En la era “sacra” de la Edad Media se
efectuó un grandioso intento de erigir la vida de la comunidad y civilización
terrenales sobre la base de la unidad en la fe teológica y el credo religioso.
Este empeño se logró por un cierto número de siglos, pero fracasó con el correr
del tiempo, después de la Reforma y el Renacimiento, y un retorno a esa norma
sería inconcebible.
En la medida en que la sociedad civil o cuerpo político se ha ido diferenciando más
perfectamente del reino espiritual de la Iglesia –proceso que no es sino el
desarrollo de la distinción entre lo que es del César y lo que es de Dios-, la
sociedad civil ha llegado a basarse en el bien y la tarea comunes, que son de
carácter terrenal, “temporal” o “secular”, del que participan por igual los
ciudadanos pertenecientes a los distintos grupos o linajes espirituales. La
división religiosa entre los hombres es en sí una desdicha. Pero queramos o no
hemos de reconocerla como un hecho cierto.
En los tiempos modernos se hizo el intento
de fundamentar la vida de la civilización y la comunidad terrena en la mera
razón; razón separada de la religión y del Evangelio. Tal intento alimentó
inmensas esperanzas en los siglos XVIII y XIX y fracasó rápidamente. La razón
pura resultó más incapaz que la fe para asegurar la unidad espiritual de la
humanidad, y el ensueño del credo “científico”, que había de unificar a los
hombres en la paz y en las convicciones comunes respecto a los fines y
principios fundamentales de la vida y la sociedad humanas, se desvaneció con
nuestras catástrofes contemporáneas.
Y en la misma proporción en que los
trágicos acontecimientos de las últimas décadas (la primera mitad del siglo XX)
han desmentido al racionalismo burgués de los siglos XVIII y XIX, hemos visto
que la religión y la metafísica son partes esenciales de la cultura humana y
los principales y esenciales incentivos de la misma vida social.
Por consiguiente, es verosímil pensar que
si la democracia entra en la siguiente fase histórica con la suficiente
inteligencia y vitalidad, la democracia renovada no ignorará la religión, como
la sociedad burguesa del siglo XIX, individualista y “neutral” a la vez; y esta
democracia
renovada y personalista será de tipo “pluralista”.
Así tendríamos –suponiendo que las gentes
hubieran recobrado su fe cristiana o, por lo menos, que reconocieran el valor
de los conceptos cristianos de libertad, progreso social y organización
política-, un cuerpo político cristianamente inspirado en su propia vida
política.
Por otra parte, este cuerpo político
personalista reconocería que los hombres
pertenecientes a las más diversas filosofías, credos religiosos y linajes,
pueden y deben cooperar en la tarea común del bien común, con tal que coincidan
sobre los dogmas fundamentales de una sociedad de hombres libres.
Porque una sociedad de hombres libres
implica algunos dogmas básicos que constituyen la médula de su existencia
misma. Una democracia genuina importa un acuerdo fundamental de las opiniones y
las voluntades sobre las bases de la vida común; ha de tener conciencia de sí y
de sus principios, y deberá ser capaz de defender y promover su propia
concepción de la vida política y social; debe contener un credo humano común,
el credo de la libertad.
El error del liberalismo burgués consistió
en concebir a la sociedad democrática como una especie de campo en el cual
todas las concepciones sobre las bases de la vida común, incluso las más
destructoras de la libertad y la ley, encuentran solamente la indiferencia del
cuerpo político, mientras que compiten ante la opinión pública en una especie
de mercado libre de ideas-madre (saludables o venenosas) de la vida política.
La democracia burguesa del siglo XIX fue neutral incluso con respecto a la
libertad. Así como no tenía un bien común, tampoco tenía un pensamiento común
auténtico. No es de maravillarse, pues, que con anterioridad a la segunda
guerra mundial, especialmente en aquellos países que perturbaba y corrompía la
propaganda fascista, racista o comunista, se hubiera convertido en una sociedad
sin la menor idea de sí misma y sin fe en ella, sin ninguna fe en común que le
permitiera resistirse a la desintegración.
Pero el punto más importante que deseo
destacar aquí, es que esta fe e inspiración, así como el concepto de sí misma
que necesita una democracia, son cosas que no pertenecen al orden del credo
religioso y la vida eterna, sino al orden secular o temporal de la vida
terrena, de la cultura y la civilización. La fe en cuestión es una fe cívica o
secular, no religiosa. Ni es tampoco el sustituto filosófico de la fe religiosa
que buscaron en vano los filósofos de los siglos XVIII y XIX.
