La palabra libertad, como todas las grandes
palabras, corresponde a muchas y muy diferentes ideas, aunque todas ellas
íntimamente relacionadas.
Si nos aplicamos a percibir lo que hay de
esencial en esa diversidad de sentidos, descubrimos dos líneas de significación
principales: una, es la que dice ausencia de coerción, como la
libertad del pájaro que no está enjaulado, y que no por eso goza de libre
albedrío; y la otra, es la que indica ausencia de determinación necesaria,
que es precisamente la condición del libre albedrío. Hay entonces una libertad
de elección (ausencia de determinación necesaria) y una libertad de
espontaneidad (ausencia de coerción).
La libertad que más nos preocupa es la de ausencia de coerción. La
libertad de esta especie debe ser conquistada, debe ser adquirida
laboriosamente y a mucho precio; y es un bien que, en la tierra, nunca deja de
estar amenazado. Consiste en la independencia personal realizada en todos los
órdenes de la vida.
El
libre albedrío
Apliquémonos a considerar, en primer lugar,
la misteriosa naturaleza de la primera libertad, o libre albedrío. Según
Santo Tomás, la voluntad es un apetito, una facultad de deseo. Ahora bien; todo
apetito tiene su raíz en el conocimiento.
Lo que los antiguos llamaban apetito sensitivo (común al animal y al hombre)
tiene su raíz en el conocimiento de los sentidos. En cambio, la voluntad,
facultad espiritual, tiene su raíz en el entendimiento.
Para la voluntad la manifestación de su
naturaleza es amar lo que es bueno. La voluntad quiere y ama necesariamente, no
tal o cual bien, sino el bien. Quiere
y ama necesariamente el bien que la inteligencia ve y declara en toda cosa
buena. La voluntad no puede nunca apetecer el mal en cuanto mal; sólo puede
querer lo que el entendimiento, veraz o equivocado, le propone como un bien.
El objeto adecuado de la voluntad, lo que
ella no puede no querer, lo que la determina necesariamente, es el bien
absoluto y universal, la felicidad absoluta. Este es el objeto adecuado de la
voluntad, aun antes de que el sujeto sepa en qué consiste y si puede
alcanzarse.
De ahí resulta que la voluntad estará
naturalmente indeterminada, frente a cualquier otro bien que no sea el bien
absoluto. Si lo que determina necesariamente mi voluntad es un bien sin límites,
es evidente que cualquier bien limitado, cualquier bien que no sea ese bien
absoluto, no puede imponerse a mi voluntad determinándola de un modo necesario.
Por estar interiormente y naturalmente necesitada de felicidad absoluta, la
voluntad es libre respecto de todo lo demás. Y al decir respecto de todo lo
demás, decimos respecto de todo lo que ella puede querer aquí en el mundo,
puesto que no es aquí donde está la Felicidad absoluta.
La indeterminación fundamental de la
voluntad con respecto a todo bien distinto de la felicidad, tiene su raíz en el
entendimiento. Y eso se debe a que la capacidad universal de la voluntad guarda
proporción con la capacidad universal del entendimiento; y a que la razón
entiende que todos los bienes que conoce durante su vida terrestre son
distintos de la Felicidad absoluta.
¿En qué consiste ese bien absoluto que no
podemos no querer? A nosotros corresponde investigarlo y cuando se nos presenta
la necesidad de elegir, aparece la moral. No hay un orden moral entre las
hormigas, como tampoco lo hay entre las estrellas; el camino que han de seguir
les está trazado de antemano. Pero nosotros estamos obligados a descubrir
nuestro camino, y a deliberar acerca de nuestro fin.
Nuestra libertad está sumida en un mundo de
afectividad, de instintos, de pasiones y de apetitos sensibles y espirituales.
Solicitada por todas partes, mi voluntad apetece y quiere muchas cosas. Pero
interviene mi entendimiento para vigilar el curso de mi actividad, y entonces
despierta en ella, por así decido, aquella capacidad infinita de que
hablábamos. Querer tal o cual bien compete al dominio libre de mi voluntad;
porque depende de un juicio práctico de mi entendimiento, que sólo mi voluntad
puede llevar a conclusión.
