martes, 1 de marzo de 2022

LA DEMOCRACIA CRISTIANA VII

 

QUÉ ESTABLECE LA DEMOCRACIA CRISTIANA

¿Qué es la democracia cristiana? Es un régimen que establece la alianza de la política con la moral, la cooperación mutua entre la Iglesia y el Estado, la armonía entre los diferentes sectores sociales, la coexistencia del bien común y la libre iniciativa privada, la conciliación de la autoridad estatal con los derechos de la persona humana, la compatibilidad del patriotismo con la fraternidad universal, y la síntesis de la justicia social con las libertades políticas.

Boletín del Partido Demócrata Cristiano, Órgano oficial de la Junta Promotora de la Capital Federal, 31 de octubre de 1955.

 

VII. LA SÍNTESIS DE LA JUSTICIA SOCIAL CON LAS LIBERTADES POLÍTICAS.

Los demócrata-cristianos, desde un principio, no se conformaron con destacar que la democracia es el último y más completo resultado de una civilización cristiana. Además, señalaron que en una sociedad cristiana, el Estado no debe asumir únicamente el papel de un mero vigilante cuya función es la de impedir crímenes y desórdenes. Por el contrario, ha de intervenir en todas las cuestiones de índole social, incluidas hasta las de índole económica, cuando esté de por medio la salvaguardia del bien común.

La democracia cristiana se preocupa por la consolidación de una auténtica justicia social. Para ir estableciéndola sin sacudimientos catastróficos, y para hacer desaparecer paulatinamente los graves males producidos por el capitalismo individualista, propicia una legislación laboral que sea legalmente sancionada y lealmente aplicada. Pero no olvida manifestar que tal legislación no es el único resultado de la justicia social, pues ésta no debe ser patrimonio exclusivo del obrero.

En una democracia de inspiración cristiana, el Estado ha de estar dispuesto a defender todas las clases sociales cuyos derechos se vean atacados: si son los patronos quienes conculcan los derechos de los obreros, saldrá en defensa de los obreros, pero si ocurre lo contrario y son éstos los que quieren conculcar los derechos de aquéllos, el Estado protegerá a los patronos.

Los demócrata-cristianos buscan, pues, el modo de convertir a la justicia social en fuerza motriz de nuestra civilización, que la salve tanto del capitalismo individualista como del colectivismo marxista.

Al lado de la justicia conmutativa que regula los contratos, de la justicia distributiva que regula las cargas y ventajas sociales, conviene tener en cuenta la justicia social o legal, que es la que se refiere al bien común, del que la autoridad es reguladora. La justicia social debe penetrar en las instituciones y en la vida entera de los pueblos. Su eficacia debe manifestarse, sobre todo, por la creación de un orden jurídico y social que informe toda la vida económica.

Al humanismo cristiano y a la doctrina social de la Iglesia tocan el honor de haber explicitado y desenvuelto la noción de justicia social. Y es de tal humanismo y de tal doctrina, que la democracia cristiana tomó su programa de exaltación de esa justicia.

Pero dicha justicia —por más trascendental que sea— no ha de aplicarse en detrimento de las libertades políticas. La una puede y debe aunarse con las otras. No existe verdadera justicia sin libertad, como tampoco hay libertad sin justicia. Cuando falta una, sólo se parodia a la otra. Por eso, al mismo tiempo que defienden con ardor la justicia social, los demócrata-cristianos sostienen la libertad de enseñanza, de asociación, de prensa, de sufragio, de petición, de conciencia y de cultos. Esas libertades han tenido y siguen teniendo un enemigo constante: el absolutismo estatal. Ese absolutismo —que hoy es impuesto por los regímenes llamados totalitarios bajo pretexto de establecer la justicia social —destruye las libertades políticas más trascendentales.

La democracia cristiana no admite, pues, que los gobiernos se arroguen facultades omnímodas, destruyendo o coartando las libertades mencionadas anteriormente. La síntesis de la justicia social con las libertades políticas es, por tanto, un principio inconmovible de la democracia cristiana.

