QUÉ ESTABLECE LA DEMOCRACIA CRISTIANA
¿Qué es la
democracia cristiana? Es un régimen que establece la alianza de la política con
la moral, la cooperación mutua entre la Iglesia y el Estado, la armonía entre
los diferentes sectores sociales, la coexistencia del bien común y la libre
iniciativa privada, la conciliación de la autoridad estatal con los derechos de
la persona humana, la compatibilidad del patriotismo con la fraternidad
universal, y la síntesis de la justicia social con las libertades políticas.
Boletín del Partido Demócrata
Cristiano, Órgano oficial de la Junta Promotora de la Capital Federal, 31 de
octubre de 1955.
VII.
LA SÍNTESIS DE LA JUSTICIA SOCIAL CON LAS LIBERTADES POLÍTICAS.
Los demócrata-cristianos, desde un principio,
no se conformaron con destacar que la democracia es el último y más completo resultado
de una civilización cristiana. Además, señalaron que en una sociedad cristiana,
el Estado no debe asumir únicamente el papel de un mero vigilante cuya función
es la de impedir crímenes y desórdenes. Por el contrario, ha de intervenir en
todas las cuestiones de índole social, incluidas hasta las de índole económica,
cuando esté de por medio la salvaguardia del bien común.
La democracia cristiana se preocupa por la
consolidación de una auténtica justicia social. Para ir estableciéndola sin
sacudimientos catastróficos, y para hacer desaparecer paulatinamente los graves
males producidos por el capitalismo individualista, propicia una legislación
laboral que sea legalmente sancionada y lealmente aplicada. Pero no olvida
manifestar que tal legislación no es el único resultado de la justicia social,
pues ésta no debe ser patrimonio exclusivo del obrero.
En una democracia de inspiración cristiana,
el Estado ha de estar dispuesto a defender todas las clases sociales cuyos
derechos se vean atacados: si son los patronos quienes conculcan los derechos
de los obreros, saldrá en defensa de los obreros, pero si ocurre lo contrario y
son éstos los que quieren conculcar los derechos de aquéllos, el Estado
protegerá a los patronos.
Los demócrata-cristianos buscan, pues, el
modo de convertir a la justicia social en fuerza motriz de nuestra
civilización, que la salve tanto del capitalismo individualista como del
colectivismo marxista.
Al lado de la justicia conmutativa que
regula los contratos, de la justicia distributiva que regula las cargas y
ventajas sociales, conviene tener en cuenta la justicia social o legal, que es
la que se refiere al bien común, del que la autoridad es reguladora. La justicia
social debe penetrar en las instituciones y en la vida entera de los pueblos.
Su eficacia debe manifestarse, sobre todo, por la creación de un orden jurídico
y social que informe toda la vida económica.
Al humanismo cristiano y a la doctrina social
de la Iglesia tocan el honor de haber explicitado y desenvuelto la noción de justicia
social. Y es de tal humanismo y de tal doctrina, que la democracia cristiana
tomó su programa de exaltación de esa justicia.
Pero dicha justicia —por más trascendental
que sea— no ha de aplicarse en detrimento de las libertades políticas. La una puede
y debe aunarse con las otras. No existe verdadera justicia sin libertad, como
tampoco hay libertad sin justicia. Cuando falta una, sólo se parodia a la otra.
Por eso, al mismo tiempo que defienden con ardor la justicia social, los
demócrata-cristianos sostienen la libertad de enseñanza, de asociación, de
prensa, de sufragio, de petición, de conciencia y de cultos. Esas libertades
han tenido y siguen teniendo un enemigo constante: el absolutismo estatal. Ese
absolutismo —que hoy es impuesto por los regímenes llamados totalitarios bajo
pretexto de establecer la justicia social —destruye las libertades políticas
más trascendentales.
La democracia cristiana no admite, pues, que
los gobiernos se arroguen facultades omnímodas, destruyendo o coartando las
libertades mencionadas anteriormente. La síntesis de la justicia social con las
libertades políticas es, por tanto, un principio inconmovible de la democracia
cristiana.
A continuación veremos cuáles son las
libertades que los demócrata-cristianos defienden con mayor tesón.
1) Libertad de enseñanza.