Ahora bien, es cierto que el entendimiento
puede declarar especulativamente que tal o cual acción debe realizarse en
virtud de una ley o de una conveniencia, pero eso no basta para realizar la
acción. Se necesita además una decisión práctica, que se refiera a la acción
que se va a realizar.
Pero lo que yo deseo de un modo necesario
es la felicidad, y el acto sobre el cual delibera el entendimiento no es más
que un bien particular. Todo lo que el entendimiento por sí solo puede hacer en
este caso, es decirme que ese acto me conviene en razón de un fin, y que en
razón de otro no me conviene. Es imposible que el sólo entendimiento me decida
a realizar un acto determinado. Pero la voluntad triunfa sobre esa
indeterminación del entendimiento al tomar la decisión de realizar algo, la
voluntad mueve al entendimiento a efectuar un juicio práctico determinado, el
único capaz de querer con eficacia.
Así, el acto libre es por esencia un acto
imprevisible. Si consideráramos todas las circunstancias exteriores e
interiores, las tendencias de un ser humano, no habría de ser muy difícil, en
teoría, prever, con más o menos probabilidad, cuál será su conducta. Pero
prever con certeza lo que un hombre determinado hará después de la reflexión y
la deliberación, en cumplimiento de un acto de libre albedrío, es imposible. Lo
que ese hombre ha decidido hacer, es su secreto absoluto; y antes de decidirse,
era también un secreto para él. Por más que se tenga el conocimiento previo de
las causas, el acto del libre albedrío es absolutamente imprevisible.
La
libertad de espontaneidad
En cuanto a la segunda libertad, la
libertad de espontaneidad, es necesario referirse a sus diversos grados. De ordinario se dice que una piedra cae
libremente, cuando nada le impide cumplir la ley de gravedad, que es la de su
naturaleza. Este es el grado ínfimo de espontaneidad.
El segundo grado es el que nos presentan
los organismos corporales de vida vegetativa; y el tercero es el de los seres
de vida sensitiva. El animal es libre, con respecto a las condiciones que ha
recibido de la naturaleza. Pero los fines de su actividad no son propuestos por
el animal; todos están preestablecidos por su naturaleza. El vuelo de una
alondra, que nosotros decimos libre, es un acto que se cumple conforme a
ciertos instintos.
El cuarto grado de libertad de espontaneidad
es el de la vida intelectiva. Además de obrar con arreglo a sus percepciones
sensoriales, el hombre se da a sí mismo los fines de su propia actividad: el
hombre conoce lo que hace, y conoce el fin de sus actos; y se propone a sí
mismo los fines de sus operaciones mediante su propia actividad intelectual.
La primera libertad, la libertad de
elección, el libre albedrío, es propiedad inalienable de toda naturaleza
espiritual. El grado de espontaneidad de que hablamos ahora, coincide
justamente con la aparición del libre albedrío.
Cuando llega a este grado (el cuarto), la
libertad de espontaneidad se convierte en libertad de independencia; porque
conviene a naturalezas personales, a naturalezas dotadas de libre albedrío,
dueñas de sus propios actos.
El
dinamismo de la libertad
La persona, en cuanto vive su vida de tal,
exige el crecimiento gradual de su libertad de espontaneidad, la perfección
gradual de su independencia. Pero ésta es una aspiración al orden sobrehumano,
y sólo en Dios encuentra su cumplimiento. Sólo en ese último grado, que en nuestra enumeración es el quinto, la
libertad de espontaneidad e independencia alcanza su absoluta perfección, que
coincide con la absoluta perfección de la personalidad.
La persona humana está sometida por realidades
distintas de ella, y sojuzgada por leyes superiores que regulan su acción. Ese
sometimiento es común a toda persona creada: incluso los ángeles.
Pero también hay una segunda contrariedad,
una segunda derrota infligida a las aspiraciones propias de la persona; pero
ésta no proviene de la situación respecto de Dios (el hecho de que somos
personas creadas); proviene de la naturaleza, y aflige únicamente a la persona
humana. Es la impuesta por todas las miserias y las fatalidades de la
naturaleza material, por la servidumbre de las necesidades corporales, la
ignorancia, los instintos.
El hombre debe ganar su personalidad como
gana su libertad. En el orden de la acción, no llega a ser una persona, si no
consigue que las energías racionales, las virtudes y el amor determinen su
curso.
Habiendo comprendido estas cosas, es fácil
inducir la relación de las dos libertades en el crecimiento de la persona en cuanto
persona, en esa conquista de vida que puede llamarse dinamismo de la
libertad: la primera libertad está hecha para la segunda; el libre
albedrío, para la libertad de espontaneidad o independencia.
El libre albedrío es la raíz misma del
mundo de la libertad; nos es dado con nuestra naturaleza racional; un bien que
poseemos sin haberlo conquistado; y que tiene la función de libertad inicial.
Pero con nuestro propio esfuerzo, debemos llegar a ser personas dueñas
de sí mismas. Y ésta ya es otra
libertad; una libertad no recibida, un bien que debe adquirirse. La hemos
denominado libertad de autonomía. La libertad de elección o libre albedrío está
ordenada a la conquista de la libertad de autonomía; y el dinamismo de la
libertad consiste, precisamente, en esa conquista.
Dos formas esencialmente distintas implica
ese dinamismo. Sus dos formas son la social
y la espiritual. La forma social del dinamismo de la libertad tiene por objeto
remediar la pérdida infligida por la naturaleza a las aspiraciones de la persona.
La forma espiritual de ese dinamismo tiene
por objeto la conquista de la libertad que se refiere a la vida supra-temporal,
a la realidad sobrenatural. Los que son movidos por el espíritu de Dios, por
ser en verdad hijos de Dios, son verdadera y perfectamente libres, y entran en
la vida misma de las personas divinas. A esto podemos llamarlo libertad
terminal. El colmo de esa libertad consiste en la visión beatifica.
En cuanto a la primera, la forma social, la
vida civil tiene como fin un bien común terrestre,
una obra común terrestre, cuyos más altos valores consisten en la ayuda prestada a la persona humana para
despojarse de las servidumbres de la naturaleza, y conquistar su autonomía
respecto de ella. De ese modo, la comunidad política contribuye, como la
comunidad familiar, a procurar en la persona los preparativos de una obra que
la persona lleva después a su término, incorporada en una comunidad superior,
en calidad de miembro.
Una filosofía política así orientada deberá
propender ante todo, no a la pura y simple libertad de elección, ni a la
realización de una libertad de potencia y de dominación exterior de la
naturaleza y de la historia, sino a la
realización y progreso de la libertad interior de las personas, haciendo de
la justicia y de la amistad los fundamentos propios de la vida social. Para
eso, deberá poner en primer término, como objetivo principal de las
intercomunicaciones sociales, ese género de bienes que resulta de la actividad
inmanente propia de los espíritus; y a estos bienes realmente humanos debe
ordenar los bienes materiales y todos los progresos técnicos y todos los
desarrollos de potencia, que también forman parte necesaria del bien común de
un Estado.
De este modo, la civilización tiende, a
partir de la libertad inicial, o libertad de elección, a una libertad con la
cual, en cuanto sea efectivamente alcanzado ese término ideal del dinamismo de
la libertad, la persona humana consigue la medida de independencia que conviene
realmente a la vida civil. Así se aseguran a la vez las
garantías económicas del trabajo y de la propiedad, los derechos políticos, las
virtudes civiles y la cultura del espíritu; y así también se preparan ciertas
condiciones y ciertos medios necesarios a los primeros pasos de la libertad
espiritual, de la libertad terminal, cuya conquista y cumplimiento trascienden
el orden propio de la cultura y de la ciudad.
(Extraído de Para una Filosofía de la Persona Humana, de Jacques Maritain)
Jacques Maritain |
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