A continuación veremos cuáles son las libertades que los demócrata-cristianos defienden con mayor tesón.

 

1) Libertad de enseñanza.

Una de las libertades que, con más energía, vienen defendiendo desde el siglo XIX los demócrata-cristianos, es la de enseñanza, porque especialmente en los países latinos no se la toma en cuenta, siendo atacada por los totalitarios y hasta por quienes se dicen liberales. En efecto, muchos de esos países cuyas constituciones proclaman los principios de la democracia, propugnan, contradiciéndose, el más despótico y odioso de todos los monopolios: el estatal de la enseñanza.

Nada más contrario a la democracia que el monopolio de la enseñanza inventado y puesto en práctica por Napoleón I, y, sin embargo, naciones tituladas democráticas han establecido ese monopolio que sigue perdurando en nuestros días, agravándose aún, en los regímenes totalitarios de nuestro siglo, las consecuencias perniciosas de la falta de libertad de enseñanza.

Para los demócrata-cristianos esa libertad se ha convertido en un dogma social por entroncar con la institución de derecho natural, que constituye uno de los fundamentos de la civilización cristiana: la familia.

La familia, es decir, la familia una y monogámica, ha sido, es y será siempre, el centro y el alma de las naciones de civilización cristiana. Y uno de los principales derechos de la familia se encuentra en el derecho de los padres de educar a sus hijos. Quitar a los padres la educación de sus hijos, o limitarles ese derecho obligándolos a enviarlos a instituciones educativas donde se les ha de impartir, no la enseñanza que los padres desean dar a su prole, sino la que el Estado considere buena, necesaria y oportuna (y que muchas veces es mala, perjudicial e inoportuna), jamás podrá ser admitido en una democracia de inspiración cristiana. No debemos olvidar que la autoridad del Estado se encuentra encarnada por hombres, y que éstos pueden ser burócratas ateos, materialistas e inmorales que deseen corromper a la juventud para el logro de inconfesadas ambiciones políticas. Aquí está en juego lo más delicado y lo más frágil de una sociedad: la conciencia del niño y la moral del joven.

El absolutismo estatal que pretende dirigir esa conciencia y esa moral prescindiendo de toda intervención de la familia y de la Iglesia, comete una aberración social de la peor especie. Y la nación que admita ese abuso del absolutismo estatal, se pone, por tal hecho, al margen de las más nobles orientaciones de la civilización cristiana.

El monopolio de la enseñanza por parte del Estado ataca, igualmente, el derecho a enseñar que posee la Iglesia, porque ésta tiene también derecho propio a educar. Asimismo, debemos dejar aclarado que, con respecto a la enseñanza religiosa en los colegios del Estado, la democracia cristiana sostiene que es digna de loa la concurrencia armónica de la Iglesia y el Estado, cada uno dentro de su propia órbita, para que, en todos los colegios, la doctrina de Cristo sea enseñada a los fieles ortodoxamente por la Iglesia, y tan sólo por quienes reciban mandato de la Jerarquía.

Si una sociedad ya no posee la unidad de creencias, el Estado velará en los establecimientos de instrucción fundados y sostenidos por él, para que cada escuela no reúna, en lo posible, más que maestros y niños de una misma creencia. Estos recibirán la enseñanza religiosa según modalidades fijadas de común acuerdo entre la autoridad escolar y la autoridad eclesiástica. Si no se puede evitar que niños pertenecientes a varias creencias estén reunidos en una misma escuela, es necesario, por lo menos, que la enseñanza religiosa sea dada separadamente a cada categoría de niños por un maestro calificado.

Siguiendo estas directrices, la democracia cristiana busca establecer un régimen de pluralismo escolar. Ese régimen consiste en propiciar las escuelas privadas, subvencionando el Estado las de diferente religión. En esa forma, los padres sin muchos recursos también podrán enviar sus hijos a colegios religiosos. Y el Estado tendrá un derecho de control sobre los colegios privados y confesionales que él subvenciona.

 

2) Libertad de asociación.

La libertad de asociación pasó, en el siglo XIX, por un período de eclipse total en muchas naciones de civilización cristiana. En Francia, por ejemplo, existió entonces para los obreros la prohibición absoluta de asociarse. Semejante medida antidemocrática había sido impuesta por la Revolución Francesa en nombre, precisamente, de la libertad.

Construir una democracia sin clases privilegiadas ni tributos feudales, y en la cual se reconocería al pueblo el derecho de intervenir en la elección de sus gobernantes y de expresar sus puntos de vista sobre los sacrificios que le impusiese el Estado, era un gran ideal cristiano por el que valía la pena luchar. Y la Declaración de los Derechos del hombre y el ciudadano, en cuanto proclamaba la grandeza y dignidad de la persona humana, y la necesidad de amparar sus esenciales libertades contra la prepotencia y el despotismo de gobiernos absolutos, merecía y merece un aplauso universal.

Pero, junto a la democracia, empezaron a crecer las falsas doctrinas predicadas por los humanistas anticristianos del siglo XVIII y, especialmente, por Juan Jacobo Rousseau. Aquellas doctrinas produjeron la creación de un nuevo absolutismo: el de la mayoría electoral. Los gobernantes elegidos por dicha mayoría se creyeron con el derecho de tiranizar a la minoría y destruir la oposición por el expeditivo medio de la guillotina y la confiscación.

A la falsa teoría del derecho divino de los reyes, siguió la no menos errónea de la soberanía absoluta del pueblo, como si éste fuera infalible en sus actos y en sus leyes. Volvió, por ello, a ponerse en acción el adagio pagano: Vox populi, vox Dei, no queriéndose reconocer el principio cristiano de que el hombre en tanto que es persona, posee derechos otorgados por Dios que deben ser tutelados contra todo ataque de la colectividad que tienda a negarlos, abolidos o impedir su ejercicio.  Al no admitir que por encima de las leyes de la mayoría del pueblo están la ley de Dios y la ley natural impresas en el corazón de la humanidad, se volvió a caer en el absolutismo estatal que reinaba en el mundo antes de Cristo, y que consistió en el falso principio de que la autoridad del Estado es ilimitada y que, frente a ella —aun cuando de rienda suelta a sus intentos despóticos violando los límites del bien y del mal—, no puede admitirse apelación a una ley superior que obliga en conciencia.

Ese absolutismo estatal que las sectas revolucionarias pusieron en auge, se concretó en una serie de medidas y leyes injustas, tiránicas e inhumanas, que dejaron prácticamente sin efecto el lema evangélico de libertad, igualdad y fraternidad, por el cual tanto se había luchado en un comienzo.

La libertad de trabajo, que había sido enfática y solemnemente declarada, fue seguida por la llamada ley Chapelier (nombre del diputado que la propuso), la cual estableció la abolición de todas las corporaciones y la prohibición de asociarse (14 de junio de 1791). Ello significó, para el obrero francés del siglo XIX, la libertad de morirse de hambre si no consentía en entrar, junto con su prole, a depender de un patrón que muchas veces los explotaba despiadadamente.

El contrasentido en que incurrieron los revolucionarios franceses al destruir la libertad de asociación en nombre de la libertad del trabajo, se debió a que, por romper la unión del cristianismo con la democracia, se convirtieron en exageradamente individualistas. Y, en su afán de proteger al individuo, cayeron en la incongruencia de introducir al Estado en el dominio de lo personal.

La democracia cristiana propicia, pues, la más amplia libertad de asociación. Pero hoy día esa libertad se encuentra ante una nueva amenaza. Esa amenaza ya no procede de que se pretenda volver a establecer la prohibición de asociarse en la forma como lo hizo la ley Chapelier. Proviene, al contrario, de un extremo opuesto: de la obligación de asociarse que impone el Estado.

Semejante obligación ataca también la libertad de asociación, pues, en ese caso, los hombres ya no pueden decidir libre y voluntariamente si han de asociarse o no. Por último, la libertad de la cual estamos tratando, recibe en los regímenes totalitarios un golpe de muerte al establecerse los sindicatos únicos dirigidos por el Estado.

La democracia cristiana repudia, con todas sus fuerzas, esa clase de asociación destinada a convertir a las organizaciones profesionales en piezas de ajedrez político de gobernantes despóticos que buscan, no la protección de los intereses de los obreros, sino el logro de sus ambiciones personales.

El sindicato no puede ser instrumento estatal ni una organización usada con fines políticos por los diferentes partidos. Tanto una cosa como otra desvirtúan su fin específico, que es el de nuclear los trabajadores asalariados y defender sus derechos. Lo que sí debemos desear es que, en una nueva estructura de la sociedad, los sindicatos tengan una influencia decisiva en la elaboración y aprobación de la legislación obrera de cada país, que se ha hecho muchas veces a espaldas de los interesados para que apareciera como conquista de un partido o como ofrecimiento del Estado.

Los sindicatos, como asociaciones intermedias entre el individuo y el Estado, tienen una función propia y exclusiva que deben cumplir, y que el Estado no puede usurpar, en virtud de aquel principio natural, esencial a la democracia política, por el cual los gobiernos deben dejar que tanto las personas como las asociaciones realicen todo aquello que puedan llevar a cabo con sus solas fuerzas. Por eso, cuando el Estado, valiéndose de medios muy diversos —de hecho o de derecho— interviene en la vida del sindicato y absorbe las funciones sindicales (llegando hasta a anular la voluntad de los miembros y transformar a los dirigentes en simples instrumentos de funcionarios o dependencias gubernamentales), debemos decir que la libertad sindical ha sido suprimida y que el Estado ha conculcado derechos fundamentales de la persona y de las sociedades.

Pero hay una fórmula particular, que se ha hecho general en los países totalitarios, para menoscabar y anular el derecho a la libre sindicación: el sindicato único. En este régimen el Estado, con una injerencia abusiva, reconoce a un solo sindicato la representación gremial, dándole derechos que ejerce con exclusión de cualquier otra asociación.

Con este sistema los sindicatos quedan supeditados a los gobiernos, con todas las consecuencias funestas que trae aparejado el desconocimiento del orden natural de las cosas: los sindicatos no importan ya como la voluntad común de quienes los constituyen, sino como agentes del poder gubernamental; así se transforman en instituciones de derecho público y quedan sometidos al poder administrativo del Estado. La facultad de negar su reconocimiento, o retirarlo por motivos políticos, económicos o sociales, se convierte en formidable arma política que obliga a someterse o perecer como entidad.

La experiencia nos enseña, además, que el unicato sindical ha sido uno de los medios más poderosos de que se han valido y se valen todos los regímenes totalitarios para amordazar a las clases obreras; para destruir todas aquellas asociaciones que no se plieguen a la voluntad de los gobiernos; y, sobre todo, para obligar a una adhesión que busca la apariencia de unanimidad.

 

3) Libertad de prensa.

Los demócrata-cristianos, si bien reconocen que teóricamente la libertad de prensa no es ilimitada, y si bien tratan de encauzarla para que no  degenere en licencia, sin embargo defienden con energía su intangibilidad.

Porque sin esa libertad no puede funcionar una auténtica democracia. En efecto, si un pueblo no está en condiciones de informarse sobre cuanto ocurre en otros países y, sobre todo, acerca de lo que ocurre en su propia patria (cosa que sucede en los regímenes totalitarios que amordazan a la prensa para evitar censuras y noticias que les son adversas), nunca podrá haber una verdadera libertad de sufragio. Pues la libertad de sufragio queda burlada o trabada si el pueblo no está en condiciones de recibir amplia información sobre los candidatos, ideas, obras y programas de los partidos políticos que han de ser votados.

***

Ambrosio Romero Carranza (San Fernando, 1904 – Buenos Aires, 18 de enero de 1999) fue un abogado, profesor universitario, periodista, político, historiador, filósofo y magistrado y líder intelectual católico argentino. Fue uno de los fundadores del Partido Demócrata Cristiano y miembro de su primera Junta Nacional. Miembro de Número de la Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales de Buenos Aires y de la de Ciencias Morales y Políticas.

 

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