lunes, 28 de febrero de 2022

La Iglesia y el Estado


La persona humana es a la vez parte del cuerpo político y superior a él. Dicha superioridad se basa en lo que es eterno en el hombre sobre la sociedad política. Ahora bien,  el ser humano se halla encajado en el bien común de la sociedad civil, pero también sabemos que con respecto a las cosas que no son del César, tanto la sociedad como el bien común están indirectamente subordinados al perfeccionamiento de la persona y sus aspiraciones supratemporales como un fin de otro orden, un fin que trasciende del cuerpo político.

Asimismo, el cristiano sabe que hay un orden sobrenatural y que el fin último –el fin último absoluto- de la persona humana, es Dios. La disposición de la persona humana hacia Dios trasciende a todo bien común creado, tanto al de la sociedad política como al del bien común intrínseco del universo. Allí está el sólido fundamento de la dignidad humana. Por tanto, la subordinación indirecta del cuerpo político –no como un mero medio, sino como un fin valioso en sí, aunque de menor dignidad- hacia los valores supratemporales a los que está ligada la humana existencia,  se refiere ante todo y sobre todo al fin sobrenatural al que está ordenada la persona humana. Esta es la ley de la primacía de lo espiritual.

¿Qué es la Iglesia para el creyente? Es una sociedad sobrenatural, humana y divina a la vez, autosuficiente e independiente, que une en su seno a los hombres como conciudadanos del Reino de Dios y los conduce hacia la vida eterna, ya iniciada aquí abajo; que les enseña la verdad revelada; cuerpo del que la cabeza es Cristo, un cuerpo que es visible en su credo, en su culto, su disciplina, sus sacramentos, sus estructuras y su actividad humana, y que es invisible en el misterio de la gracia y caridad divinas.

¿Y qué es la Iglesia para los no creyentes? A los ojos del incrédulo la Iglesia o las iglesias son cuerpos organizados o asociaciones especialmente interesadas en las necesidades religiosas y credos de un número determinado de feligreses, o sea, personas con valores espirituales a los cuales se encomiendan, y por cuyas normas morales se rigen.  Esos valores espirituales son parte de los bienes supratemporales (tales como el sentido de la justicia y del amor hacia todos los hombres; la vida del espíritu y la contemplación; la intangible dignidad de la verdad, etc.) que constituyen el legado moral de la humanidad, el bien espiritual común de la civilización y de la comunidad. Incluso el incrédulo, aunque no crea en esos valores espirituales, tiene que respetarlos. Así, el incrédulo, desde su punto de vista –por supuesto, me refiero al incrédulo que, al menos, cree en la justicia y que, además, es un incrédulo con mentalidad democrática-, reconoce como una cosa normal y necesaria la libertad de la Iglesia o las Iglesias.

Desde tal perspectiva, ha de reconocerse la libertad de la Iglesia. Como resultado, el primer principio general a expresar, con respecto a los problemas que estamos examinando, es la libertad de la Iglesia para enseñar, predicar y adorar.

La libertad e independencia a la que me estoy refiriendo, confieren para la Iglesia la libertad de desarrollar sus instituciones y gobernarse a sí misma sin intervención del cuerpo político. Nos hallamos así ante la distinción fundamental, expresada por Jesucristo, entre las cosas que pertenecen a Dios y las que son del César. Desde el advenimiento del cristianismo la religión deja de hallarse en manos del estado.

Ahora bien, si lo que es de Dios es distinto de lo que es del César, ello expresa que lo de Dios es mejor. Por su propia naturaleza, el cuerpo político está únicamente interesado en la vida temporal de los hombres y en su bien común temporal. En ese reino temporal el cuerpo político es plenamente autónomo. Pero el orden de la vida eterna es superior al de la vida temporal. El segundo principio a exponer, entonces, en relación a los problemas que estamos examinando es, por tanto, la superioridad de la Iglesia sobre el cuerpo político o el estado. Sustraigamos, por supuesto,  de dicha “superioridad”, toda idea de dominación y hegemonía y entendamos la palabra en su sentido puro; significa un lugar más alto en la escala de los valores, una dignidad más elevada.

Por otra parte está claro que, por muy diferenciados que sean, la Iglesia y el cuerpo político no pueden vivir y desarrollarse dentro de un total aislamiento, ignorándose mutuamente. Esto sería sencillamente antinatural. Por el mero hecho de que la persona humana es al mismo tiempo miembro de la sociedad religiosa, o Iglesia, y del cuerpo político, una división absoluta entre ambas sociedades comportaría automáticamente la división en dos de la persona humana. Por consiguiente, el tercer principio a sentar con respecto a los problemas que analizamos es la necesaria cooperación entre la Iglesia y el cuerpo político o estado.  

Ahora bien: ¿cuál es la forma que adoptará el principio de la superioridad espiritual de la Iglesia en las aplicaciones prácticas? ¿Y cuál adoptará el principio de la cooperación necesaria entre la Iglesia y el estado en la práctica? Con ambos interrogantes salimos al encuentro de otro problema: el modo en que se podrán aplicar aquellos principios inmutables que rigen la cuestión, en medio de las aventuras y vicisitudes de los poderes terrenales.

Es así, por cuanto hay en la historia humana climas o constelaciones típicas de condiciones existenciales, que expresan estructuras determinadas, en lo que concierne a las características sociales, políticas y jurídicas dominantes y a las calidades dominantes, morales e ideológicas, en la vida temporal de la comunidad humana, y que constituyen moldes de referencia para los modos de aplicar a la existencia humana los principios inmutables que influyen sobre esta. Y de acuerdo con esos climas históricos hemos de concebir los ideales históricos concretos o imágenes del futuro, de lo que puede esperarse para una época determinada: ideales que no son absolutos, sino que son relativos a un tiempo dado y que, además, se pueden proclamar como realizables.

Así, los principios son absolutos, inmutables y supratemporales. Y las aplicaciones particulares y concretas a través de las cuales se realizarán aquellos, y que son adecuadas para los diversos climas típicos que se reemplazan sucesivamente en la historia, cambiarán de acuerdo con las pautas específicas de la civilización, cuyas características es imperativo reconocer como peculiares de cada edad histórica determinada.

(Extraído de El hombre y el estado, de Jacques Maritain)

 

 

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