lunes, 28 de febrero de 2022

La Carta democrática


En la era “sacra” de la Edad Media se efectuó un grandioso intento de erigir la vida de la comunidad y civilización terrenales sobre la base de la unidad en la fe teológica y el credo religioso. Este empeño se logró por un cierto número de siglos, pero fracasó con el correr del tiempo, después de la Reforma y el Renacimiento, y un retorno a esa norma sería inconcebible.

En la medida en que la sociedad civil o cuerpo político se ha ido diferenciando más perfectamente del reino espiritual de la Iglesia –proceso que no es sino el desarrollo de la distinción entre lo que es del César y lo que es de Dios-, la sociedad civil ha llegado a basarse en el bien y la tarea comunes, que son de carácter terrenal, “temporal” o “secular”, del que participan por igual los ciudadanos pertenecientes a los distintos grupos o linajes espirituales. La división religiosa entre los hombres es en sí una desdicha. Pero queramos o no hemos de reconocerla como un hecho cierto.

En los tiempos modernos se hizo el intento de fundamentar la vida de la civilización y la comunidad terrena en la mera razón; razón separada de la religión y del Evangelio. Tal intento alimentó inmensas esperanzas en los siglos XVIII y XIX y fracasó rápidamente. La razón pura resultó más incapaz que la fe para asegurar la unidad espiritual de la humanidad, y el ensueño del credo “científico”, que había de unificar a los hombres en la paz y en las convicciones comunes respecto a los fines y principios fundamentales de la vida y la sociedad humanas, se desvaneció con nuestras catástrofes contemporáneas.

Y en la misma proporción en que los trágicos acontecimientos de las últimas décadas (la primera mitad del siglo XX) han desmentido al racionalismo burgués de los siglos XVIII y XIX, hemos visto que la religión y la metafísica son partes esenciales de la cultura humana y los principales y esenciales incentivos de la misma vida social.

Por consiguiente, es verosímil pensar que si la democracia entra en la siguiente fase histórica con la suficiente inteligencia y vitalidad, la democracia renovada no ignorará la religión, como la sociedad burguesa del siglo XIX, individualista y “neutral” a la vez; y esta democracia renovada y personalista será de tipo “pluralista”.

Así tendríamos –suponiendo que las gentes hubieran recobrado su fe cristiana o, por lo menos, que reconocieran el valor de los conceptos cristianos de libertad, progreso social y organización política-, un cuerpo político cristianamente inspirado en su propia vida política. 

Por otra parte, este cuerpo político personalista reconocería que los hombres pertenecientes a las más diversas filosofías, credos religiosos y linajes, pueden y deben cooperar en la tarea común del bien común, con tal que coincidan sobre los dogmas fundamentales de una sociedad de hombres libres.

Porque una sociedad de hombres libres implica algunos dogmas básicos que constituyen la médula de su existencia misma. Una democracia genuina importa un acuerdo fundamental de las opiniones y las voluntades sobre las bases de la vida común; ha de tener conciencia de sí y de sus principios, y deberá ser capaz de defender y promover su propia concepción de la vida política y social; debe contener un credo humano común, el credo de la libertad.

El error del liberalismo burgués consistió en concebir a la sociedad democrática como una especie de campo en el cual todas las concepciones sobre las bases de la vida común, incluso las más destructoras de la libertad y la ley, encuentran solamente la indiferencia del cuerpo político, mientras que compiten ante la opinión pública en una especie de mercado libre de ideas-madre (saludables o venenosas) de la vida política.

La democracia burguesa del siglo XIX fue neutral incluso con respecto a la libertad. Así como no tenía un bien común, tampoco tenía un pensamiento común auténtico. No es de maravillarse, pues, que con anterioridad a la segunda guerra mundial, especialmente en aquellos países que perturbaba y corrompía la propaganda fascista, racista o comunista, se hubiera convertido en una sociedad sin la menor idea de sí misma y sin fe en ella, sin ninguna fe en común que le permitiera resistirse a la desintegración.

Pero el punto más importante que deseo destacar aquí, es que esta fe e inspiración, así como el concepto de sí misma que necesita una democracia, son cosas que no pertenecen al orden del credo religioso y la vida eterna, sino al orden secular o temporal de la vida terrena, de la cultura y la civilización. La fe en cuestión es una fe cívica o secular, no religiosa. Ni es tampoco el sustituto filosófico de la fe religiosa que buscaron en vano los filósofos de los siglos XVIII y XIX.