Una de las libertades que, con más energía,
vienen defendiendo desde el siglo XIX los demócrata-cristianos, es la de
enseñanza, porque especialmente en los países latinos no se la toma en cuenta,
siendo atacada por los totalitarios y hasta por quienes se dicen liberales. En
efecto, muchos de esos países cuyas constituciones proclaman los principios de
la democracia, propugnan, contradiciéndose, el más despótico y odioso de todos
los monopolios: el estatal de la enseñanza.
Nada más contrario a la democracia que el
monopolio de la enseñanza inventado y puesto en práctica por Napoleón I, y, sin
embargo, naciones tituladas democráticas han establecido ese monopolio que
sigue perdurando en nuestros días, agravándose aún, en los regímenes
totalitarios de nuestro siglo, las consecuencias perniciosas de la falta de
libertad de enseñanza.
Para los demócrata-cristianos esa libertad
se ha convertido en un dogma social por entroncar con la institución de derecho
natural, que constituye uno de los fundamentos de la civilización cristiana: la
familia.
La familia, es decir, la familia una y
monogámica, ha sido, es y será siempre, el centro y el alma de las naciones de
civilización cristiana. Y uno de los principales derechos de la familia se encuentra
en el derecho de los padres de educar a sus hijos. Quitar a los padres la
educación de sus hijos, o limitarles ese derecho obligándolos a enviarlos a instituciones
educativas donde se les ha de impartir, no la enseñanza que los padres desean
dar a su prole, sino la que el Estado considere buena, necesaria y oportuna (y
que muchas veces es mala, perjudicial e inoportuna), jamás podrá ser admitido
en una democracia de inspiración cristiana. No debemos olvidar que la autoridad
del Estado se encuentra encarnada por hombres, y que éstos pueden ser
burócratas ateos, materialistas e inmorales que deseen corromper a la juventud
para el logro de inconfesadas ambiciones políticas. Aquí está en juego lo más
delicado y lo más frágil de una sociedad: la conciencia del niño y la moral del
joven.
El absolutismo estatal que pretende dirigir
esa conciencia y esa moral prescindiendo de toda intervención de la familia y
de la Iglesia, comete una aberración social de la peor especie. Y la nación que
admita ese abuso del absolutismo estatal, se pone, por tal hecho, al margen de
las más nobles orientaciones de la civilización cristiana.
El monopolio de la enseñanza por parte del
Estado ataca, igualmente, el derecho a enseñar que posee la Iglesia, porque
ésta tiene también derecho propio a educar. Asimismo, debemos dejar aclarado
que, con respecto a la enseñanza religiosa en los colegios del Estado, la
democracia cristiana sostiene que es digna de loa la concurrencia armónica de
la Iglesia y el Estado, cada uno dentro de su propia órbita, para que, en todos
los colegios, la doctrina de Cristo sea enseñada a los fieles ortodoxamente por
la Iglesia, y tan sólo por quienes reciban mandato de la Jerarquía.
Si una sociedad ya no posee la unidad de
creencias, el Estado velará en los establecimientos de instrucción fundados y
sostenidos por él, para que cada escuela no reúna, en lo posible, más que
maestros y niños de una misma creencia. Estos recibirán la enseñanza religiosa
según modalidades fijadas de común acuerdo entre la autoridad escolar y la
autoridad eclesiástica. Si no se puede evitar que niños pertenecientes a varias
creencias estén reunidos en una misma escuela, es necesario, por lo menos, que la
enseñanza religiosa sea dada separadamente a cada categoría de niños por un
maestro calificado.
Siguiendo estas directrices, la democracia
cristiana busca establecer un régimen de pluralismo escolar. Ese régimen
consiste en propiciar las escuelas privadas, subvencionando el Estado las de
diferente religión. En esa forma, los padres sin muchos recursos también podrán
enviar sus hijos a colegios religiosos. Y el Estado tendrá un derecho de
control sobre los colegios privados y confesionales que él subvenciona.
2) Libertad de asociación.
La libertad de asociación pasó, en el siglo
XIX, por un período de eclipse total en muchas naciones de civilización
cristiana. En Francia, por ejemplo, existió entonces para los obreros la
prohibición absoluta de asociarse. Semejante medida antidemocrática había sido
impuesta por la Revolución Francesa en nombre, precisamente, de la libertad.
