La secularización de la imagen cristiana del hombre
Todo gran período de civilización está
dominado por cierta idea peculiar que el hombre se forja del hombre. Nuestra
conducta depende de esa imagen tanto como de nuestra propia naturaleza; se trata
de una imagen que se manifiesta con rasgos nítidos y brillantes en el espíritu
de algunos pensadores particularmente representativos y que, más o menos
inconsciente en la masa humana, es sin embargo lo suficientemente vigorosa como
para moldear, de acuerdo a su propio arquetipo, las estructuras sociales y
políticas características de una época cultural dada.
En términos generales, la imagen del hombre
que reinó en la cristiandad de la Edad Media se debía a San Pablo y a San
Agustín. Esa imagen quedó desintegrada desde la época del Renacimiento y de la
Reforma. La imagen del hombre que reinó en los tiempos modernos se debió a
Descartes, John Locke, al Iluminismo y a Rousseau. Aquí nos hallamos frente al proceso de secularización
del hombre cristiano, que se llevó a cabo desde el siglo XVI en adelante. Todo
esto significaba sencillamente retraer al hombre a la esfera del hombre mismo
(humanismo antropocéntrico).
En
los albores de los tiempos modernos se le hicieron al hombre enormes promesas.
Se creía que la ciencia habría de liberar al
hombre y convertido en amo y señor de toda la naturaleza, y que un progreso automático y necesario lo
conduciría a un reino terrenal de paz, que
nuestras manos construirían al
transformar la vida social y
política y que sería el Reino del Hombre, en el cual nos convertiríamos en los
supremos gobernantes de nuestra propia historia y cuyos resplandores alentaron
las esperanzas y las energías de los grandes revolucionarios modernos.
Si procurará ahora desentrañar los
resultados últimos de este vasto proceso de secularización, describiría yo la
progresiva pérdida, operada en la ideología moderna, de todas las certezas que
en el sistema cristiano habían dado fundamento y garantizado la realidad de la
imagen del hombre.
En lo que respecta al hombre mismo, el
hombre moderno conocía verdades..., sin conocer la Verdad; era capaz de llegar
a las verdades relativas y cambiantes de la ciencia, pero era incapaz y
temeroso de alcanzar toda verdad supratemporal descubierta a través del
esfuerzo metafísico de la razón.
El
hombre moderno aspiraba a los derechos humanos y a la dignidad humana..., pero
sin Dios pues su ideología fundaba los derechos del hombre y la dignidad humana
en una voluntad humana semejante a la divina, e infinitamente autónoma, que
cualquier regla o medición procedente de Otro podría dañar y destruir.
El hombre moderno confiaba en la paz y en
la fraternidad..., sin Jesucristo, pues no tenía necesidad de un Redentor, ya
que iba a salvarse por sí mismo.
El hombre moderno constantemente avanzaba
hacia el bien y hacia la posesión de la tierra..., sin enfrentarse con el mal
que hay en la tierra, pues no creía en la existencia del mal; el mal era tan
sólo una fase imperfecta de la evolución que otra fase ulterior habría natural
y necesariamente de trascender.
El hombre moderno gozaba de la vida humana
y reverenciaba la vida humana, considerándola como algo dotado de infinito
valor..., sin poseer un alma.
En
lo tocante a la civilización, el hombre moderno tenía en el estado burgués una
vida social y política, una vida en común... sin bien común y sin obra común,
pues, el objeto de la vida en común consistía tan sólo en la conservación de la
libertad necesaria para gozar de la propiedad privada, adquirir riquezas y
buscar placeres.
El
hombre moderno creía en la libertad, sin tener dominio del yo o responsabilidad
moral pues el libre arbitrio era incompatible con el determinismo científico; y
creía en la igualdad..., sin justicia, porque también la justicia era una idea
metafísica que había perdido todo fundamento racional y que carecía de todo
criterio en la concepción moderna de la biología y de la sociología.
En lo tocante, por último, al dinamismo
interno de la vida humana, el hombre moderno buscaba la felicidad..., pero no
tenía ninguna meta final a que
tender, ni ningún arquetipo racional al cual adherirse; de manera que el concepto más natural y el motor más poderoso de nuestra vida, esto
es, la felicidad, quedó desviado por la
pérdida del concepto y del sentido de finalidad (porque la finalidad no es sino
lo deseable, y lo deseable no es otra cosa que la felicidad). La felicidad se
convirtió en el impulso mismo hacia la felicidad, un movimiento ilimitado y de
nivel cada vez más bajo, y cada vez más estancado.
Y el
hombre moderno aspiraba a la democracia..., sin tener que cumplir ninguna
heroica misión de justicia y sin alimentar el amor fraternal de donde obtener
inspiración. La más significativa conquista política de los tiempos modernos,
el concepto de los derechos de la persona humana y de los derechos del pueblo,
quedó así viciada por obra de la misma pérdida del concepto del sentido de
finalidad, y por el repudio del fermento evangélico que obra en la historia
humana; la democracia tendió a convertirse en una encarnación de la soberana
voluntad del pueblo, en el mecanismo de un Estado burocrático cada vez más
irresponsable y cada vez más apático.
La
gigantesca empresa del hombre cristiano secularizado alcanzó espléndidos resultados
en todas las esferas, menos para el hombre mismo: en lo tocante al hombre mismo
las cosas no salieron bien..., y esto no ha de sorprendernos.
El
proceso de secularización del hombre cristiano atañe sobre todo a la idea del
hombre y a la filosofía de la vida desarrollada en los tiempos modernos. En la
realidad concreta de la historia humana, se desarrolló parejamente un proceso
de crecimiento y se alcanzaron grandes conquistas humanas, debidas al
movimiento natural de la civilización y al impulso primitivo (impulso
evangélico) enderezado hacía el ideal democrático.
Pero la escisión operada entre la conducta
real de este mundo cristiano secularizado y los principios morales y
espirituales que le habían dado su significación y su consistencia interior, principios
que llegó a ignorar, fue haciéndose progresivamente mayor.
A pesar de la ideología equivocada que
acabo de describir y de la imagen desfigurada del hombre, vinculada a aquélla,
nuestra civilización conserva en su substancia misma la sagrada herencia de
valores humanos y divinos, debida a la lucha de nuestros antepasados por la
libertad, a la tradición judeocristiana y a la antigüedad clásica, herencia que
quedó sin duda penosamente debilitada en su eficacia, pero en modo alguno
destruida en sus reservas potenciales.
El síntoma más alarmante en la crisis
actual consiste en que mientras estamos empeñados en una lucha a muerte para
defender estos valores, con harta frecuencia hemos perdido la fe y la confianza
en los principios en que se funda lo que estamos defendiendo.
La idea de una nueva civilización cristiana
Resulta evidente que el único modo de
regenerar la comunidad humana es volver a descubrir la verdadera imagen del
hombre y realizar un intento definitivo por erigir una nueva civilización cristiana,
una nueva cristiandad. La cuestión está ahora en salvar los valores y las
realizaciones del hombre, anhelados por nuestros antepasados, y puestos en
peligro por la falsa filosofía de la vida del siglo pasado (siglo XIX –nota del Editor-).
La verdadera substancia de las aspiraciones
del siglo XIX, así como las conquistas humanas alcanzadas, deben salvarse,
tanto de sus propios errores como de la agresión de la barbarie totalitaria.
Hay que construir un mundo de inspiración genuinamente humanista y cristiana.
A los ojos del observador de la evolución
histórica, una nueva civilización cristiana será bien diferente de la
civilización medieval, aunque el cristianismo esté en la raíz de ambas. En
efecto, el clima histórico de la Edad Media y el de los tiempos modernos son
absolutamente distintos. Para decirlo brevemente, la civilización medieval,
cuyo ideal histórico era el Santo Imperio, constituía una civilización
cristiana “sacra” en la que las cosas temporales, la razón filosófica y
científica y los poderes reinantes eran órganos subordinados o instrumentos de
las cosas espirituales, de la fe religiosa y de la Iglesia.
En el transcurso de los siglos posteriores
las cosas temporales fueron conquistando una posición de autonomía y éste fue
en sí mismo un proceso normal. La desgracia estriba en que ese proceso tomó mal
camino y en lugar de ser un proceso de
distinción, con miras a lograr una mejor forma de unión, fue separando
progresivamente la civilización terrenal de la inspiración evangélica.
La nueva era del cristianismo, si es que ha
de sobrevenir, será una era de ajuste de aquello que fue separado; será la
época de una civilización cristiana “secular”, en la que las cosas temporales,
la razón filosófica y científica y la sociedad civil gocen de autonomía y al
mismo tiempo reconozcan el papel animador e inspirador que desempeñan desde su
plano superior las cosas espirituales, la fe religiosa y la Iglesia. Entonces,
una filosofía cristiana de la vida guiaría a una comunidad vitalmente y no
decorativamente cristiana, a una comunidad con derechos humanos y con la
dignidad de la persona humana, en la que los hombres pertenecientes a
diferentes razas y a diversas formaciones espirituales trabajarían en una tarea
común temporal que fuera realmente humana y progresista.
Finalmente, diría yo que, desde el fin de
la Edad Media - momento en que la criatura humana, al despertar para sí misma,
se sintió oprimida y deshecha en su soledad -, los tiempos modernos ansiaron
una rehabilitación de la criatura humana. Buscaron esta rehabilitación en una
separación de Dios, cuando debían habérsela buscado en Dios. La criatura humana
aspira al derecho de ser amada, pero únicamente en Dios puede ser amada real y
eficazmente. Hay que respetar a la criatura humana en su relación misma con
Dios y porque todo -hasta su misma dignidad- lo recibe de Él.
