martes, 1 de marzo de 2022

LA UNIÓN DEL CRISTIANISMO CON LA DEMOCRACIA

 

¿QUÉ ES LA DEMOCRACIA CRISTIANA?

A. Romero Carranza

 

III. LA UNIÓN DEL CRISTIANISMO CON LA DEMOCRACIA

Cuando en el siglo IV los cristianos, libertados por Constantino el Grande de las persecuciones que sufrían, pudieron actuar públicamente sin temor de ser arrojados a los leones, no se encontraron en condiciones de tender una mano amiga a la democracia. Lo cual ocurrió por dos motivos principales:

1°, porque en el siglo IV no existía democracia en ninguna región de la tierra (la griega había sido destruida en el siglo III antes de Cristo por Alejandro Magno; la romana fue absorbida por el imperio fundado por Augusto y consolidado por Tiberio); y

2°, porque, durante los siglos V, VI y VII, los déspotas de Bizancio impidieron, de muy diversos modos, que los cien millones de habitantes del Imperio romano, convertidos al cristianismo, buscasen una forma de gobierno capaz de elevarlos a un mayor grado de cultura social y política, y de dar a la Iglesia Católica la libertad que necesitaba para cumplir, con eficacia, su misión evangelizadora. El mal que los emperadores bizantinos hicieron a la Cristian- dad no ha sido aún bastante comprendido. Con su poder, su absolutismo y sus manejos astutos, prepotentes e hipócritas, ellos consiguieron establecer, entre la mayoría de los cristianos, la equivocada creencia de que el Evangelio sólo podría difundirse en la tierra mediante la unión indisoluble de la autocracia con el cristianismo. Y siguieron la política artera de presentarse como protectores de la Iglesia para lograr, así, monopolizarla y esclavizarla. Esa consigna de unir estrechamente la autocracia con el cristianismo, y esa política bizantina de sojuzgar a la Iglesia con pretexto de protegerla, perduró muchos siglos con variantes más o menos acentuadas y con períodos de mayor o menor violencia. Pero, en el siglo pasado, un número creciente de católicos en Europa y América señalaron que, a pesar de la política absolutista triunfante durante tantas centurias, en las naciones de civilización cristiana siempre había habido una constante y determinada orientación social, y, explicando cuál era el movimiento de carácter político procedente de esa orientación, declararon que, en consonancia con el espíritu y las enseñanzas del Evangelio ese movimiento conducía a los pueblos cristianos hacia la democracia. Por eso, Félix Frías escribía hace un siglo: "La democracia es el último y más completo resultado de una civilización cristiana; y el cristianismo es la ley suprema de la democracia."  No nos debe extrañar la tardanza en llegar a esa conclusión; pues si muchas verdades religiosas necesitaron siglos para ser definidas dogmáticamente, no es raro que también existan, dentro del cristianismo, verdades sociales de larga gestación para ser comprendidas y aceptadas por todos. Es cierto que Jesucristo no propició ninguna forma determinada de gobierno; por eso la Iglesia las ha admitido a todas sin excepción, con tal que la dignidad y libertad de las personas queden a salvo. Pero, precisamente, los cristianos empezaron a comprender que, en nuestra época, esa dignidad y esa libertad sólo pueden alcanzar su máxima garantía y mayor desenvolvimiento mediante un régimen democrático. Pues la experiencia histórica enseña que los imperios, monarquías y dictaduras concluyen siempre propugnando el despotismo, y que los déspotas se inclinan, constantemente, tanto a despreciar y anular la dignidad y libertad humanas, como a vulnerar los derechos de la Iglesia. En los gobiernos absolutistas de Europa se violaron muchas veces los principios fundamentales de la civilización cristiana.

El espíritu del Evangelio, todo de amor, verdad, fraternidad, dignidad, justicia, libertad e igualdad, no podía avenirse con sociedades donde reinaban el odio, la opresión, el privilegio, la mentira y la esclavitud. Para que la civilización cristiana siguiese su desarrollo normal y alcanzase su madurez, era necesario superar en política la etapa de los regímenes absolutistas, despóticos y tiránicos. Ya en el siglo XVI, grandes teólogos católicos habían sostenido que ningún rey o monarca recibe el principado político inmediatamente de Dios, sino mediatamente por manos del pueblo, quien se lo concede por su libre consentimiento. El jesuita Francisco Suárez desarrolló esa doctrina democrática para destruir el falso "derecho divino de los reyes", con el cual se pretendía sustentar el absolutismo de las monarquías europeas. Pero sólo en el siglo pasado los pueblos cristianos supieron extraer todas las consecuencias democráticas de la teoría suareciana del origen popular del poder político.

El precursor de la democracia cristiana en Francia, Federico Ozanam, declaraba que la monarquía era un viejo inválido que con su pata de palo no podía marchar al paso de las nuevas generaciones, mientras la democracia constituía el término del progreso político hacia el cual Dios llevaba a la humanidad. Y en otra ocasión, agregó: "Creo en la posibilidad de una democracia cristiana, y no creo otra cosa en materia política".  

Esas y otras declaraciones semejantes pusieron de manifiesto, en el siglo XIX, una verdad social que se había mantenido en la penumbra durante muchas centurias. Esa verdad es que las naciones de civilización cristiana, dentro del desarrollo normal de sus costumbres, leyes e instituciones, concluyen por dirigir sus pasos hacia un régimen político en el cual el pueblo gobierne por medio de representantes que, aplicando los principios sociales del cristianismo, y respetando la libertad y dignidad de sus representados, establezcan la paz e impulsen el progreso de la humanidad. Porque no existe otro modo estable y seguro de respetar la dignidad y la libertad de los hombres y de establecer la paz que aplicando los principios del Evangelio, y porque la democracia y las verdades cristianas, en vez de rechazarse, se atraen y se llaman. De esa mutua atracción y llamado, que se convirtió en mutuo concierto, unión y alianza, surgen el movimiento ideológico universal y las realizaciones sociales, políticas y económicas de la democracia cristiana. Como ha dicho Jacques Maritain: "La humanidad ha iniciado con la democracia el único camino que puede llevar hacia la más elevada realización terrestre de que sea capaz el hombre en este mundo. Pero la democracia sólo puede subsistir con la inspiración del Evangelio; sólo en virtud de esa inspiración puede superar sus pruebas y tentaciones más horrendas; y sólo en virtud de esa inspiración puede desarrollar progresivamente su importante tarea de racionalización moral de la vida política". Con distintas palabras, S. S. Pío XII ha expresado una idea semejante en su alocución sobre la democracia de fecha 24 de diciembre de 1944, diciendo: "Si el futuro ha de pertenecer a la democracia, parte esencial de su realización habrá de pertenecer a la religión de Cristo y a la Iglesia (...) porque Ella enseña y defiende la verdad, v comunica los auxilios sobrenaturales de la gracia, para realizar el orden divinamente establecido de los seres y de los fines, que es el fundamento último y la norma directiva de toda democracia (...) Las batallas que, oprimida por el abuso del Poder, la Iglesia tuvo que sostener en defensa de la libertad que Dios le otorgara, fueron, al mismo tiempo, batallas por la verdadera libertad del hombre". Pero nuestro actual Papa no se conforma con hacer esta manifestación tan explícita de que la Iglesia apoya a la forma democrática de gobierno y lucha por la verdadera libertad del hombre. Además, en dicha alocución, establece cuál es el concepto cristiano de esa forma de gobierno, dando de ella algunas notas que harán distinguir la verdadera de la falsa democracia.

Pío XII declara que las características de una verdadera y sana democracia no se encuentran en las estructuras y organizaciones externas, ya que éstas varían por depender de las particulares aspiraciones de cada pueblo. En cambio, aquello que no varía y se convierte en signo de toda auténtica democracia, es que "el individuo, lejos de ser únicamente el objeto y, como quien dice, el elemento pasivo del orden social, de hecho es y debe ser siempre su sujeto, su fundamento y su fin".  Otra nota de la verdadera democracia es —según el Sumo Pontífice— que los ciudadanos tengan el derecho de "expresar sus propios puntos de vista sobre los deberes y sacrificios que se les impongan, no estando obligados a obedecer sin ser oídos". Por último, en aquella famosa alocución se hace un distingo claro y terminante entre "pueblo" y "masa", para dejar bien establecido que sólo existe una democracia sana y verdadera allí donde existe un verdadero pueblo que "infunda en el Estado y en sus órganos una vitalidad intensa y rica que instile, con un vigor que perennemente se renueve, la conciencia de las responsabilidades propias y el verdadero instinto del bien común". Allí donde no hay pueblo, sino una multitud amorfa que es manejada y usada con destreza por las manos ambiciosas de un hombre o de varios, asociados artificialmente por tendencias egoístas, no hay democracia verdadera. "El pueblo vive y actúa según su propia energía vital; las masas son inertes en sí mismas y no pueden recibir movimiento sino de fuera. El pueblo vive de la plenitud de la vida de los hombres que lo integran; cada uno de ellos es persona consciente de sus propias responsabilidades y de sus propias convicciones. Al contrario, las masas esperan el impulso externo, siendo fácil juguete en manos de cualquiera que explote sus instintos e impresiones, prontas a seguir alternativamente una bandera hoy y otra mañana".  Tal es el concepto que Pío XII tiene de la democracia.

