QUÉ ESTABLECE LA DEMOCRACIA CRISTIANA
¿Qué es la
democracia cristiana? Es un régimen que establece la alianza de la política con
la moral, la cooperación mutua entre la Iglesia y el Estado, la armonía entre
los diferentes sectores sociales, la coexistencia del bien común y la libre
iniciativa privada, la conciliación de la autoridad estatal con los derechos de
la persona humana, la compatibilidad del patriotismo con la fraternidad
universal, y la síntesis de la justicia social con las libertades políticas.
Boletín del Partido Demócrata
Cristiano, Órgano oficial de la Junta Promotora de la Capital Federal, 31 de
octubre de 1955.
II. LA
COOPERACIÓN MUTUA ENTRE LA IGLESIA Y EL ESTADO
La separación de la política y de la moral
trajo por primera consecuencia, en el siglo XIX, la separación de la Iglesia y
el Estado. Los demócrata-cristianos de la Argentina, al propiciar la estrecha
alianza de la política con la moral, propugnan, igualmente, la unión de la Iglesia
con el Estado. Esa unión siempre ha existido en nuestra patria haciendo su
grandeza, dándole paz y prosperidad, y no trayendo jamás inconvenientes de
ninguna especie a ningún gobierno ni a ningún habitante de la República.
Felizmente, en nuestra tradición histórica
podemos ver unidas las glorias del cristianismo con las glorias patrióticas.
Nunca hubo, entre nosotros, persecuciones del Estado a la Iglesia, ni pretensiones
del clero a manejar la máquina gubernamental. El respeto que en la Argentina se
han profesado mutuamente Estado e Iglesia, sólo ha sido enturbiado por cortos
momentos.
Los demócrata-cristianos dejan aclarado que
esa unión no significa intromisión del clero en la política, ni intromisión de
las autoridades gubernamentales en materia eclesiástica.
Tampoco significa sojuzgamiento del
catolicismo al Estado, ni enfeudamiento del Estado a la Iglesia. Tanto el uno
como la otra son dos sociedades perfectas con sus fines propios que actúan en
diferentes planos. Sin embargo, como el sujeto de su actuación es el mismo, el
ser humano, éste necesita que su obediencia a la autoridad civil no le acarree
una desobediencia a la autoridad espiritual, o viceversa. Por lo tanto, ambas
autoridades deben marchar unidas y de concierto, siendo su ley la mutua inteligencia
y no la guerra, y es patente que las dos potestades —la temporal y la
espiritual— si bien diferentes en oficios y desiguales por su categoría (la una
cuida directamente los intereses humanos y terrenales, la otra los celestiales
y divinos) han de estar acordes en sus actos y prestarse mutuos servicios.
Resulta, pues, evidente que el Estado tiene
obligación, no sólo de respetar a la Iglesia —ya que ella es una creación de Dios
realizada para el bien de los seres humanos—, sino también el ampararla
prestándole su valioso concurso para llevar la luz del Evangelio a todas las
almas y todas las naciones.
Unión de Iglesia y Estado significa
cooperación, mutua ayuda, contacto y relaciones amistosas. Para una sociedad
política, real y vitalmente cristiana, la supresión del contacto y relaciones reales,
o sea la ayuda mutua, entre la Iglesia y el cuerpo político, sería
sencillamente un suicidio.
De más está decir, pero lo agregaremos para
mayor claridad, que unión del Estado con la Iglesia no significa intolerancia
ni persecución religiosa. La libertad de conciencia y la libertad de cultos han
quedado constitucionalmente establecidas en nuestra patria desde hace más de un
siglo y medio; y la unión entre la Iglesia y el Estado, que también existió
desde los albores de nuestra emancipación, no impidió la existencia ni el
ejercicio de esas dos libertades.
Por eso, nadie —y menos la democracia
cristiana— pretende destruir esas dos libertades cimentadas en la distinción de
lo espiritual y lo temporal. Fue el cristianismo el que introdujo en el mundo
la separación entre lo temporal y lo espiritual, sobre la que descansan los
cimientos de toda la civilización cristiana. Y ella es el manantial de la
libertad de conciencia.
Esa separación, o mejor dicho, esa
distinción entre lo espiritual y lo temporal que el cristianismo introdujo en
el mundo, consistió en quitar al Estado la potestad espiritual que se había atribuido
sobre las conciencias de los seres humanos. Por eso, con justa razón, Maritain
dice lo siguiente: "En el curso de
veinte siglos, mediante la prédica del Evangelio a las naciones, y en virtud de
erguirse en cuerpo y alma, con todas sus potencias, para defender, frente a
ellas, las libertades del espíritu, la Iglesia ha enseñado a los hombres la
libertad. Hoy, las fuerzas ciegas que por espacio de doscientos años atacaron a
la Iglesia en nombre de la libertad y de la persona humana deificada, dejan, al
fin, caer la máscara. Aparecen tal cual son. Se esfuerzan por esclavizar al
hombre. Sin embargo, nuestros tiempos, por desdichados que sean, tendrán que
exaltar a quienes aman a la Iglesia y a la libertad. La situación histórica que
enfrentan es absolutamente clara. El gran drama de la hora presente es la
confrontación del hombre con el Estado totalitario, que no es sino el viejo
dios espurio del Imperio, que fuerza a inclinarse ante él a todos, para
adorarlo. La causa de la libertad y la causa de la Iglesia se identifican en la
defensa del hombre".