Construir una democracia sin clases
privilegiadas ni tributos feudales, y en la cual se reconocería al pueblo el
derecho de intervenir en la elección de sus gobernantes y de expresar sus
puntos de vista sobre los sacrificios que le impusiese el Estado, era un gran
ideal cristiano por el que valía la pena luchar. Y la Declaración de los
Derechos del hombre y el ciudadano, en cuanto proclamaba la grandeza y dignidad
de la persona humana, y la necesidad de amparar sus esenciales libertades
contra la prepotencia y el despotismo de gobiernos absolutos, merecía y merece
un aplauso universal.
Pero, junto a la democracia, empezaron a
crecer las falsas doctrinas predicadas por los humanistas anticristianos del
siglo XVIII y, especialmente, por Juan Jacobo Rousseau. Aquellas doctrinas
produjeron la creación de un nuevo absolutismo: el de la mayoría electoral. Los
gobernantes elegidos por dicha mayoría se creyeron con el derecho de tiranizar
a la minoría y destruir la oposición por el expeditivo medio de la guillotina y
la confiscación.
A la falsa teoría del derecho divino de los
reyes, siguió la no menos errónea de la soberanía absoluta del pueblo, como si
éste fuera infalible en sus actos y en sus leyes. Volvió, por ello, a ponerse
en acción el adagio pagano: Vox populi,
vox Dei, no queriéndose reconocer el principio cristiano de que el hombre
en tanto que es persona, posee derechos otorgados por Dios que deben ser
tutelados contra todo ataque de la colectividad que tienda a negarlos, abolidos
o impedir su ejercicio. Al no admitir que
por encima de las leyes de la mayoría del pueblo están la ley de Dios y la ley
natural impresas en el corazón de la humanidad, se volvió a caer en el absolutismo
estatal que reinaba en el mundo antes de Cristo, y que consistió en el falso
principio de que la autoridad del Estado es ilimitada y que, frente a ella —aun
cuando de rienda suelta a sus intentos despóticos violando los límites del bien
y del mal—, no puede admitirse apelación a una ley superior que obliga en
conciencia.
Ese absolutismo estatal que las sectas
revolucionarias pusieron en auge, se concretó en una serie de medidas y leyes
injustas, tiránicas e inhumanas, que dejaron prácticamente sin efecto el lema
evangélico de libertad, igualdad y fraternidad, por el cual tanto se había
luchado en un comienzo.
La libertad de trabajo, que había sido
enfática y solemnemente declarada, fue seguida por la llamada ley Chapelier
(nombre del diputado que la propuso), la cual estableció la abolición de todas
las corporaciones y la prohibición de asociarse (14 de junio de 1791). Ello
significó, para el obrero francés del siglo XIX, la libertad de morirse de
hambre si no consentía en entrar, junto con su prole, a depender de un patrón
que muchas veces los explotaba despiadadamente.
El contrasentido en que incurrieron los
revolucionarios franceses al destruir la libertad de asociación en nombre de la
libertad del trabajo, se debió a que, por romper la unión del cristianismo con
la democracia, se convirtieron en exageradamente individualistas. Y, en su afán
de proteger al individuo, cayeron en la incongruencia de introducir al Estado
en el dominio de lo personal.
La democracia cristiana propicia, pues, la
más amplia libertad de asociación. Pero hoy día esa libertad se encuentra ante
una nueva amenaza. Esa amenaza ya no procede de que se pretenda volver a
establecer la prohibición de asociarse en la forma como lo hizo la ley
Chapelier. Proviene, al contrario, de un extremo opuesto: de la obligación de
asociarse que impone el Estado.
Semejante obligación ataca también la
libertad de asociación, pues, en ese caso, los hombres ya no pueden decidir
libre y voluntariamente si han de asociarse o no. Por último, la libertad de la
cual estamos tratando, recibe en los regímenes totalitarios un golpe de muerte
al establecerse los sindicatos únicos dirigidos por el Estado.