Una
democracia genuina no puede exigir ni imponer a sus ciudadanos, como condición
para pertenecer a una ciudad, ningún credo religioso ni filosófico. Esta concepción de la ciudad fue posible durante el período
“sacro” de nuestra civilización, cuando comulgar con la fe cristiana era un
prerrequisito para la constitución del cuerpo político. En nuestros tiempos se
ha producido una inhumana falsificación de esto con los estados totalitarios, que imponen su credo en el espíritu de las
masas, por el poder de la propaganda, la mentira y la policía.
¿Cuál es entonces el objeto de la fe
secular que estamos analizando? Pues se trata de un objeto meramente práctico,
y no teórico o dogmático. La fe secular en cuestión se relaciona con los dogmas
prácticos que la mente humana puede querer justificar desde perspectivas
filosóficas muy distintas.
Así, esos hombres que tienen opiniones metafísicas y religiosas muy diferentes e
incluso opuestas, pueden coincidir, no en virtud de ninguna identidad de
doctrina, sino de una similitud analógica en los principios prácticos hacia las
mismas conclusiones prácticas, y pueden compartir la misma fe secular práctica,
con tal que reverencien por igual, aunque quizás por razones distintas, la verdad y la inteligencia, la
dignidad humana, la libertad, el amor fraternal y el valor absoluto del bien
moral.
El cuerpo político tiene el derecho y el
deber de fomentar entre sus ciudadanos, principalmente por medio de la
educación, el credo humano y temporal –esencialmente práctico- del cual
dependen la comunión nacional y la paz civil. No tiene derecho, como organismo
meramente temporal o secular encerrado en la esfera dentro de la cual el estado
moderno disfruta de su autoridad autónoma, de imponer a sus ciudadanos ni de
exigirles una norma de fe ni un conformismo de razón, un credo religioso o
filosófico que se ofrezca como la única justificación posible de la carta
práctica, por medio de la cual se expresa la fe secular común del pueblo. Lo
más importante en el seno del cuerpo político es que el sentimiento democrático
se mantenga vivo por la adhesión racional, aunque diversa, a esa carta moral.
Los medios y las justificaciones por las cuales se logra esta adhesión
pertenecen a la libertad del intelecto y la conciencia.
¿Cuál sería el contenido de la carta moral,
el código de la moralidad social y política a que me estoy refiriendo, y cuya
validez está implícita en el cuerpo fundamental de una sociedad de hombres
libres? Tal carta se referiría, por ejemplo, a los puntos siguientes (entre
otros): derechos y libertades de la persona humana; derechos y libertades
políticas; derechos y libertades sociales y sus correspondientes responsabilidades;
derechos y deberes de las personas que forman parte de una sociedad familiar, y
libertades y obligaciones de ésta con respecto del cuerpo político; derechos y
deberes mutuos entre los grupos y el estado;
igualdad humana; justicia entre las personas y el cuerpo político;
justicia entre el cuerpo político y las personas; libertad religiosa;
tolerancia recíproca y mutuo respeto entre las diversas comunidades
espirituales y escuelas de pensamiento; convicción cívica y amor a la patria;
reverencia hacia su historia y herencia, comprensión para las diversas
tradiciones que se amalgamaron al crear su unidad; obligaciones de cada persona
respecto del bien común del cuerpo político, etc.
Cuanto más imbuido de las convicciones
cristianas y de la fe religiosa que las inspira se halle el cuerpo político –o
sea el pueblo-, más profundamente se adherirá a la fe secular de la carta
democrática; porque, en verdad, esta última ha cobrado forma en la historia
humana como consecuencia de las inspiraciones del Evangelio.
En la medida en que el cuerpo político –o
sea el pueblo- se halle imbuido de las convicciones cristianas, en la misma
exacta medida se reconocería como la más auténtica, la justificación que de la
carta democrática ofrece la filosofía cristiana, y no como resultante de
ninguna interferencia del estado, sino como consecuencia de la libre adhesión
de amplias porciones del pueblo a la fe y la filosofía cristianas.
Y desde luego, no se ejercería ninguna
presión religiosa por parte de la mayoría. En modo alguno estará amenazada la
libertad de los ciudadanos no cristianos, que fundamenten sus creencias
religiosas en otros cimientos distintos de los aceptados en general. La
autoridad civil y el estado solamente se ocuparían de la fe secular común en la
carta común y secular.
(Extraído de El hombre y el estado, de Jacques Maritain)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario