¿QUÉ ESTABLECE LA DEMOCRACIA CRISTIANA?
¿Qué es la
democracia cristiana? Es un régimen que establece la alianza de la política con
la moral, la cooperación mutua entre la Iglesia y el Estado, la armonía entre
los diferentes sectores sociales, la coexistencia del bien común y la libre
iniciativa privada, la conciliación de la autoridad estatal con los derechos de
la persona humana, la compatibilidad del patriotismo con la fraternidad
universal, y la síntesis de la justicia social con las libertades políticas.
Boletín del Partido Demócrata
Cristiano, Órgano oficial de la Junta Promotora de la Capital Federal, 31 de
octubre de 1955.
V.
LA CONCILIACIÓN DE LA AUTORIDAD ESTATAL CON LOS DERECHOS DE LA PERSONA HUMANA.
Los demócrata-cristianos reconocen como
verdadera la doctrina de que, por ley natural, las personas engendran una
energía social que origina:
1) la familia,
2) a
sociedad o comunidad,
3) la nación, y
4) el Estado o cuerpo político.
Jacques Maritain hace un distingo entre
Estado y cuerpo político, e insiste en la necesidad de diferenciar el uno del
otro para evitar graves errores antidemocráticos y anticristianos. "El
cuerpo político es el todo; el Estado, en cambio, es una parte —la más
sobresaliente— de ese "todo" —afirma en su libro titulado "El
hombre y el Estado". Pero esa distinción "maritainiana"
no es común ni corriente.
Para la mayoría de los autores, el Estado
es la sociedad jurídicamente organizada cuyo fin es el bien común, mientras que
Maritain, sólo lo consideran como el organismo facultado para utilizar el poder
y la coerción, integrado por expertos o especialistas en ordenamiento y
bienestar públicos.
La democracia cristiana sostiene que la
energía social desarrollada por las personas, al polarizarse en la autoridad
del Estado, ocasiona, en cierto modo, una disminución de la libertad de cada
ser humano. Pero que esa disminución de la libertad individual no afecta la
dignidad y grandeza del hombre y la mujer, pues la autoridad del Estado
proviene de Dios, y, al rendir acatamiento a un gobierno legítimo, que ante
todo se preocupa del bien común, los hombres no cometen una bajeza que los
denigra, sino un acto justo y provechoso. Tal es el orden social reconocido por
la democracia cristiana como inherente a la naturaleza humana. En cambio, los
totalitarios, en su loco afán de cambiar la faz del mundo y hacer de la
sociedad humana un nuevo paraíso terrenal, quieren dar mayor fuerza a la
autoridad del Estado, pues creen que un Estado omnipotente y omnicompetente puede
organizar una sociedad perfecta. Y ellos han inventado la desintegración de los
valores personales del hombre a fin de engendrar un nuevo absolutismo estatal,
poseedor de energías y fuerzas inmensas. Pero ha ocurrido que éstas, una vez
desatadas, resultan terriblemente peligrosas, concluyendo por ser inhumanas y
ocasionar más muertes y destrucciones que las producidas por la desintegración
del átomo. Podemos, pues, calificar al moderno absolutismo del Estado de
"bomba atómica social", que podrá ganar una guerra pero nunca consolidar
la paz. Y las ruinas morales que dicho absolutismo está acumulando, en el
presente siglo, amenazan convertir a la tierra en un mundo gregario cuyos
componentes desconocerán la caridad y no tendrán vocación ni personalidad.
Una vez más puede comprobarse la
imposibilidad de que exista otro orden social que el reconocido por la
democracia cristiana, pues el mundo moral está regido por leyes que el hombre no
debe querer transformar; y cuando en su orgullo pretende tal cosa, trabaja, no
para el progreso de la humanidad, sino para su arraso o su aniquilamiento
total.
Con todas sus fuerzas, la democracia
cristiana rechaza, pues, el absolutismo estatal que, entre otros, impusieron Lenin,
Stalin, Hitler y Mussolini, v que ha reinado y aún reina en naciones cuyos
gobernantes siguen los pasos de esos déspotas; pero, asimismo, defiende con
tesón el principio de autoridad; porque la sociedad es una creación de Dios, y
la sociedad no puede existir sin un principio de autoridad encarnado en un
gobierno. De allí que la democracia cristiana rechace tanto las doctrinas
anarquistas que niegan la autoridad estatal por considerarla una invención
artificial de los hombres, que traba su libertad, como la tesis marxista de que
el Estado es una creación de una clase social para sojuzgar a otra, y que,
cuando desaparezcan las clases sociales, desaparecerá también el Estado.
Los demócrata-cristianos manifiestan que el
Estado existe para que los seres humanos, pudiendo alcanzar en la tierra su mayor
felicidad posible y el desarrollo pleno de su personalidad, no se vean trabados
en el logro de su fin último: la salvación eterna.
La vieja verdad social ya enunciada por
Cicerón hace dos mil años, de que el mundo está regido por una ley eterna y superior,
y que el hombre tiene, desde su nacimiento, derechos que le son naturales y que
el Estado debe respetar, es también una verdad sostenida por la democracia
cristiana.
Una de las peores teorías del fascismo, que
fue retomada por el nazismo, se sintetiza en la frase: "Todo para el Estado
y todo por el Estado; nada contra el Estado, todo en el Estado". Por el
contrario, una democracia de inspiración cristiana declara que todo ha de ser
para la persona humana. El Estado sólo hará aquello que no pueda ser hecho por
los ciudadanos, por la familia, por la Iglesia y por todas aquellas sociedades
intermedias llamadas "las fuerzas vivas de una nación".
Hay entre el hombre y el Estado una serie
de sociedades intermedias destinadas a realizar lo que el primero no puede y el
segundo no debe. Su existencia, ya sea en defensa de los intereses económicos,
profesionales, culturales o religiosos, es un derecho de orden natural y no una
concesión del Estado.
La unión de clases y la justicia social no
han de obtenerse mediante la creación de un Estado absorbente y absoluto, y el
rol del Estado debe ser reducido a cero en muchísimos casos, y en muchos otros
debe tener únicamente un carácter supletorio. Cuando únicamente el Estado se
encuentre en condiciones de realizar lo que nadie puede hacer, sólo entonces
actuará en forma preponderante y exclusiva. Pero aun en esos casos debe
respetar los derechos de la persona humana.
Nadie puede arrancar o negar al hombre los
derechos que son inherentes a su propia naturaleza, porque el Estado fue hecho
para los seres humanos, y no éstos para el Estado. Por tanto, el absolutismo
estatal resulta ser una invención perniciosa y nefasta que contraría el orden
social, pues en la esfera de lo humano lo primero es el hombre mismo, y la
autoridad del Estado se encuentra limitada por la necesidad en que se halla de respetar
los derechos de la persona humana.
La sociedad humana no es un mundo gregario
como el de la colmena o el hormiguero, donde todo marcha en paz y
ordenadamente, pero donde todo es automatismo y mero instinto animal, sino un
organismo integrado por personas poseedoras de derechos que ningún gobernante,
ni ley humana alguna, pueden cercenar.
Pero, ¿cuáles son esos esenciales derechos
que están escritos, no en piedra, papel o bronce, sino en la conciencia y el corazón
de cada ser humano? La democracia cristiana ha señalado, en especial, doce de
esos derechos que son inherentes a la propia naturaleza de la persona humana, a
saber:
*Derecho a la vida.
*Derecho al culto privado y público de
Dios.
*Derecho a la libre elección de estado.
*Derecho al matrimonio y a la familia.
*Derecho al trabajo.
*Derecho al justo salario.
*Derecho a asociarse.
*Derecho a la propiedad privada.
*Derecho a la seguridad jurídica.
*Derecho a enseñar y aprender.
*Derecho a elegir sus gobernantes.
*Derecho a expresar su opinión personal
sobre los deberes y sacrificios que le son impuestos por el Estado.
Tales son los derechos inalienables e
imprescriptibles de la persona humana, derechos que ni cabe que el mismo hombre
renuncie a ellos sin atentar contra lo que constituye su dignidad esencial, la
razón de su existencia y lo que lo distingue de la bestia.
