martes, 1 de marzo de 2022

LA DEMOCRACIA CRISTIANA II

 

QUÉ ESTABLECE LA DEMOCRACIA CRISTIANA

¿Qué es la democracia cristiana? Es un régimen que establece la alianza de la política con la moral, la cooperación mutua entre la Iglesia y el Estado, la armonía entre los diferentes sectores sociales, la coexistencia del bien común y la libre iniciativa privada, la conciliación de la autoridad estatal con los derechos de la persona humana, la compatibilidad del patriotismo con la fraternidad universal, y la síntesis de la justicia social con las libertades políticas.

Boletín del Partido Demócrata Cristiano, Órgano oficial de la Junta Promotora de la Capital Federal, 31 de octubre de 1955.

 

II. LA COOPERACIÓN MUTUA ENTRE LA IGLESIA Y EL ESTADO

La separación de la política y de la moral trajo por primera consecuencia, en el siglo XIX, la separación de la Iglesia y el Estado. Los demócrata-cristianos de la Argentina, al propiciar la estrecha alianza de la política con la moral, propugnan, igualmente, la unión de la Iglesia con el Estado. Esa unión siempre ha existido en nuestra patria haciendo su grandeza, dándole paz y prosperidad, y no trayendo jamás inconvenientes de ninguna especie a ningún gobierno ni a ningún habitante de la República.

Felizmente, en nuestra tradición histórica podemos ver unidas las glorias del cristianismo con las glorias patrióticas. Nunca hubo, entre nosotros, persecuciones del Estado a la Iglesia, ni pretensiones del clero a manejar la máquina gubernamental. El respeto que en la Argentina se han profesado mutuamente Estado e Iglesia, sólo ha sido enturbiado por cortos momentos.

Los demócrata-cristianos dejan aclarado que esa unión no significa intromisión del clero en la política, ni intromisión de las autoridades gubernamentales en materia eclesiástica.

Tampoco significa sojuzgamiento del catolicismo al Estado, ni enfeudamiento del Estado a la Iglesia. Tanto el uno como la otra son dos sociedades perfectas con sus fines propios que actúan en diferentes planos. Sin embargo, como el sujeto de su actuación es el mismo, el ser humano, éste necesita que su obediencia a la autoridad civil no le acarree una desobediencia a la autoridad espiritual, o viceversa. Por lo tanto, ambas autoridades deben marchar unidas y de concierto, siendo su ley la mutua inteligencia y no la guerra, y es patente que las dos potestades —la temporal y la espiritual— si bien diferentes en oficios y desiguales por su categoría (la una cuida directamente los intereses humanos y terrenales, la otra los celestiales y divinos) han de estar acordes en sus actos y prestarse mutuos servicios.

Resulta, pues, evidente que el Estado tiene obligación, no sólo de respetar a la Iglesia —ya que ella es una creación de Dios realizada para el bien de los seres humanos—, sino también el ampararla prestándole su valioso concurso para llevar la luz del Evangelio a todas las almas y todas las naciones.

Unión de Iglesia y Estado significa cooperación, mutua ayuda, contacto y relaciones amistosas. Para una sociedad política, real y vitalmente cristiana, la supresión del contacto y relaciones reales, o sea la ayuda mutua, entre la Iglesia y el cuerpo político, sería sencillamente un suicidio.

De más está decir, pero lo agregaremos para mayor claridad, que unión del Estado con la Iglesia no significa intolerancia ni persecución religiosa. La libertad de conciencia y la libertad de cultos han quedado constitucionalmente establecidas en nuestra patria desde hace más de un siglo y medio; y la unión entre la Iglesia y el Estado, que también existió desde los albores de nuestra emancipación, no impidió la existencia ni el ejercicio de esas dos libertades.

Por eso, nadie —y menos la democracia cristiana— pretende destruir esas dos libertades cimentadas en la distinción de lo espiritual y lo temporal. Fue el cristianismo el que introdujo en el mundo la separación entre lo temporal y lo espiritual, sobre la que descansan los cimientos de toda la civilización cristiana. Y ella es el manantial de la libertad de conciencia.

Esa separación, o mejor dicho, esa distinción entre lo espiritual y lo temporal que el cristianismo introdujo en el mundo, consistió en quitar al Estado la potestad espiritual que se había atribuido sobre las conciencias de los seres humanos. Por eso, con justa razón, Maritain dice lo siguiente: "En el curso de veinte siglos, mediante la prédica del Evangelio a las naciones, y en virtud de erguirse en cuerpo y alma, con todas sus potencias, para defender, frente a ellas, las libertades del espíritu, la Iglesia ha enseñado a los hombres la libertad. Hoy, las fuerzas ciegas que por espacio de doscientos años atacaron a la Iglesia en nombre de la libertad y de la persona humana deificada, dejan, al fin, caer la máscara. Aparecen tal cual son. Se esfuerzan por esclavizar al hombre. Sin embargo, nuestros tiempos, por desdichados que sean, tendrán que exaltar a quienes aman a la Iglesia y a la libertad. La situación histórica que enfrentan es absolutamente clara. El gran drama de la hora presente es la confrontación del hombre con el Estado totalitario, que no es sino el viejo dios espurio del Imperio, que fuerza a inclinarse ante él a todos, para adorarlo. La causa de la libertad y la causa de la Iglesia se identifican en la defensa del hombre".

