martes, 1 de marzo de 2022

LA DEMOCRACIA CRISTIANA I

 

QUÉ ESTABLECE LA DEMOCRACIA CRISTIANA

¿Qué es la democracia cristiana? Es un régimen que establece la alianza de la política con la moral, la cooperación mutua entre la Iglesia y el Estado, la armonía entre los diferentes sectores sociales, la coexistencia del bien común y la libre iniciativa privada, la conciliación de la autoridad estatal con los derechos de la persona humana, la compatibilidad del patriotismo con la fraternidad universal, y la síntesis de la justicia social con las libertades políticas.

Boletín del Partido Demócrata Cristiano, Órgano oficial de la Junta Promotora de la Capital Federal, 31 de octubre de 1955.

 

I. LA ALIANZA DE LA POLÍTICA CON LA MORAL

La democracia cristiana tiene por principio fundamental que la moral debe estar estrechamente aliada a la política. Esa alianza constituye su mayor fuerza; si llegase a perder el propósito firme de mantenerla a toda costa, no tardaría en ser uno de los tantos movimientos políticos que ha conocido la historia de la humanidad. No trabajar para alcanzar simplemente el poder —como lo han hecho la mayoría de los ambiciosos y prepotentes—, sino para moralizar la política, es una idea trascendental que la democracia cristiana trata de realizar.

El demócrata-cristiano abomina del maquiavelismo, es decir, repudia la doctrina que, subordinando la moral a la política, profesa un amoralismo político que concluye siempre por roer el alma de los pueblos, destruyendo sus libertades y ocasionando males inmensos. La teoría maquiavélica de que el fin justifica los medios es la negación más rotunda de la moral cristiana, la cual, por el contrario, propugna en política el consejo evangélico: "Buscad el Reino de Dios y su justicia, y lo demás os será dado por añadidura". "No creemos que haya una moral para el hombre privado y otra para el hombre público —afirmaba Félix Frías—. La moral es una. Toda política que la viola es una política odiosa y fatal, y los pueblos que no temen a Dios acaban al fin por temblar en presencia de un tirano. La alianza de la política con la moral es de todo punto necesaria, si hemos de entrar al fin en la vía de los gobiernos regulares, si hemos de dar a la sociedad garantías de su reposo, y si aspiramos de buena fe a practicar las instituciones libres que nos rigen, y que han sido casi siempre el manto que cubría los abusos más reprensibles y escandalosos".

Al buscar la alianza, firme y concreta, de la política con la moral, los demócrata-cristianos no mezclan la una con la otra, sabiendo distinguirlas entre sí. Ellos repiten la frase de Paul Janet: "La política y la moral se distinguen sin combatirse y se unen sin mezclarse".

Debemos recordar aquí que, desde comienzos de la Edad Moderna, comenzó a establecerse en Europa una grave disociación entre la política y la moral, que ocasionaría las más funestas consecuencias. Esa disociación tomó un nombre: maquiavelismo, que fue adoptado en razón de haber sido Nicolás Maquiavelo quien más propugnó la separación entre la política y la moral.

Mientras el humanismo cristiano había proclamado durante dieciséis siglos la grandeza de la persona humana, para Maquiavelo todos los hombres eran malos, codiciosos, egoístas. Ese pesimismo maquiavélico es anticristiano.

Maquiavelo no sólo exhibió la inmoralidad con que comúnmente obran los políticos; al mismo tiempo pretendió enseñar que esa inmoralidad era la verdadera ley de la vida política. La responsabilidad histórica de Maquiavelo consiste en haber aceptado, reconocido y apoyado como regla el hecho de esa inmoralidad, y en haber asegurado que una buena política es, por esencia, una política no moral, o amoral. Nadie hasta el siglo XVI se había atrevido a afirmar tal cosa. Después de Maquiavelo, ya fueron muchos los que se animaron a defender una doctrina tan anticristiana.

Maquiavelo sostenía que quien se aparta en política de "lo que se hace" y busca "lo que debe hacerse", sólo logra su propia ruina. "Porque —afirmaba— el fin justifica los medios". Este axioma de Maquiavelo se debió a que únicamente buscaba el éxito político inmediato.

Maquiavelo afirmaba que el Poder es el fin de la política; la guerra, la salud del Estado; y la fuerza militar, el sostén principal de una nación. Y siendo para Maquiavelo el fin de la política el Poder, llegaba a la conclusión de que el gobernante debería aprender a no ser bueno. En cambio, la democracia cristiana enseña que —como ya lo manifestó Santo Tomás de Aquino hace siete siglos— el fin de la política es el bien común y, por tanto, los gobernantes tiene que ser hombres buenos.

Los efectos de las enseñanzas de Maquiavelo fueron desastrosos, y llevadas sus máximas al extremo por gobernantes cada vez más alejados de las verdades del cristianismo, han engendrado en el mundo un maquiavelismo absoluto, el cual sostiene que la injusticia sin límites, la violencia sin límites, y la mentira y la inmoralidad sin límites son medios políticos permitidos, y ese maquiavelismo absoluto extrae de la maldad sin límites una fuerza abominable. En el siglo XX hemos visto cómo el maquiavelismo era llevado por muchos gobernantes hasta sus consecuencias más extremas: la moral desapareció entonces por completo en materia política, y el Poder y el éxito se convirtieron en los supremos criterios humanos. Y de este modo el maquiavelismo absoluto hizo que la política fuese el arte de desatar sobre los hombres toda suerte de desgracias.

La democracia cristiana recuerda que nadie debe propiciar la colaboración con el maquiavelismo argumentando que los tiempos corrompidos en que vivimos no permiten otra táctica. En todo tiempo, por más corrompido que esté, siempre es posible el bien y la moralidad.

