lunes, 28 de febrero de 2022

La libertad


 

La palabra libertad, como todas las grandes palabras, corresponde a muchas y muy diferentes ideas, aunque todas ellas íntimamente relacionadas.

Si nos aplicamos a percibir lo que hay de esencial en esa diversidad de sentidos, descubrimos dos líneas de significación principales: una, es la que dice ausencia de coerción, como la libertad del pájaro que no está enjaulado, y que no por eso goza de libre albedrío; y la otra, es la que indica ausencia de determinación necesaria, que es precisamente la condición del libre albedrío. Hay entonces una libertad de elección (ausencia de determinación necesaria) y una libertad de espontaneidad (ausencia de coerción).

La libertad que más nos preocupa es la de ausencia de coerción. La libertad de esta especie debe ser conquistada, debe ser adquirida laboriosamente y a mucho precio; y es un bien que, en la tierra, nunca deja de estar amenazado. Consiste en la independencia personal realizada en todos los órdenes de la vida.

 

El libre albedrío

Apliquémonos a considerar, en primer lugar, la misteriosa naturaleza de la primera libertad, o libre albedrío. Según Santo Tomás, la voluntad es un apetito, una facultad de deseo. Ahora bien; todo apetito tiene su raíz en el conocimiento. Lo que los antiguos llamaban apetito sensitivo (común al animal y al hombre) tiene su raíz en el conocimiento de los sentidos. En cambio, la voluntad, facultad espiritual, tiene su raíz en el entendimiento.

Para la voluntad la manifestación de su naturaleza es amar lo que es bueno. La voluntad quiere y ama necesariamente, no tal o cual bien, sino el bien. Quiere y ama necesariamente el bien que la inteligencia ve y declara en toda cosa buena. La voluntad no puede nunca apetecer el mal en cuanto mal; sólo puede querer lo que el entendimiento, veraz o equivocado, le propone como un bien.

El objeto adecuado de la voluntad, lo que ella no puede no querer, lo que la determina necesariamente, es el bien absoluto y universal, la felicidad absoluta. Este es el objeto adecuado de la voluntad, aun antes de que el sujeto sepa en qué consiste y si puede alcanzarse.

De ahí resulta que la voluntad estará naturalmente indeterminada, frente a cualquier otro bien que no sea el bien absoluto. Si lo que determina necesariamente mi voluntad es un bien sin límites, es evidente que cualquier bien limitado, cualquier bien que no sea ese bien absoluto, no puede imponerse a mi voluntad determinándola de un modo necesario. Por estar interiormente y naturalmente necesitada de felicidad absoluta, la voluntad es libre respecto de todo lo demás. Y al decir respecto de todo lo demás, decimos respecto de todo lo que ella puede querer aquí en el mundo, puesto que no es aquí donde está la Felicidad absoluta.

La indeterminación fundamental de la voluntad con respecto a todo bien distinto de la felicidad, tiene su raíz en el entendimiento. Y eso se debe a que la capacidad universal de la voluntad guarda proporción con la capacidad universal del entendimiento; y a que la razón entiende que todos los bienes que conoce durante su vida terrestre son distintos de la Felicidad absoluta.

¿En qué consiste ese bien absoluto que no podemos no querer? A nosotros corresponde investigarlo y cuando se nos presenta la necesidad de elegir, aparece la moral. No hay un orden moral entre las hormigas, como tampoco lo hay entre las estrellas; el camino que han de seguir les está trazado de antemano. Pero nosotros estamos obligados a descubrir nuestro camino, y a deliberar acerca de nuestro fin.

Nuestra libertad está sumida en un mundo de afectividad, de instintos, de pasiones y de apetitos sensibles y espirituales. Solicitada por todas partes, mi voluntad apetece y quiere muchas cosas. Pero interviene mi entendimiento para vigilar el curso de mi actividad, y entonces despierta en ella, por así decido, aquella capacidad infinita de que hablábamos. Querer tal o cual bien compete al dominio libre de mi voluntad; porque depende de un juicio práctico de mi entendimiento, que sólo mi voluntad puede llevar a conclusión.