Después de la gran desilusión determinada
por el “humanismo antropocéntrico” y de la atroz experiencia del antihumanismo
de nuestros días, lo que el mundo necesita es un nuevo humanismo, un humanismo
“teocéntrico o integral” que considere al hombre en toda su grandeza y en toda
su debilidad naturales, en la totalidad de su ser herido y habitado por Dios,
en toda la realidad de su naturaleza, de su pecado y de su santidad. Tal humanismo
reconocería todo lo que hay de irracional en el hombre, para hacerlo dócil a la
razón, y todo lo que tiene de suprarracional, a fin de que la razón quede
vivificada por ello, y de que el hombre sea accesible al descenso, en él, de lo
divino. La obra principal de este nuevo humanismo consistiría en hacer que el
fermento y la inspiración del Evangelio penetraran en las estructuras seculares
de la vida; sería, pues, una obra de santificación del orden temporal.
Este “humanismo de la Encarnación” cuidaría
de las masas, de los derechos de éstas a una condición temporal digna del
hombre, y a la vida espiritual, y también atendería al movimiento que lleva a
las clases trabajadoras a la responsabilidad social propia de su madurez.
Tendería a substituir la civilización materialista individualista y un sistema
económico basado en la fecundidad del dinero, no por una economía colectivista,
sino por una democracia “personalista
cristiana”.
Una de las peores enfermedades del mundo
moderno, es su dualismo, la disociación entre las cosas de Dios y las cosas del
mundo. Estas últimas, las cosas de la vida social, económica y política,
quedaron abandonadas a su propia ley material y alejadas de las exigencias del
Evangelio. El resultado fue que cada vez se ha hecho más imposible vivir con
ellas.
El proceso de paganización de nuestras
sociedades se debe a que el hombre cifró sus esperanzas únicamente en la fuerza
y en la eficacia del odio, en tanto que para el humanismo integral, lo único
capaz de dirigir la obra de regeneración social es un ideal político de
justicia y de fraternidad cívica que, si bien requiere fuerza política y
elementos técnicos, ha de estar inspirado por el amor.
La verdadera imagen del hombre
La
imagen del hombre del humanismo integral es la de un ser hecho de materia y
espíritu, cuyo cuerpo puede haber surgido de la evolución natural de formas
animales, pero cuya alma inmortal procede directamente de la creación divina.
El hombre está hecho para conocer la verdad y es capaz de conocer a Dios como
la causa del Ser por medio de su razón, y de conocerlo en su vida íntima, a
través del don de la fe. La dignidad del hombre es la dignidad propia de una
imagen de Dios; sus derechos, así como sus virtudes, derivan de la ley natural,
cuyas exigencias expresan en la criatura el plan eterno de la Sabiduría
creadora. Herido por el pecado y la muerte, desde el primer pecado cometido por
su raza, pecado cuya carga pesa sobre todos nosotros, el hombre está hecho, por
obra de Cristo, para convertirse en un ser de la raza de Dios, que viva por la
vida divina, y está llamado a entrar en la misma obra de redención de
Jesucristo, por medio del sufrimiento y el amor.
Llamado asimismo por su naturaleza a
desarrollar históricamente sus potencialidades internas, al alcanzar poco a
poco el dominio de la razón sobre su propia animalidad y sobre el universo
material, el progreso del hombre en la tierra no es automático o meramente
natural, sino que se cumple parejamente con la libertad y conjuntamente con la
íntima ayuda de Dios; tarea en la que se ve constantemente trabado por el poder
del mal, que es el poder que tienen algunos espíritus creados para infundir la
nada en el ser, y que incesantemente tiende a degradar la historia humana en
tanto que, con fuerzas mayores, las energías creadoras de la razón y del amor
se renuevan y vuelven a encumbrarla.
Nuestro amor natural por Dios y por el ser
humano es frágil; sólo la caridad recibida de Dios como una participación en su
propia vida hace que el hombre ame eficazmente a Dios por encima de todas las
cosas, y a cada persona humana en Dios. De esta suerte, el amor fraternal trae
a la tierra, a través del corazón del hombre, el fuego de la vida eterna, que
es el verdadero pacificador y que ha de renovar desde dentro esa virtud natural
de la fraternidad, desatendida por tantos necios, que es el alma verdadera de
las comunidades sociales. Al mismo tiempo la sangre humana es de infinito valor
y debe derramarse a lo largo de todos los caminos de la humanidad “para redimir
la sangre del hombre”.
