; cuando es realizada en la libertad que
corresponde a la dignidad de los hombres, impulsados por su misma naturaleza
racional a asumir la responsabilidad de sus propias acciones; cuando es
vivificada por el amor, que hace sentir como propias las necesidades y las
exigencias de los demás e intensifica cada vez más la comunión en los valores
espirituales y la solicitud por las necesidades materiales. Estos valores
constituyen los pilares que dan solidez y consistencia al edificio del vivir y
del actuar: son valores que determinan la cualidad de toda acción e institución
social.
La caridad presupone y trasciende la justicia:
esta última ha de complementarse con la caridad. Si la justicia es de por sí
apta para servir de “árbitro” entre los hombres en la recíproca repartición de
los bienes objetivos según una medida adecuada, el amor en cambio, y solamente
el amor (también ese amor benigno que llamamos “misericordia”), es capaz de restituir
el hombre a sí mismo.
No se pueden regular las relaciones humanas
únicamente con la medida de la justicia: la experiencia del pasado y nuestros
tiempos demuestra que la justicia por sí sola no es suficiente y que, más aún,
puede conducir a la negación y al aniquilamiento de sí misma. La justicia, en
efecto, en todas las esferas de las relaciones interhumanas, debe experimentar,
por decirlo así, una notable “corrección” por parte del amor que —como proclama
San Pablo— “es paciente” y “benigno”, o dicho en otras palabras, lleva en sí
los caracteres del amor misericordioso, tan esenciales al evangelio y al
cristianismo.
Ninguna legislación, ningún sistema de reglas o
de estipulaciones lograrán persuadir a hombres y pueblos a vivir en la unidad,
en la fraternidad y en la paz; ningún argumento podrá superar el apelo de la
caridad. Sólo la caridad, en su calidad puede animar y plasmar la actuación
social para edificar la paz, en el contexto de un mundo cada vez más complejo.
Para que todo esto suceda es necesario que se muestre la caridad no sólo como
inspiradora de la acción individual, sino también como fuerza capaz de suscitar
vías nuevas para afrontar los problemas del mundo de hoy y para renovar
profundamente desde su interior las estructuras, organizaciones sociales y
ordenamientos jurídicos. En esta perspectiva la caridad se convierte en caridad
social y política: la caridad social nos hace amar el bien común y nos lleva a
buscar efectivamente el bien de todas las personas, consideradas no sólo
individualmente, sino también en la dimensión social que las une.
La caridad social y política no se agota en las
relaciones entre las personas, sino que se despliega en la red en la que estas
relaciones se insertan, que es precisamente la comunidad social y política, e
interviene sobre ésta, procurando el bien posible para la comunidad en su conjunto.
En muchos aspectos, el prójimo que tenemos que amar se presenta «en sociedad»,
de modo que amarlo realmente, socorrer su necesidad o su indigencia, puede
significar algo distinto del bien que se le puede desear en el plano puramente
individual: amarlo en el plano social significa, según las situaciones,
servirse de las mediaciones sociales para mejorar su vida, o bien eliminar los
factores sociales que causan su indigencia. La obra de misericordia con la que
se responde aquí y ahora a una necesidad real y urgente del prójimo es,
indudablemente, un acto de caridad; pero es un acto de caridad igualmente
indispensable el esfuerzo dirigido a organizar y estructurar la sociedad de
modo que el prójimo no tenga que padecer la miseria, sobre todo cuando ésta se
convierte en la situación en que se debaten un inmenso número de personas y
hasta de pueblos enteros, situación que asume, hoy, las proporciones de una
verdadera y propia cuestión social mundial.
(Extraído del Compendio de Doctrina Social de la
Iglesia, del Pontificio Consejo de Justicia y Paz)
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