Ahora bien, ¿cómo logrará el mundo contemporáneo destruir ese maquiavelismo? ¿Por medio de un maquiavelismo mitigado que sin llegar a sostener la injusticia, la violencia, la mentira, la maldad y la inmoralidad sin límites, olvide sin embargo en algunas ocasiones las reglas morales para poder combatir al mal con mayor éxito?

La democracia cristiana aborrece igualmente de este maquiavelismo mitigado, y confía en vencer al maquiavelismo absoluto no con armas más o menos semejantes a las que él emplea, sino con armas realmente evangélicas: muriendo y no matando, devolviendo bien por mal, levantando en alto la bandera de la moral del Evangelio, y confiando en el triunfo final de la justicia, la libertad y la fraternidad. Y si los demócrata-cristianos, que trabajan al presente por el triunfo de los principios sociales del cristianismo, no logran ver ese triunfo, no se desalientan por ello, pues no trabajan para el presente sino para el futuro, y, como tienen hijos, esperan que éstos contemplen el triunfo en política de la moral que Cristo enseñó tanto para que fuese aplicada en la vida privada como en la vida pública.

La democracia cristiana recuerda que nadie debe propiciar la colaboración con el maquiavelismo argumentando que los tiempos corrompidos en que vivimos no permiten otra táctica. En todo tiempo, por más corrompido que esté, siempre es posible el bien y la moralidad.

Como ha dicho don Luigi Sturzo: "La estructura de la sociedad está basada sobre elementos y normas morales que no pueden violarse sin daño de los núcleos sociales y, por consiguiente, de los individuos asociados. La utilidad del Estado no puede realizarse sino manteniéndose en la esfera de la moral. Negar a la política su substancia moral, reduciéndola a pura forma utilitaria, es quitarle su esencia racional y convertirla en mero arte de gobierno".

Por otra parte, ninguna Constitución, por buena que sea, podrá poner límites a los abusos de poder. Un límite legal nunca es protección suficiente, y siempre puede ser fácilmente transgredido. En cambio, los límites puestos por la moral cristiana a todos los abusos de los gobernantes, no pueden ser impunemente olvidados por hombres de principios cristianos, pues si los olvidan se ponen en una posición tan falsa e inconsecuente, que perderán el equilibrio y caerán rápidamente. El político que, por el contrario, no reconoce un límite moral a su actuación gubernamental, puede, por desgracia, bailar mucho tiempo sobre una cuerda floja llevando a su patria a las peores catástrofes. Pero más peligroso que el gobernante sin moral, es el Estado sin ella, porque un Estado sin moral cristiana busca algo que la reemplace, algo que le sirva de brújula para manejar "la fluctuante barca de la sociedad", y ese algo se convierte en un absoluto político que lleva en línea recta a los peores regímenes totalitarios. El Estado, en esos regímenes, se convierte en fuente de derecho, y ese derecho —que en realidad no es tal— deifica las ideas del partido que está en el poder, y tan pronto resulta deificada la clase proletaria —el caso de Rusia comunista—, como tan pronto lo es la raza —el caso de Alemania nazista—, o lo es un hombre —el caso de la Italia fascista, donde se afirmó: II Duce sempre ha ragione.

El siglo XX nos ha mostrado, así, el final lógico del amoralismo político. Al separar, siguiendo los consejos de Maquiavelo, la política de la moral cristiana, se prepara el camino de la unión del Estado con doctrinas totalitarias, absolutistas y despóticas que han implantado, en la tierra, un tipo de esclavitud abominable. Pues en los regímenes totalitarios se llega a un dominio absoluto, no sólo sobre el cuerpo de los nuevos esclavos, sino también sobre sus almas, las cuales, mediante coacciones de diversa especie, pierden su libre albedrío, y sólo aman, piensan y creen lo que el Estado totalitario les ordena amar, pensar y creer. Reaccionando, pues, contra ese terrible mal, la democracia cristiana vuelve a unir la política con la moral. En la Edad Media la brújula que orientó a la sociedad europea fue la moral cristiana. Hoy se comprende la necesidad de orientar al mundo moderno con esa misma brújula, sin que eso signifique propiciar un retorno antihistórico hacia el medioevo.

Como ya decía Félix Frías en 1849: "La libertad es asunto de moralidad, de honradez, de probidad, ante todo. Porque la libertad se alimenta de virtudes generosas, fraternales, pacíficas, y no se embriaga en orgías revolucionarias. Porque la libertad quiere el sufragio universal, y el sufragio universal que no revela el buen sentido y las virtudes morales del pueblo, revela su incapacidad política".

Mons. Miguel de Andrea, en uno de sus elocuentes sermones pronunciados desde el púlpito de la iglesia de San Miguel, exclamó: "La miseria material puede ser un obstáculo para la libertad; pero la miseria moral constituye una imposibilidad. Porque el espíritu dominado por las pasiones se prostituye y se incapacita para toda resistencia".

***

Ambrosio Romero Carranza (San Fernando, 1904 – Buenos Aires, 18 de enero de 1999) fue un abogado, profesor universitario, periodista, político, historiador, filósofo y magistrado y líder intelectual católico argentino. Fue uno de los fundadores del Partido Demócrata Cristiano y miembro de su primera Junta Nacional. Miembro de Número de la Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales de Buenos Aires y de la de Ciencias Morales y Políticas.

 

No hay comentarios.:

Publicar un comentario

  ¿Qué dice la Doctrina Social de la Iglesia sobre el cuidado del medio ambiente?   P uesto que el hombre, creado ...