Ahora bien, es cierto que el entendimiento puede declarar especulativamente que tal o cual acción debe realizarse en virtud de una ley o de una conveniencia, pero eso no basta para realizar la acción. Se necesita además una decisión práctica, que se refiera a la acción que se va a realizar.

Pero lo que yo deseo de un modo necesario es la felicidad, y el acto sobre el cual delibera el entendimiento no es más que un bien particular. Todo lo que el entendimiento por sí solo puede hacer en este caso, es decirme que ese acto me conviene en razón de un fin, y que en razón de otro no me conviene. Es imposible que el sólo entendimiento me decida a realizar un acto determinado. Pero la voluntad triunfa sobre esa indeterminación del entendimiento al tomar la decisión de realizar algo, la voluntad mueve al entendimiento a efectuar un juicio práctico determinado, el único capaz de querer con eficacia.

Así, el acto libre es por esencia un acto imprevisible. Si consideráramos todas las circunstancias exteriores e interiores, las tendencias de un ser humano, no habría de ser muy difícil, en teoría, prever, con más o menos probabilidad, cuál será su conducta. Pero prever con certeza lo que un hombre determinado hará después de la reflexión y la deliberación, en cumplimiento de un acto de libre albedrío, es imposible. Lo que ese hombre ha decidido hacer, es su secreto absoluto; y antes de decidirse, era también un secreto para él. Por más que se tenga el conocimiento previo de las causas, el acto del libre albedrío es absolutamente imprevisible.

 

La libertad de espontaneidad

En cuanto a la segunda libertad, la libertad de espontaneidad, es necesario referirse a sus diversos grados.  De ordinario se dice que una piedra cae libremente, cuando nada le impide cumplir la ley de gravedad, que es la de su naturaleza. Este es el grado ínfimo de espontaneidad.

El segundo grado es el que nos presentan los organismos corporales de vida vegetativa; y el tercero es el de los seres de vida sensitiva. El animal es libre, con respecto a las condiciones que ha recibido de la naturaleza. Pero los fines de su actividad no son propuestos por el animal; todos están preestablecidos por su naturaleza. El vuelo de una alondra, que nosotros decimos libre, es un acto que se cumple conforme a ciertos instintos.

El cuarto grado de libertad de espontaneidad es el de la vida intelectiva. Además de obrar con arreglo a sus percepciones sensoriales, el hombre se da a sí mismo los fines de su propia actividad: el hombre conoce lo que hace, y conoce el fin de sus actos; y se propone a sí mismo los fines de sus operaciones mediante su propia actividad intelectual.

La primera libertad, la libertad de elección, el libre albedrío, es propiedad inalienable de toda naturaleza espiritual. El grado de espontaneidad de que hablamos ahora, coincide justamente con la aparición del libre albedrío.

Cuando llega a este grado (el cuarto), la libertad de espontaneidad se convierte en libertad de independencia; porque conviene a naturalezas personales, a naturalezas dotadas de libre albedrío, dueñas de sus propios actos.

 

El dinamismo de la libertad

La persona, en cuanto vive su vida de tal, exige el crecimiento gradual de su libertad de espontaneidad, la perfección gradual de su independencia. Pero ésta es una aspiración al orden sobrehumano, y sólo en Dios encuentra su cumplimiento. Sólo en ese último grado, que en nuestra enumeración es el quinto, la libertad de espontaneidad e independencia alcanza su absoluta perfección, que coincide con la absoluta perfección de la personalidad.

La persona humana está sometida por realidades distintas de ella, y sojuzgada por leyes superiores que regulan su acción. Ese sometimiento es común a toda persona creada: incluso los ángeles.