Por un lado, nada en el mundo es más
precioso que la persona humana, y por otro, el hombre nada expone de tan buena
gana a todos los peligros y destrucciones como su propio ser; y esta condición
es normal. El significado de tal paradoja es que el hombre sabe muy bien que la
muerte no es un fin, sino un comienzo. Si considero la vida perecedera del
hombre, ella es por cierto algo naturalmente sagrado, pero muchas otras cosas
son más preciosas aún: el hombre puede ser llamado a sacrificarse por devoción
a su prójimo o por cumplir con su deber hacia su patria.
El hombre que sabe que “después de todo, la
muerte es sólo un episodio”, está dispuesto a entregarse con humildad, y nada
es más humano y más divino que el don de uno mismo, pues “más bienaventurado es
dar que recibir”.
En lo referente a la civilización, el
hombre del humanismo cristiano sabe que la vida política aspira a un bien
común, superior a una mera colección de bienes individuales, y que sin embargo
debe remitirse siempre a las personas humanas. El hombre del humanismo
cristiano sabe que la obra común debe tender, sobre todo, a mejorar la vida
humana misma, a hacer posible que todos vivan en la tierra como hombres libres
y gocen de los frutos de la cultura y del espíritu. Sabe que la autoridad de
quienes están a cargo del bien común y que, en una comunidad de hombres libres,
son designados por el pueblo y responsables ante el pueblo, se origina en el
Autor de la naturaleza y está ligada a la conciencia, siempre que dicha
autoridad sea justa.
El hombre del humanismo cristiano aprecia
la libertad como algo de que hay que ser merecedor; comprende la igualdad
esencial que hay entre él y los otros hombres y la manifiesta en el respeto y
en la fraternidad; y ve en la justicia la fuerza de conservación de la
comunidad política y el requisito previo que, hace posible que nazca la
fraternidad cívica.
El hombre del humanismo cristiano no busca
una civilización meramente industrial, sino una civilización íntegramente
humana (por industrial que pueda ser en lo tocante a sus condiciones
materiales) y de inspiración evangélica.
El movimiento vertical y el movimiento horizontal en la vida del hombre
En lo que respecta, por último, al
dinamismo interno de la vida humana, el hombre del humanismo cristiano tiene un
Objetivo final: ver a Dios y poseerlo, y tiende hacia la perfección de sí
mismo, que es el elemento capital de esa felicidad imperfecta, accesible al
hombre en la existencia terrenal. De esta suerte, la vida tiene un sentido y un
norte para él, y así puede avanzar por su senda sin titubeos.
En esta perfección evangélica reside la
libertad perfecta que ha de conquistarse mediante el esfuerzo ascético, pero
que, en última instancia, es dada por Aquel a quien se ama, y que fue el
primero en amarnos.
Pero este movimiento vertical hacia la
unión con Dios y hacia la perfección de sí mismo no es el único movimiento
comprendido en el dinamismo interno de la vida humana. El segundo, el
movimiento horizontal, concierne a la evolución de la humanidad, y
progresivamente revela la substancia y las fuerzas creadoras del hombre en la
historia.
El movimiento horizontal de la
civilización, cuando tiende a sus auténticos fines temporales ayuda y fomenta
el movimiento vertical de las almas.
Y sin el tránsito de las almas hacia su
objeto eterno, el movimiento de la civilización perdería la carga de energía
espiritual, de presión humana y de esplendor creador que la estimula y dirige
hacia sus realizaciones temporales. Para el hombre del humanismo cristiano, la
historia tiene un sentido y una dirección. La integración progresiva de la
humanidad es también una emancipación progresiva de la miseria y de la
esclavitud humanas, así como de las imposiciones de la naturaleza material. De
manera que el ideal supremo a que ha de tender la obra política y social es
inaugurar una ciudad fraternal que no implique la esperanza de que todos los
hombres sean algún día perfectos en esta tierra y que se amen los unos a los
otros con amor fraternal; pero alentará la creencia de que, el estado
existencial de la vida humana y las estructuras de la civilización estén cerca
de la perfección.
Y la pauta de esto es la justicia y la
fraternidad. Este ideal supremo es el ideal mismo de una auténtica democracia,
de la nueva democracia, cuyo advenimiento esperamos. Ella requiere no sólo el
desarrollo de poderosos elementos técnicos y de una organización
político-social firme y racional, en las comunidades humanas, sino también una
filosofía heroica de la vida y el fermento interno y vivificador de la
inspiración evangélica.
Este ideal es el ideal histórico por el
cual puede pedirse a los hombres que trabajen, luchen y mueran. Contra los
engañosos mitos erigidos por los poderes de la ilusión, es menester que nazca
una esperanza mayor y más extensa, es necesario hacer una promesa más valiente
al género humano.
Nuestra civilización revivirá, o bien
nacerá una nueva civilización, únicamente si anhela, quiere y ama real y
heroicamente la verdad, la libertad y la fraternidad.
(Extraído del libro “El alcance de la
razón”, de Jacques Maritain)
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