La persona humana es a la vez parte del
cuerpo político y superior a él. Dicha superioridad se basa en lo que es eterno
en el hombre sobre la sociedad política. Ahora bien, el ser humano se halla encajado en el bien
común de la sociedad civil, pero también sabemos que con respecto a las cosas
que no son del César, tanto la sociedad como el bien común están indirectamente
subordinados al perfeccionamiento de la persona y sus aspiraciones
supratemporales como un fin de otro orden, un fin que trasciende del cuerpo
político.
Asimismo, el cristiano sabe que hay un
orden sobrenatural y que el fin último –el fin último absoluto- de la persona
humana, es Dios. La disposición de la persona humana hacia Dios trasciende a
todo bien común creado, tanto al de la sociedad política como al del bien común
intrínseco del universo. Allí está el sólido fundamento de la dignidad humana.
Por tanto, la subordinación indirecta del
cuerpo político –no como un mero medio, sino como un fin valioso en sí,
aunque de menor dignidad- hacia los
valores supratemporales a los que está ligada la humana existencia, se refiere ante todo y sobre todo al fin
sobrenatural al que está ordenada la persona humana. Esta es la ley
de la primacía de lo espiritual.
¿Qué es la Iglesia para el creyente? Es una
sociedad sobrenatural, humana y divina a la vez, autosuficiente e
independiente, que une en su seno a los hombres como conciudadanos del Reino de
Dios y los conduce hacia la vida eterna, ya iniciada aquí abajo; que les enseña
la verdad revelada; cuerpo del que la cabeza es Cristo, un cuerpo que es
visible en su credo, en su culto, su disciplina, sus sacramentos, sus
estructuras y su actividad humana, y que es invisible en el misterio de la
gracia y caridad divinas.
¿Y qué es la Iglesia para los no creyentes?
A los ojos del incrédulo la Iglesia o las iglesias son cuerpos organizados o
asociaciones especialmente interesadas en las necesidades religiosas y credos
de un número determinado de feligreses, o sea, personas con valores
espirituales a los cuales se encomiendan, y por cuyas normas morales se
rigen. Esos valores espirituales son
parte de los bienes supratemporales (tales como el sentido de la justicia y del
amor hacia todos los hombres; la vida del espíritu y la contemplación; la
intangible dignidad de la verdad, etc.) que constituyen el legado moral de la
humanidad, el bien espiritual común de la civilización y de la comunidad.
Incluso el incrédulo, aunque no crea en esos valores espirituales, tiene que
respetarlos. Así, el incrédulo, desde su punto de vista –por supuesto, me
refiero al incrédulo que, al menos, cree en la justicia y que, además, es un
incrédulo con mentalidad democrática-, reconoce como una cosa normal y
necesaria la libertad de la Iglesia o las Iglesias.
Desde tal perspectiva, ha de reconocerse la
libertad de la Iglesia. Como resultado, el primer principio general a expresar,
con respecto a los problemas que estamos examinando, es la libertad de la Iglesia
para enseñar, predicar y adorar.
La libertad e independencia a la que me
estoy refiriendo, confieren para la Iglesia la
libertad de desarrollar sus instituciones y gobernarse a sí misma sin
intervención del cuerpo político. Nos hallamos así ante la distinción
fundamental, expresada por Jesucristo, entre las cosas que pertenecen a Dios y
las que son del César. Desde el advenimiento del cristianismo la religión deja
de hallarse en manos del estado.
Ahora bien, si lo que es de Dios es distinto de lo que es del César, ello expresa
que lo de Dios es mejor. Por su propia naturaleza, el cuerpo político está
únicamente interesado en la vida temporal de los hombres y en su bien común
temporal. En ese reino temporal el cuerpo político es plenamente autónomo. Pero
el orden de la vida eterna es superior al de la vida temporal. El segundo
principio a exponer, entonces, en relación a los problemas que estamos
examinando es, por tanto, la superioridad de la Iglesia sobre
el cuerpo político o el estado. Sustraigamos, por supuesto, de dicha “superioridad”, toda idea de
dominación y hegemonía y entendamos la palabra en su sentido puro; significa un
lugar más alto en la escala de los valores, una dignidad más elevada.
Por otra parte está claro que, por muy
diferenciados que sean, la Iglesia y el cuerpo político no pueden vivir y
desarrollarse dentro de un total aislamiento, ignorándose mutuamente. Esto
sería sencillamente antinatural. Por el mero hecho de que la persona humana es
al mismo tiempo miembro de la sociedad religiosa, o Iglesia, y del cuerpo
político, una división absoluta entre ambas sociedades comportaría
automáticamente la división en dos de la persona humana. Por consiguiente, el tercer
principio a sentar con respecto a los problemas que analizamos es la
necesaria cooperación entre la Iglesia y el cuerpo político o estado.
Ahora bien: ¿cuál es la forma que adoptará
el principio de la superioridad espiritual de la Iglesia en las aplicaciones
prácticas? ¿Y cuál adoptará el principio de la cooperación necesaria entre la
Iglesia y el estado en la práctica? Con ambos interrogantes salimos al
encuentro de otro problema: el modo en que se podrán aplicar aquellos
principios inmutables que rigen la cuestión, en medio de las aventuras y
vicisitudes de los poderes terrenales.
Es así, por cuanto hay en la historia
humana climas o constelaciones típicas de condiciones
existenciales, que expresan estructuras determinadas, en lo que concierne a
las características sociales, políticas y
jurídicas dominantes y a las calidades
dominantes, morales e ideológicas, en la vida temporal de la comunidad
humana, y que constituyen moldes de referencia para los modos de aplicar a
la existencia humana los principios inmutables que influyen sobre esta. Y
de acuerdo con esos climas históricos hemos de concebir los ideales históricos
concretos o imágenes del futuro, de lo que puede esperarse para una época
determinada: ideales que no son absolutos, sino que son relativos a un tiempo
dado y que, además, se pueden proclamar como realizables.
Así,
los principios son absolutos,
inmutables y supratemporales. Y las aplicaciones
particulares y concretas a través de las cuales se realizarán aquellos, y que son adecuadas para los diversos climas típicos que se
reemplazan sucesivamente en la historia, cambiarán de acuerdo con las pautas específicas de la civilización, cuyas
características es imperativo reconocer como peculiares de cada edad histórica determinada.
(Extraído de El hombre y el estado, de Jacques Maritain)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario