QUÉ ESTABLECE LA DEMOCRACIA CRISTIANA
¿Qué es la
democracia cristiana? Es un régimen que establece la alianza de la política con
la moral, la cooperación mutua entre la Iglesia y el Estado, la armonía entre
los diferentes sectores sociales, la coexistencia del bien común y la libre
iniciativa privada, la conciliación de la autoridad estatal con los derechos de
la persona humana, la compatibilidad del patriotismo con la fraternidad
universal, y la síntesis de la justicia social con las libertades políticas.
Boletín del Partido Demócrata
Cristiano, Órgano oficial de la Junta Promotora de la Capital Federal, 31 de
octubre de 1955.
I. LA
ALIANZA DE LA POLÍTICA CON LA MORAL
La
democracia cristiana tiene por principio fundamental que la moral debe estar
estrechamente aliada a la política. Esa alianza constituye su mayor fuerza; si
llegase a perder el propósito firme de mantenerla a toda costa, no tardaría en
ser uno de los tantos movimientos políticos que ha conocido la historia de la
humanidad. No trabajar para alcanzar simplemente el poder —como lo han hecho la
mayoría de los ambiciosos y prepotentes—, sino para moralizar la política, es
una idea trascendental que la democracia cristiana trata de realizar.
El
demócrata-cristiano abomina del maquiavelismo, es decir, repudia la doctrina
que, subordinando la moral a la política, profesa un amoralismo político que
concluye siempre por roer el alma de los pueblos, destruyendo sus libertades y ocasionando
males inmensos. La teoría maquiavélica de que el fin justifica los medios es la
negación más rotunda de la moral cristiana, la cual, por el contrario, propugna
en política el consejo evangélico: "Buscad el Reino de Dios y su justicia,
y lo demás os será dado por añadidura". "No creemos que haya una moral para el hombre privado y otra para el
hombre público —afirmaba Félix Frías—. La
moral es una. Toda política que la viola es una política odiosa y fatal, y los
pueblos que no temen a Dios acaban al fin por temblar en presencia de un
tirano. La alianza de la política con la moral es de todo punto necesaria, si
hemos de entrar al fin en la vía de los gobiernos regulares, si hemos de dar a
la sociedad garantías de su reposo, y si aspiramos de buena fe a practicar las
instituciones libres que nos rigen, y que han sido casi siempre el manto que
cubría los abusos más reprensibles y escandalosos".
Al
buscar la alianza, firme y concreta, de la política con la moral, los
demócrata-cristianos no mezclan la una con la otra, sabiendo distinguirlas
entre sí. Ellos repiten la frase de Paul Janet: "La política y la moral se distinguen sin combatirse y se unen sin
mezclarse".
Debemos
recordar aquí que, desde comienzos de la Edad Moderna, comenzó a establecerse
en Europa una grave disociación entre la política y la moral, que ocasionaría
las más funestas consecuencias. Esa disociación tomó un nombre: maquiavelismo, que
fue adoptado en razón de haber sido Nicolás Maquiavelo quien más propugnó la
separación entre la política y la moral.
Mientras
el humanismo cristiano había proclamado durante dieciséis siglos la grandeza de
la persona humana, para Maquiavelo todos los hombres eran malos, codiciosos,
egoístas. Ese pesimismo maquiavélico es anticristiano.
Maquiavelo
no sólo exhibió la inmoralidad con que comúnmente obran los políticos; al mismo
tiempo pretendió enseñar que esa inmoralidad era la verdadera ley de la vida
política. La responsabilidad histórica de Maquiavelo consiste en haber
aceptado, reconocido y apoyado como regla el hecho de esa inmoralidad, y en
haber asegurado que una buena política es, por esencia, una política no moral,
o amoral. Nadie hasta el siglo XVI se había atrevido a afirmar tal cosa.
Después de Maquiavelo, ya fueron muchos los que se animaron a defender una
doctrina tan anticristiana.
Maquiavelo
sostenía que quien se aparta en política de "lo que se hace" y busca
"lo que debe hacerse", sólo logra su propia ruina. "Porque —afirmaba— el fin justifica los medios". Este axioma de Maquiavelo se
debió a que únicamente buscaba el éxito político inmediato.
Maquiavelo
afirmaba que el Poder es el fin de la política; la guerra, la salud del Estado;
y la fuerza militar, el sostén principal de una nación. Y siendo para
Maquiavelo el fin de la política el Poder, llegaba a la conclusión de que el
gobernante debería aprender a no ser bueno. En cambio, la democracia cristiana enseña
que —como ya lo manifestó Santo Tomás de Aquino hace siete siglos— el fin de la
política es el bien común y, por tanto, los gobernantes tiene que ser hombres
buenos.
Los
efectos de las enseñanzas de Maquiavelo fueron desastrosos, y llevadas sus
máximas al extremo por gobernantes cada vez más alejados de las verdades del
cristianismo, han engendrado en el mundo un maquiavelismo absoluto, el cual
sostiene que la injusticia sin límites, la violencia sin límites, y la mentira y
la inmoralidad sin límites son medios políticos permitidos, y ese maquiavelismo
absoluto extrae de la maldad sin límites una fuerza abominable. En el siglo XX
hemos visto cómo el maquiavelismo era llevado por muchos gobernantes hasta sus
consecuencias más extremas: la moral desapareció entonces por completo en
materia política, y el Poder y el éxito se convirtieron en los supremos
criterios humanos. Y de este modo el maquiavelismo absoluto hizo que la
política fuese el arte de desatar sobre los hombres toda suerte de desgracias.
La
democracia cristiana recuerda que nadie debe propiciar la colaboración con el
maquiavelismo argumentando que los tiempos corrompidos en que vivimos no
permiten otra táctica. En todo tiempo, por más corrompido que esté, siempre es
posible el bien y la moralidad.