Ahora veamos qué entienden por ella los demócrata-cristianos de nuestro tiempo. Por ejemplo, para don Luigi Sturzo: "Donde no hay libertad no puede haber democracia real sino aparente, pues sin libertad no puede hablarse de verdadero gobierno del pueblo". Por eso, el gran demócrata-cristiano argentino que fue José Manuel Estrada decía: "La democracia significa la idea de libertad en sus aplicaciones sociales". La democracia propiciada por los demócrata-cristianos nada tiene que ver, pues, con la de Juan Jacobo Rousseau, quien —como hemos visto— sostenía la soberanía absoluta del pueblo y la infalibilidad de la mayoría. Los demócrata-cristianos declaran, en cambio, que la autoridad proviene de Dios, y el pueblo es el vehículo o el instrumento por el cual esa autoridad llega a los gobernantes. En una democracia cristiana el pueblo no gobierna sino por medio de sus representantes, y son éstos los que, una vez elegidos legalmente, poseen la autoridad “por medio de la cual Dios mantiene las sociedades y a través de la cual, solamente, pueden los hombres comprometerse en conciencia a obedecer a otros hombres” (J. MaritaIn). Si en una democracia cristiana las decisiones de los representantes del pueblo se toman por mayoría, no es porque ésta sea la encarnación de la verdad. La mayoría puede equivocarse sosteniendo errores religiosos y sociales, y en tal caso el deber de la minoría es oponerse con todas sus fuerzas a las llamadas "equivocaciones del pueblo". Pues es falso y anticristiano afirmar que la voz del pueblo es la voz de Dios. De allí que la democracia cristiana propugne el mayor respeto por la minoría y la oposición.

Los demócrata-cristianos advierten, pues, que existen dos clases de democracia, y que mientras unas son sanas y convenientes para la felicidad de los pueblos, las otras conducen al desastre y al despotismo. "Existen dos democracias —decía Félix Frías—: la cristiana y la revolucionaria. La primera tiene su origen al pie de la cruz, y los destinos que ha alcanzado y que le están reservados son puros como la fuente en que bebe la doctrina que la sustenta y la nutre La segunda es la negación de esa doctrina: hija del orgullo del hombre, está destinada a halagar sus malas pasiones y sus vicios, y es la inteligencia sin luz, el corazón sin amor, las costumbres sin regla. El verdadero nombre de esta segunda clase de democracia es demagogia; y el teatro principal de sus proezas se encuentra en la América del Sud. Pues muchas son las repúblicas sudamericanas que han tenido a su frente execrables bandidos que, en otras partes, habrían sido condenados a galeras, cuando no a la horca, por violadores de los mandamientos que prescriben el respeto de la propiedad y la vida del prójimo". Por supuesto que, para los cristianos, no es dogma de fe creer en lo declarado, hace cien años, por Fray Mamerto Esquiú, Félix Frías, José Manuel Estrada y Federico Ozanam, ni en lo sostenido por Mons. de Andrea, Jacques Maritain, don Luigi Sturzo y Tristán de Athayde en este siglo.

El mismo Maritain lo reconoce diciendo: "Se puede ser cristiano y preparar su salvación defendiendo una filosofía política distinta a la filosofía democrática, como se podía ser cristiano en la época del Imperio Romano aceptando el régimen social de la esclavitud, o en el siglo XVII adhiriendo al régimen político de la monarquía absoluta ... No queremos decir que la fe cristiana obliga a cada fiel a ser demócrata, sino que el empuje auténticamente democrático surgió en la historia humana como una manifestación temporal de la inspiración evangélica".

