El problema de los fines y los medios es el
problema básico de la filosofía política. Su solución resulta clara en el campo
filosófico, sin embargo, la aplicación de dicha solución en el terreno de la
práctica exige del hombre un cierto heroísmo y lo precipita en la angustia y
las penalidades.
El objetivo
final y la tarea más esencial del cuerpo político es procurar el bien
común de la multitud. Esto significa que la tarea política es esencialmente un trabajo de civilización y cultura, o sea una labor de progreso en un orden que es esencialmente humano
o moral, pues la moral no persigue
sino el verdadero bien del hombre.
Esta tarea requiere realizaciones
históricas de enorme escala, que han de chocar con tales obstáculos yacentes en
la naturaleza humana, que no es concebible que se logre sin el impacto del
Cristianismo sobre la vida política de la humanidad y la penetración de la
inspiración del Evangelio en la sustancia del cuerpo político. Podríamos decir,
entonces, que el fin del cuerpo político,
al menos en los pueblos en los que el
Cristianismo ha echado raíces, es la materialización de los principios del
Evangelio en la existencia terrenal y la conducta social.
En cuanto a los medios, sabemos, por un
axioma universal e inviolable, que los medios deben ser proporcionados y
adecuados a los fines, puesto que son medios para alcanzar un fin y, por así
decirlo, son el fin mismo en el proceso de surgir. Por tanto, aplicar medios
intrínsecamente malos para alcanzar un fin bueno es simple necedad y desatino.
Pero también sabemos que los hombres, en general, se ríen de este obvio y
venerable axioma en la vida práctica, especialmente en lo que a la política se
refiere. En este punto nos hallamos frente al problema de la racionalidad de la
vida política.
Resulta muy difícil al hombre someter su
vida a la vara de medir de la razón, y es todavía más difícil en el cuerpo
político. Hay dos caminos para entender la racionalización de la vida política:
el más fácil es el técnico (que
desemboca en un mal fin) y el más fatigoso (pero constructivo y progresivo) es
el moral. Racionalización técnica,
merced a medios externos al hombre, contra racionalización moral, por medios
que son el hombre mismo, su libertad y su virtud. Este es el drama que está
enfrentando la historia.
La racionalización técnica de la vida política es la propuesta de Maquiavelo:
recurrir a cualquier medio con tal de conseguir el fin propuesto, medios
buenos, si se presenta la oportunidad (no muy frecuente), de lo contrario, se usan
medios moralmente malos. Lo que importa es obtener el fin buscado.
La gran fuerza del maquiavelismo proviene
de las incesantes victorias obtenidas por malos medios en las realizaciones
políticas de la humanidad, y de la idea de que si un gobernante o una nación
respetan la justicia, están condenados a ser vencidos por otros gobernantes o
naciones que confían sólo en el poder, la violencia, la perfidia y la avaricia
desenfrenada.
La respuesta es, en primer lugar, que se
puede respetar la justicia y hacerlo de modo inteligente y, en segundo lugar,
que, en realidad, el maquiavelismo no tiene éxito. Y es así porque el poder del
mal es sólo el poder de la corrupción, es malbaratar y disipar la energía del
Ser y del Bien. Tal poder se destruye a sí mismo al destruir aquel bien que es
su materia. Por tanto, la dialéctica íntima de los éxitos del mal los condena a
no ser duraderos. Hay que tener en cuenta la dimensión del tiempo, la duración
adecuada a los vaivenes históricos de las naciones, que exceden considerablemente
la duración de una vida humana.
Esto no significa que una política justa
vaya a tener éxito siempre, incluso en el largo plazo, ni que una política
maquiavélica vaya a fracasar siempre en el largo plazo, porque las naciones y
las civilizaciones se hallan dentro del orden natural, en el que la vida y la
muerte dependen tanto de causas físicas como morales. Pero lo cierto es que la
justicia, en general, promueve el progreso y es constructiva en el largo plazo,
mientras que el maquiavelismo, promueve la corrupción, la destrucción y la
ruina en el largo plazo, también en términos generales. Por eso, la ilusión del
maquiavelismo es la del éxito inmediato, dentro del lapso de una vida humana, o
mejor aún, en el plazo de vigencia de un gobierno. Y esto redundará siempre más
en beneficio de ese gobierno que en beneficio de la nación.
Si es cierto que la política es algo
intrínsecamente moral, entonces la principal obligación de un político es la de
ser justo. Ahora bien, tal como sabemos, la justicia y la virtud pueden no
llevar al hombre al éxito dentro del corto plazo de una vida humana. Pero si
nos referimos a las naciones, la justicia es el mejor camino para alcanzar el
progreso y el éxito en el largo plazo. Puede que esto no ocurra siempre y en
todos los aspectos, pero es el modo más seguro de conseguirlo.
La racionalización moral de la vida política
implica el reconocimiento de los fines esencialmente humanos de la existencia
política, y de sus raíces más profundas:
justicia, ley y mutua amistad. También involucra un esfuerzo incesante para
lograr que los órganos y estructuras del cuerpo político sirvan al bien común,
la dignidad de la persona humana, y el sentido del amor fraternal, para someter
a los intereses enfrentados, el poder y la coerción inherentes a la vida social
a la forma y reglamentaciones de la razón humana dimanante de la humana
libertad, y para basar la actividad política no solamente en avaricias, celos,
egoísmos y orgullos y alcanzar una conciencia madura de las más íntimas necesidades
de la humanidad, de los auténticos requerimientos de la paz y el amor, y de las
energías morales y espirituales del hombre.
Este modo de racionalización política nos
lo descubrió Aristóteles, y con él los grandes filósofos de la antigüedad y los
grandes pensadores medievales. Después de una fase de exagerado racionalismo,
concluyó en la concepción democrática puesta en vigor durante el siglo XIX. Y la
democracia es, finalmente, el único camino para obtener una racionalización
moral de la política. Porque la
democracia es una organización racional de las libertades fundada en la ley.
(Extraído de El hombre y el estado, de Jacques Maritain)
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