La separación, pues, que el cristianismo
siempre ha repudiado, no es la separación de poderes (que, por el contrario, es
grandemente necesaria y benéfica para la libertad humana), sino la separación
moral de la Iglesia y el Estado. La Comisión Permanente del Episcopado
Argentino, en su declaración del 14 de abril de 1955, dijo que "la separación moral de la Iglesia y el
Estado es inadmisible, no sólo ante los principios evangélicos, sino también
ante la misma prudencia natural y la equidad política más rudimentaria. Un
asunto en el que deben intervenir por derecho propio dos soberanías distintas,
debe ser tratado de común acuerdo entre ambas. Lo contrario sería proclamar el
principio de la discordia, el desorden y la guerra entre ambas potestades. Los
hechos no pueden suprimirse con teorías. Los mismos anticatólicos deben
reconocer el hecho de que en muchas naciones, y particularmente en la nuestra,
existe un grandísimo número de católicos obligados en conciencia a reconocer
simultáneamente la soberanía temporal del Estado y la soberanía espiritual de
la Iglesia. Aquél está encargado de procurar la felicidad terrena del ciudadano
católico; ésta tiene por fin labrar la felicidad eterna del mismo ciudadano.
Siendo uno el sujeto en quien ejercen su jurisdicción ambas potestades, ¿qué
regla de conducta habrá de seguir el ciudadano si, en virtud de la separación
moral, se le mandan cosas contrarias? ¿No podrá verse el ciudadano católico en
la tristísima y violenta situación de tener que traicionar a su conciencia
religiosa para obedecer a un soberano temporal, o de tener que desobedecerle para
permanecer fiel a su conciencia? Por eso, los católicos proclaman la necesidad
de que sus dos soberanos estén moralmente unidos; que se presten mutuo apoyo
sin salir cada uno de su esfera propia; que solucionen amistosamente los
conflictos que puedan suscitarse en las materias mixtas, en las cuales sea
difícil o imposible separar entera- mente la parte espiritual de la parte
temporal; que la Iglesia, con su acción maternal y su purísima doctrina
evangélica, ilumine y dirija las conciencias de los ciudadanos católicos,
cimentando así las bases de la moralidad y la justicia que hacen grandes y
fuertes a los pueblos; y que el Estado, por su parte, con la fuerza y recursos
poderosos de que dispone, asegure la incolumidad y tranquilidad de la Iglesia
en el desempeño de su alto y benéfico ministerio".
El Código Social de la Unión Internacional
de Estudios Sociales, fundada en Malinas en el año 1920, establece que los
medios de regular las relaciones entre la Iglesia y el Estado varían de hecho y
se agrupan más o menos en los cuatro regímenes siguientes:
1) El poder civil, sin perjuicio de ejercer
su autoridad soberana en las cosas puramente temporales, reconoce plenamente la
soberanía de la Iglesia en las cosas puramente espirituales, y se une a ella
para regular en perfecta armonía las cosas mixtas. 4 Re- conoce a este respecto
los derechos que tiene la Iglesia, surgidos de la preeminencia de su fin
espiritual. El Estado mismo hace profesión pública de catolicismo.
2) Un segundo régimen es totalmente
contrario al anterior. So pretexto de prevenir enojosos conflictos, el soberano
temporal invoca una pretendida supremacía del poder civil, para intervenir
abusivamente en las cosas de la Iglesia: asuntos mixtos y aun asuntos puramente
espirituales.
3) El tercer sistema consiste en regular
por vía de convención o, como se dice, de Concordato, las relaciones de ambas
potestades. Todo Concordato implica concesiones recíprocas acerca de los derechos
estrictos o de las reivindicaciones de los dos poderes.
4) El último sistema consiste en acordar a
la Iglesia el trata- miento más o menos amplio que las leyes del país acuerdan
a las asociaciones, abriéndole, sin restricciones ni privilegios, el régimen del
derecho común.
El primero de estos cuatro sistemas es
superior a todos los demás. Une armoniosamente las dos potestades, al modo del
alma y el cuerpo en el compuesto humano. Concurre a la paz y hasta al bienestar
temporal.
El segundo no depende de otro principio que
del arbitrio o del pretendido interés del poder civil y de la coacción brutal.
Hay, pues, que rechazarlo absolutamente.
El tercero y el cuarto, aun siendo
inferiores al primero, son aceptables en ciertas coyunturas, principalmente en
aquellos países donde ha sido rota la unidad de la fe. Sin embargo, el cuarto
sistema sólo es soportable cuando el derecho común de las asociaciones es lo
bastante amplio y flexible para que la vida temporal de la Iglesia pueda
encuadrarse en él sin violencia y sin menoscabo. Este sistema es designado,
inexactamente por cierto, con el nombre de separación de la Iglesia y el
Estado, porque, de hecho como de derecho, las relaciones son siempre necesarias
y no pue- den quedar libradas a la arbitrariedad y al azar.
La democracia cristiana propugna el primero
de esos sistemas, cuando es posible su establecimiento. Y ése ha sido el
sistema en que, por lo general, hemos vivido en nuestra patria durante siglo v
medio. En la actualidad, muchos demócrata-cristianos consideran necesario
regular las relaciones de la Iglesia y el Estado por medio de un Concordato
basado en el respeto y la observancia de la ley natural y la ética cristiana;
en la distinción de los respectivos poderes espiritual y temporal, cada uno de
los cuales es supremo en su esfera, y en la colaboración del Estado con la
Iglesia para el bien común de los hombres y de la sociedad.
***
Ambrosio
Romero Carranza (San Fernando, 1904 – Buenos Aires,
18 de enero de 1999) fue un abogado, profesor universitario, periodista,
político, historiador, filósofo y magistrado y líder intelectual católico
argentino. Fue uno de los fundadores del Partido Demócrata Cristiano y miembro
de su primera Junta Nacional. Miembro de Número de la Academia Nacional de
Derecho y Ciencias Sociales de Buenos Aires y de la de Ciencias Morales y
Políticas.
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