Sobre el derecho a la propiedad privada
diremos que, a pesar de hallarse profundamente arraigado en la conciencia del
mundo civilizado, algunos Estados totalitarios han llegado a desconocerlo por
completo. La democracia cristiana lo defiende, en cambio, como un derecho natural
que, como todos los de su especie, es generalmente indispensable para el
desarrollo de las personas y el logro de su bienestar social. Al defender la
propiedad privada, la democracia cristiana no busca proteger al rico contra el
pobre, sino que, con esa defensa, busca el bien de cada hombre en particular
sin sacrificar por ello el bien de la comunidad. Es decir, no olvida la doble
función, individual y social, que cumple la propiedad privada.
La democracia cristiana defiende al pobre y
al débil contra las posibles tiranías del rico y el poderoso. Y sostiene que la
mejor manera de realizar esa defensa, no es destruyendo la propiedad privada,
sino dando a la clase obrera los medios necesarios para alcanzar el goce de la
misma, y de este modo conseguir que todo el pueblo, sin distinción de clases,
ame, respete y defienda ese derecho establecido por la ley natural. Por otra
parte, el deseo de alcanzar la propiedad privada estimula la iniciativa
particular y la libre empresa, todo lo cual proporciona un fuerte impulso al
trabajo, al progreso y al bienestar social.
Asimismo, la democracia cristiana tiene en
cuenta, para propiciarla en alta escala, que la propiedad privada es uno de los
más fuertes baluartes de la libertad humana. Por eso, Federico Ozanam decía:
"La historia prueba que cada vez que
se atentó contra el derecho de dominio, inmediatamente fue atacada la familia y
sufrió disminución la libertad del hombre. El mayor esfuerzo del cristianismo
consistió, por ello, en liberar al hombre de las garras del Estado por medio de
una fuerte constitución de la familia y la propiedad. Pues lo que el hombre
posee como propio se convierte en un otro él mismo, constituyendo así, la
propiedad, una extensión de la personalidad humana”.
La defensa del régimen de la propiedad
privada no debe ser confundida con la defensa del régimen del capitalismo
individualista que imperó en forma absoluta durante el siglo XIX y a comienzos del
XX. La democracia cristiana reprueba ese capitalismo individualista, en la
misma forma que lo ha condenado la doctrina social de la Iglesia.
Los derechos de la persona humana siempre
serán, para la democracia cristiana, inviolables, inalienables e
imprescriptibles, porque provienen de la ley natural. Y sostiene que la
síntesis y la expresión de todos esos derechos es la libertad personal, la cual
no constituye un lujo para algunos, sino la única base sobre la que se asienta
con firmeza la dignidad de todos los seres humanos.
Por ello, el Estado debe favorecer en todos
los campos de la vida, y por todos los medios lícitos, aquellas formas sociales
que garantizan y tornan posible una entera responsabilidad personal, tanto en
el orden civil como en el religioso. De esa manera, los seres humanos podrán
vivir, cada día, en forma más digna de su carácter de personas libres y
solidarias, dotadas de la facultad de razonar sus decisiones y darse cuenta de
sus actos, orientándolos hacia un fin sobrenatural.
La persona humana no está subordinada a
nada ni a nadie, salvo a Dios. La sociedad civil ha sido constituida para el
bien común de los seres humanos que la componen, contrariamente a la teoría
totalitaria de que lo primordial y fundamental es el Estado —al cual debe estar
subordinado todo—, y que las personas sólo poseen los derechos que la
colectividad les reconozca y acuerde.
El totalitarismo, al considerar a los seres
humanos, no como a personas creadas a imagen y semejanza de Dios, sino como a meros
engranajes de la máquina del Estado, tiende a constituir en pleno mundo moderno
una esclavitud peor que la establecida en la antigüedad, porque entonces los
esclavos tenían la esperanza de ser libres algún día; pero ahora, quienes gimen
bajo el yugo del esclavismo totalitario no se pueden manumitir de ningún modo.
***
Ambrosio
Romero Carranza (San Fernando, 1904 – Buenos Aires,
18 de enero de 1999) fue un abogado, profesor universitario, periodista, político,
historiador, filósofo y magistrado y líder intelectual católico argentino. Fue
uno de los fundadores del Partido Demócrata Cristiano y miembro de su primera
Junta Nacional. Miembro de Número de la Academia Nacional de Derecho y Ciencias
Sociales de Buenos Aires y de la de Ciencias Morales y Políticas.
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