Pero también hay una segunda contrariedad, una segunda derrota infligida a las aspiraciones propias de la persona; pero ésta no proviene de la situación respecto de Dios (el hecho de que somos personas creadas); proviene de la naturaleza, y aflige únicamente a la persona humana. Es la impuesta por todas las miserias y las fatalidades de la naturaleza material, por la servidumbre de las necesidades corporales, la ignorancia,  los instintos.

El hombre debe ganar su personalidad como gana su libertad. En el orden de la acción, no llega a ser una persona, si no consigue que las energías racionales, las virtudes y el amor determinen su curso.

Habiendo comprendido estas cosas, es fácil inducir la relación de las dos libertades en el crecimiento de la persona en cuanto persona, en esa conquista de vida que puede llamarse dinamismo de la libertad: la primera libertad está hecha para la segunda; el libre albedrío, para la libertad de espontaneidad o independencia.

El libre albedrío es la raíz misma del mundo de la libertad; nos es dado con nuestra naturaleza racional; un bien que poseemos sin haberlo conquistado; y que tiene la función de libertad inicial. Pero con nuestro propio esfuerzo, debemos llegar a ser personas dueñas de sí mismas. Y ésta ya es otra libertad; una libertad no recibida, un bien que debe adquirirse. La hemos denominado libertad de autonomía. La libertad de elección o libre albedrío está ordenada a la conquista de la libertad de autonomía; y el dinamismo de la libertad consiste, precisamente, en esa conquista.

Dos formas esencialmente distintas implica ese dinamismo. Sus dos formas son la social y la espiritual. La forma social del dinamismo de la libertad tiene por objeto remediar la pérdida infligida por la naturaleza a las aspiraciones de la persona.

La forma espiritual de ese dinamismo tiene por objeto la conquista de la libertad que se refiere a la vida supra-temporal, a la realidad sobrenatural. Los que son movidos por el espíritu de Dios, por ser en verdad hijos de Dios, son verdadera y perfectamente libres, y entran en la vida misma de las personas divinas. A esto podemos llamarlo libertad terminal. El colmo de esa libertad consiste en la visión beatifica.

En cuanto a la primera, la forma social, la vida civil tiene como fin un bien común terrestre, una obra común terrestre, cuyos más altos valores consisten en la ayuda prestada a la persona humana para despojarse de las servidumbres de la naturaleza, y conquistar su autonomía respecto de ella. De ese modo, la comunidad política contribuye, como la comunidad familiar, a procurar en la persona los preparativos de una obra que la persona lleva después a su término, incorporada en una comunidad superior, en calidad de miembro.

Una filosofía política así orientada deberá propender ante todo, no a la pura y simple libertad de elección, ni a la realización de una libertad de potencia y de dominación exterior de la naturaleza y de la historia, sino a la realización y progreso de la libertad interior de las personas, haciendo de la justicia y de la amistad los fundamentos propios de la vida social. Para eso, deberá poner en primer término, como objetivo principal de las intercomunicaciones sociales, ese género de bienes que resulta de la actividad inmanente propia de los espíritus; y a estos bienes realmente humanos debe ordenar los bienes materiales y todos los progresos técnicos y todos los desarrollos de potencia, que también forman parte necesaria del bien común de un Estado.

De este modo, la civilización tiende, a partir de la libertad inicial, o libertad de elección, a una libertad con la cual, en cuanto sea efectivamente alcanzado ese término ideal del dinamismo de la libertad, la persona humana consigue la medida de independencia que conviene realmente a la vida civil. Así se aseguran a la vez las garantías económicas del trabajo y de la propiedad, los derechos políticos, las virtudes civiles y la cultura del espíritu; y así también se preparan ciertas condiciones y ciertos medios necesarios a los primeros pasos de la libertad espiritual, de la libertad terminal, cuya conquista y cumplimiento trascienden el orden propio de la cultura y de la ciudad.

(Extraído de Para una Filosofía de la Persona Humana, de Jacques Maritain)

Jacques Maritain

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