La democracia cristiana ha de ser, pues, explicada y proclamada, no como dogma social de la Iglesia, sino como el ideal político más perfecto que hasta hoy haya surgido en la tierra, y como el que encierra más posibilidades de convertirse en realidad benéfica y progresista para todos los pueblos de civilización cristiana. Porque si el cristianismo es profesado, no de labios afuera, sino de corazón, y si entra a actuar, con decisión y fervor, en el campo social, político y económico, entonces, sin duda alguna, el mundo presenciará una nueva y maravillosa floración humana. En cambio, "si pretende reducir la democracia a una tecnocracia y expulsar de ella la inspiración del Evangelio, junto con toda la fe en las realidades supramateriales, será intentar privarla de su sangre misma, pues —como lo señala Henri Bergson— el sentimiento y la filosofía democráticas tienen sus raíces en el Evangelio". Es necesario dejar bien aclarado, para no dar pie a malentendidos, que los actuales demócrata-cristianos no anteponen el valor "democracia" al valor "cristianismo". Demasiado saben los demócrata-cristianos de nuestro tiempo que el catolicismo, por ser una religión, se encuentra por encima de toda estructura política. Pero también saben y comprenden que del Evangelio procede el humanismo cristiano que considera al hombre, no en forma parcial, sino integral, es decir, que lo considera con su cuerpo y su alma, con su vida temporal y su destino eterno. Y de ese humanismo proviene, a su vez, la democracia cristiana. El humanismo cristiano ha sido calificado de integral en razón de que considera al hombre con su cuerpo y con su alma, con su vida temporal y su vida sobrenatural, a diferencia del humanismo ateo, que sólo considera las posibilidades terrenales de los seres humanos.

Jacques Maritain explica que el humanismo integral es teocéntrico porque tiene por centro a Dios, a diferencia del humanismo ateo, que es antropocéntrico, es decir, que centra la vida del hombre en el hombre mismo. Ese humanismo integral o teocéntrico del que habla Maritata no es sino el humanismo cristiano, el cual considera a Cristo como a Dios, y a la Iglesia como una institución de carácter divino. Por desgracia, muchos lectores de Maritain, no comprendiendo sus ideas, las desvirtúan presentando al humanismo integral y teocéntrico como un humanismo que prescinde de Cristo y de su Iglesia, lo cual es completamente erróneo. El humanismo a que se refiere Maritain es el que tiende a hacer al hombre más verdaderamente humano y, por tanto, más verdaderamente cristiano. A su vez, la democracia cristiana tiende a hacer a las sociedades más profundamente humanas y, por tanto, más profundamente cristianas. La democracia cristiana corona, así, la obra del humanismo cristiano. La una como el otro proceden del Evangelio; ambos tienen una concepción optimista de la vida; los dos buscan exaltar a los seres fortificando su dignidad y libertad; los dos ansían el establecimiento de estructuras sociales cada vez más perfectas, es decir, cada vez más humanas y más cristianas; los dos centran la vida de los seres humanos en Dios, en Cristo y en su Iglesia. Y ninguno de los dos inmoviliza al cristiano, porque ninguno de los dos permite que él se duerma sobre las verdades que posee. Maritain señala que la civilización cristiana tiene, como toda civilización, un fin específicamente temporal; y que quienes la integran deben trabajar para que las verdades evangélicas tengan una realización social. Pues "si el Evangelio concierne, ante todo, a las cosas de la vida eterna, y trasciende infinitamente a toda sociología y toda filosofía, nos da —no obstante— las reglas soberanas de conducta de nuestra vida, y nos traza un cuadro moral muy preciso de nuestra conducta en la tierra. Y toda civilización cristiana, si quiere merecer su nombre, debe tratar de conformar a ese cuadro moral la realidad social según las diversas condiciones de la Historia". Esa realidad social podrá variar en las diferentes naciones, pero en todas el ideal demócrata-cristiano será siempre el mismo: superar todo despotismo ya sea político, social, económico o feudal, para que los seres humanos puedan alcanzar el máximo desarrollo de su personalidad sobre la base de su dignidad y libertad.

La democracia cristiana es el fruto político de la civilización cristiana. Es la forma de vida social en la cual hoy desemboca el largo proceso de veinte siglos de civilización cristiana. Es el régimen político que busca el modo de realizar cristianamente la libertad, la justicia, la fraternidad y la igualdad. Y es la síntesis de una filosofía general de la vida basada en el humanismo cristiano, que se traduce en una doctrina social de carácter universal concretada mediante diferentes realizaciones de orden temporal.

En la Argentina, aunque la democracia cristiana nunca constituyó un partido mayoritario, sus principios e ideales se encuentran tan profundamente arraigados en nuestra tierra, que siempre han influido en la marcha social de nuestra patria. Por otra parte, nunca faltaron en todos los partidos y en todos los gobiernos argentinos, hombres de ideas y sentimientos demócrata-cristianos que defendieron los principios sociales de la civilización cristiana.

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Ambrosio Romero Carranza

Ambrosio Romero Carranza (San Fernando, 1904 – Buenos Aires, 18 de enero de 1999) fue un abogado, profesor universitario, periodista, político, historiador, filósofo y magistrado y líder intelectual católico argentino. Fue uno de los fundadores del Partido Demócrata Cristiano y miembro de su primera Junta Nacional. Miembro de Número de la Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales de Buenos Aires y de la de Ciencias Morales y Políticas.

 

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