Una democracia genuina no puede exigir ni imponer a sus ciudadanos, como condición para pertenecer a una ciudad, ningún credo religioso ni filosófico. Esta concepción de la ciudad fue posible durante el período “sacro” de nuestra civilización, cuando comulgar con la fe cristiana era un prerrequisito para la constitución del cuerpo político. En nuestros tiempos se ha producido una inhumana falsificación de esto con los estados totalitarios, que imponen su credo en el espíritu de las masas, por el poder de la propaganda, la mentira y la policía.

¿Cuál es entonces el objeto de la fe secular que estamos analizando? Pues se trata de un objeto meramente práctico, y no teórico o dogmático. La fe secular en cuestión se relaciona con los dogmas prácticos que la mente humana puede querer justificar desde perspectivas filosóficas muy distintas.

Así, esos hombres que tienen opiniones metafísicas y religiosas muy diferentes e incluso opuestas, pueden coincidir, no en virtud de ninguna identidad de doctrina, sino de una similitud analógica en los principios prácticos hacia las mismas conclusiones prácticas, y pueden compartir la misma fe secular práctica, con tal que reverencien por igual, aunque quizás por razones  distintas, la verdad y la inteligencia, la dignidad humana, la libertad, el amor fraternal y el valor absoluto del bien moral.

El cuerpo político tiene el derecho y el deber de fomentar entre sus ciudadanos, principalmente por medio de la educación, el credo humano y temporal –esencialmente práctico- del cual dependen la comunión nacional y la paz civil. No tiene derecho, como organismo meramente temporal o secular encerrado en la esfera dentro de la cual el estado moderno disfruta de su autoridad autónoma, de imponer a sus ciudadanos ni de exigirles una norma de fe ni un conformismo de razón, un credo religioso o filosófico que se ofrezca como la única justificación posible de la carta práctica, por medio de la cual se expresa la fe secular común del pueblo. Lo más importante en el seno del cuerpo político es que el sentimiento democrático se mantenga vivo por la adhesión racional, aunque diversa, a esa carta moral. Los medios y las justificaciones por las cuales se logra esta adhesión pertenecen a la libertad del intelecto y la conciencia.

¿Cuál sería el contenido de la carta moral, el código de la moralidad social y política a que me estoy refiriendo, y cuya validez está implícita en el cuerpo fundamental de una sociedad de hombres libres? Tal carta se referiría, por ejemplo, a los puntos siguientes (entre otros): derechos y libertades de la persona humana; derechos y libertades políticas; derechos y libertades sociales y sus correspondientes responsabilidades; derechos y deberes de las personas que forman parte de una sociedad familiar, y libertades y obligaciones de ésta con respecto del cuerpo político; derechos y deberes mutuos entre los grupos y el estado;  igualdad humana; justicia entre las personas y el cuerpo político; justicia entre el cuerpo político y las personas; libertad religiosa; tolerancia recíproca y mutuo respeto entre las diversas comunidades espirituales y escuelas de pensamiento; convicción cívica y amor a la patria; reverencia hacia su historia y herencia, comprensión para las diversas tradiciones que se amalgamaron al crear su unidad; obligaciones de cada persona respecto del bien común del cuerpo político, etc.

Cuanto más imbuido de las convicciones cristianas y de la fe religiosa que las inspira se halle el cuerpo político –o sea el pueblo-, más profundamente se adherirá a la fe secular de la carta democrática; porque, en verdad, esta última ha cobrado forma en la historia humana como consecuencia de las inspiraciones del Evangelio.

En la medida en que el cuerpo político –o sea el pueblo- se halle imbuido de las convicciones cristianas, en la misma exacta medida se reconocería como la más auténtica, la justificación que de la carta democrática ofrece la filosofía cristiana, y no como resultante de ninguna interferencia del estado, sino como consecuencia de la libre adhesión de amplias porciones del pueblo a la fe y la filosofía cristianas.

Y desde luego, no se ejercería ninguna presión religiosa por parte de la mayoría. En modo alguno estará amenazada la libertad de los ciudadanos no cristianos, que fundamenten sus creencias religiosas en otros cimientos distintos de los aceptados en general. La autoridad civil y el estado solamente se ocuparían de la fe secular común en la carta común y secular.

(Extraído de El hombre y el estado, de Jacques Maritain)

 

 

 

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