Ahora
bien, ¿cómo logrará el mundo contemporáneo destruir ese maquiavelismo? ¿Por
medio de un maquiavelismo mitigado que sin llegar a sostener la injusticia, la
violencia, la mentira, la maldad y la inmoralidad sin límites, olvide sin
embargo en algunas ocasiones las reglas morales para poder combatir al mal con
mayor éxito?
La
democracia cristiana aborrece igualmente de este maquiavelismo mitigado, y
confía en vencer al maquiavelismo absoluto no con armas más o menos semejantes
a las que él emplea, sino con armas realmente evangélicas: muriendo y no
matando, devolviendo bien por mal, levantando en alto la bandera de la moral del
Evangelio, y confiando en el triunfo final de la justicia, la libertad y la
fraternidad. Y si los demócrata-cristianos, que trabajan al presente por el
triunfo de los principios sociales del cristianismo, no logran ver ese triunfo,
no se desalientan por ello, pues no trabajan para el presente sino para el
futuro, y, como tienen hijos, esperan que éstos contemplen el triunfo en
política de la moral que Cristo enseñó tanto para que fuese aplicada en la vida
privada como en la vida pública.
La
democracia cristiana recuerda que nadie debe propiciar la colaboración con el
maquiavelismo argumentando que los tiempos corrompidos en que vivimos no
permiten otra táctica. En todo tiempo, por más corrompido que esté, siempre es
posible el bien y la moralidad.
Como
ha dicho don Luigi Sturzo: "La
estructura de la sociedad está basada sobre elementos y normas morales que no pueden
violarse sin daño de los núcleos sociales y, por consiguiente, de los
individuos asociados. La utilidad del Estado no puede realizarse sino
manteniéndose en la esfera de la moral. Negar a la política su substancia
moral, reduciéndola a pura forma utilitaria, es quitarle su esencia racional y
convertirla en mero arte de gobierno".
Por
otra parte, ninguna Constitución, por buena que sea, podrá poner límites a los
abusos de poder. Un límite legal nunca es protección suficiente, y siempre
puede ser fácilmente transgredido. En cambio, los límites puestos por la moral
cristiana a todos los abusos de los gobernantes, no pueden ser impunemente olvidados
por hombres de principios cristianos, pues si los olvidan se ponen en una
posición tan falsa e inconsecuente, que perderán el equilibrio y caerán
rápidamente. El político que, por el contrario, no reconoce un límite moral a
su actuación gubernamental, puede, por desgracia, bailar mucho tiempo sobre una
cuerda floja llevando a su patria a las peores catástrofes. Pero más peligroso
que el gobernante sin moral, es el Estado sin ella, porque un Estado sin moral
cristiana busca algo que la reemplace, algo que le sirva de brújula para
manejar "la fluctuante barca de la sociedad", y ese algo se convierte
en un absoluto político que lleva en línea recta a los peores regímenes totalitarios.
El Estado, en esos regímenes, se convierte en fuente de derecho, y ese derecho
—que en realidad no es tal— deifica las ideas del partido que está en el poder,
y tan pronto resulta deificada la clase proletaria —el caso de Rusia
comunista—, como tan pronto lo es la raza —el caso de Alemania nazista—, o lo
es un hombre —el caso de la Italia fascista, donde se afirmó: II Duce sempre ha ragione.
El
siglo XX nos ha mostrado, así, el final lógico del amoralismo político. Al
separar, siguiendo los consejos de Maquiavelo, la política de la moral cristiana,
se prepara el camino de la unión del Estado con doctrinas totalitarias,
absolutistas y despóticas que han implantado, en la tierra, un tipo de
esclavitud abominable. Pues en los regímenes totalitarios se llega a un dominio
absoluto, no sólo sobre el cuerpo de los nuevos esclavos, sino también sobre
sus almas, las cuales, mediante coacciones de diversa especie, pierden su libre
albedrío, y sólo aman, piensan y creen lo que el Estado totalitario les ordena
amar, pensar y creer. Reaccionando, pues, contra ese terrible mal, la democracia
cristiana vuelve a unir la política con la moral. En la Edad Media la brújula
que orientó a la sociedad europea fue la moral cristiana. Hoy se comprende la
necesidad de orientar al mundo moderno con esa misma brújula, sin que eso
signifique propiciar un retorno antihistórico hacia el medioevo.
Como
ya decía Félix Frías en 1849: "La
libertad es asunto de moralidad, de honradez, de probidad, ante todo. Porque la
libertad se alimenta de virtudes generosas, fraternales, pacíficas, y no se
embriaga en orgías revolucionarias. Porque la libertad quiere el sufragio
universal, y el sufragio universal que no revela el buen sentido y las virtudes
morales del pueblo, revela su incapacidad política".
Mons.
Miguel de Andrea, en uno de sus elocuentes sermones pronunciados desde el
púlpito de la iglesia de San Miguel, exclamó: "La miseria material puede ser un obstáculo para la libertad; pero la
miseria moral constituye una imposibilidad. Porque el espíritu dominado por las
pasiones se prostituye y se incapacita para toda resistencia".
***
Ambrosio
Romero Carranza (San Fernando, 1904 – Buenos Aires,
18 de enero de 1999) fue un abogado, profesor universitario, periodista,
político, historiador, filósofo y magistrado y líder intelectual católico
argentino. Fue uno de los fundadores del Partido Demócrata Cristiano y miembro
de su primera Junta Nacional. Miembro de Número de la Academia Nacional de
Derecho y Ciencias Sociales de Buenos Aires y de la de Ciencias Morales y
Políticas.
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