La separación, pues, que el cristianismo siempre ha repudiado, no es la separación de poderes (que, por el contrario, es grandemente necesaria y benéfica para la libertad humana), sino la separación moral de la Iglesia y el Estado. La Comisión Permanente del Episcopado Argentino, en su declaración del 14 de abril de 1955, dijo que "la separación moral de la Iglesia y el Estado es inadmisible, no sólo ante los principios evangélicos, sino también ante la misma prudencia natural y la equidad política más rudimentaria. Un asunto en el que deben intervenir por derecho propio dos soberanías distintas, debe ser tratado de común acuerdo entre ambas. Lo contrario sería proclamar el principio de la discordia, el desorden y la guerra entre ambas potestades. Los hechos no pueden suprimirse con teorías. Los mismos anticatólicos deben reconocer el hecho de que en muchas naciones, y particularmente en la nuestra, existe un grandísimo número de católicos obligados en conciencia a reconocer simultáneamente la soberanía temporal del Estado y la soberanía espiritual de la Iglesia. Aquél está encargado de procurar la felicidad terrena del ciudadano católico; ésta tiene por fin labrar la felicidad eterna del mismo ciudadano. Siendo uno el sujeto en quien ejercen su jurisdicción ambas potestades, ¿qué regla de conducta habrá de seguir el ciudadano si, en virtud de la separación moral, se le mandan cosas contrarias? ¿No podrá verse el ciudadano católico en la tristísima y violenta situación de tener que traicionar a su conciencia religiosa para obedecer a un soberano temporal, o de tener que desobedecerle para permanecer fiel a su conciencia? Por eso, los católicos proclaman la necesidad de que sus dos soberanos estén moralmente unidos; que se presten mutuo apoyo sin salir cada uno de su esfera propia; que solucionen amistosamente los conflictos que puedan suscitarse en las materias mixtas, en las cuales sea difícil o imposible separar entera- mente la parte espiritual de la parte temporal; que la Iglesia, con su acción maternal y su purísima doctrina evangélica, ilumine y dirija las conciencias de los ciudadanos católicos, cimentando así las bases de la moralidad y la justicia que hacen grandes y fuertes a los pueblos; y que el Estado, por su parte, con la fuerza y recursos poderosos de que dispone, asegure la incolumidad y tranquilidad de la Iglesia en el desempeño de su alto y benéfico ministerio".

El Código Social de la Unión Internacional de Estudios Sociales, fundada en Malinas en el año 1920, establece que los medios de regular las relaciones entre la Iglesia y el Estado varían de hecho y se agrupan más o menos en los cuatro regímenes siguientes:

1) El poder civil, sin perjuicio de ejercer su autoridad soberana en las cosas puramente temporales, reconoce plenamente la soberanía de la Iglesia en las cosas puramente espirituales, y se une a ella para regular en perfecta armonía las cosas mixtas. 4 Re- conoce a este respecto los derechos que tiene la Iglesia, surgidos de la preeminencia de su fin espiritual. El Estado mismo hace profesión pública de catolicismo.

2) Un segundo régimen es totalmente contrario al anterior. So pretexto de prevenir enojosos conflictos, el soberano temporal invoca una pretendida supremacía del poder civil, para intervenir abusivamente en las cosas de la Iglesia: asuntos mixtos y aun asuntos puramente espirituales.

3) El tercer sistema consiste en regular por vía de convención o, como se dice, de Concordato, las relaciones de ambas potestades. Todo Concordato implica concesiones recíprocas acerca de los derechos estrictos o de las reivindicaciones de los dos poderes.

4) El último sistema consiste en acordar a la Iglesia el trata- miento más o menos amplio que las leyes del país acuerdan a las asociaciones, abriéndole, sin restricciones ni privilegios, el régimen del derecho común.

El primero de estos cuatro sistemas es superior a todos los demás. Une armoniosamente las dos potestades, al modo del alma y el cuerpo en el compuesto humano. Concurre a la paz y hasta al bienestar temporal.

El segundo no depende de otro principio que del arbitrio o del pretendido interés del poder civil y de la coacción brutal. Hay, pues, que rechazarlo absolutamente.

El tercero y el cuarto, aun siendo inferiores al primero, son aceptables en ciertas coyunturas, principalmente en aquellos países donde ha sido rota la unidad de la fe. Sin embargo, el cuarto sistema sólo es soportable cuando el derecho común de las asociaciones es lo bastante amplio y flexible para que la vida temporal de la Iglesia pueda encuadrarse en él sin violencia y sin menoscabo. Este sistema es designado, inexactamente por cierto, con el nombre de separación de la Iglesia y el Estado, porque, de hecho como de derecho, las relaciones son siempre necesarias y no pue- den quedar libradas a la arbitrariedad y al azar.

La democracia cristiana propugna el primero de esos sistemas, cuando es posible su establecimiento. Y ése ha sido el sistema en que, por lo general, hemos vivido en nuestra patria durante siglo v medio. En la actualidad, muchos demócrata-cristianos consideran necesario regular las relaciones de la Iglesia y el Estado por medio de un Concordato basado en el respeto y la observancia de la ley natural y la ética cristiana; en la distinción de los respectivos poderes espiritual y temporal, cada uno de los cuales es supremo en su esfera, y en la colaboración del Estado con la Iglesia para el bien común de los hombres y de la sociedad.

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Ambrosio Romero Carranza (San Fernando, 1904 – Buenos Aires, 18 de enero de 1999) fue un abogado, profesor universitario, periodista, político, historiador, filósofo y magistrado y líder intelectual católico argentino. Fue uno de los fundadores del Partido Demócrata Cristiano y miembro de su primera Junta Nacional. Miembro de Número de la Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales de Buenos Aires y de la de Ciencias Morales y Políticas.

 

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