La democracia cristiana repudia, con todas
sus fuerzas, esa clase de asociación destinada a convertir a las organizaciones
profesionales en piezas de ajedrez político de gobernantes despóticos que
buscan, no la protección de los intereses de los obreros, sino el logro de sus
ambiciones personales.
El sindicato no puede ser instrumento estatal
ni una organización usada con fines políticos por los diferentes partidos.
Tanto una cosa como otra desvirtúan su fin específico, que es el de nuclear los
trabajadores asalariados y defender sus derechos. Lo que sí debemos desear es
que, en una nueva estructura de la sociedad, los sindicatos tengan una influencia
decisiva en la elaboración y aprobación de la legislación obrera de cada país,
que se ha hecho muchas veces a espaldas de los interesados para que apareciera
como conquista de un partido o como ofrecimiento del Estado.
Los sindicatos, como asociaciones
intermedias entre el individuo y el Estado, tienen una función propia y exclusiva
que deben cumplir, y que el Estado no puede usurpar, en virtud de aquel
principio natural, esencial a la democracia política, por el cual los gobiernos
deben dejar que tanto las personas como las asociaciones realicen todo aquello
que puedan llevar a cabo con sus solas fuerzas. Por eso, cuando el Estado,
valiéndose de medios muy diversos —de hecho o de derecho— interviene en la vida
del sindicato y absorbe las funciones sindicales (llegando hasta a anular la
voluntad de los miembros y transformar a los dirigentes en simples instrumentos
de funcionarios o dependencias gubernamentales), debemos decir que la libertad
sindical ha sido suprimida y que el Estado ha conculcado derechos fundamentales
de la persona y de las sociedades.
Pero hay una fórmula particular, que se ha
hecho general en los países totalitarios, para menoscabar y anular el derecho a
la libre sindicación: el sindicato único. En este régimen el Estado, con una
injerencia abusiva, reconoce a un solo sindicato la representación gremial,
dándole derechos que ejerce con exclusión de cualquier otra asociación.
Con este sistema los sindicatos quedan
supeditados a los gobiernos, con todas las consecuencias funestas que trae
aparejado el desconocimiento del orden natural de las cosas: los sindicatos no
importan ya como la voluntad común de quienes los constituyen, sino como
agentes del poder gubernamental; así se transforman en instituciones de derecho
público y quedan sometidos al poder administrativo del Estado. La facultad de
negar su reconocimiento, o retirarlo por motivos políticos, económicos o
sociales, se convierte en formidable arma política que obliga a someterse o
perecer como entidad.
La experiencia nos enseña, además, que el
unicato sindical ha sido uno de los medios más poderosos de que se han valido y
se valen todos los regímenes totalitarios para amordazar a las clases obreras;
para destruir todas aquellas asociaciones que no se plieguen a la voluntad de
los gobiernos; y, sobre todo, para obligar a una adhesión que busca la
apariencia de unanimidad.
3) Libertad de prensa.
Los demócrata-cristianos, si bien reconocen
que teóricamente la libertad de prensa no es ilimitada, y si bien tratan de
encauzarla para que no degenere en
licencia, sin embargo defienden con energía su intangibilidad.
Porque sin esa libertad no puede funcionar
una auténtica democracia. En efecto, si un pueblo no está en condiciones de
informarse sobre cuanto ocurre en otros países y, sobre todo, acerca de lo que
ocurre en su propia patria (cosa que sucede en los regímenes totalitarios que
amordazan a la prensa para evitar censuras y noticias que les son adversas),
nunca podrá haber una verdadera libertad de sufragio. Pues la libertad de
sufragio queda burlada o trabada si el pueblo no está en condiciones de recibir
amplia información sobre los candidatos, ideas, obras y programas de los partidos
políticos que han de ser votados.
***
Ambrosio
Romero Carranza (San Fernando, 1904 – Buenos Aires,
18 de enero de 1999) fue un abogado, profesor universitario, periodista,
político, historiador, filósofo y magistrado y líder intelectual católico argentino.
Fue uno de los fundadores del Partido Demócrata Cristiano y miembro de su
primera Junta Nacional. Miembro de Número de la Academia Nacional de Derecho y
Ciencias Sociales de Buenos Aires y de la de Ciencias Morales y Políticas.
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